Rosa Regàs - Azul

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Premio Nadal 1994
Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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Quizá aquél fue el momento en que sucumbió, porque ¿cuándo sucumbió y a quién? ¿O a qué? ¿Cómo saber el momento preciso? ¿Dónde está el umbral, el umbral infinitesimal que transforma sin remedio las cosas? El punto en que la caricia a fuerza de repetirse no produce placer sino dolor. El momento en que el clavo que sostiene un cuadro demasiado pesado para él, cae y con él su carga. ¿Va cediendo paulatinamente en silencio, o bien lo sostiene hasta el fin con la misma tenacidad y se desmorona de golpe al comprender que no podrá soportar el peso por más tiempo? Quizá la conciencia que es perezosa y tardía, cuando aparece la señal y llega la hecatombe, comprende que lo inexorable había ocurrido mucho antes de que se manifestara, del mismo modo que al morir un amor sabemos, si queremos saber, que había muerto hacía tiempo.

Andrea había vuelto a Nueva York cuatro o cinco meses después de su inesperada visita del mes de junio, cuando los árboles comenzaban a perder las hojas que dejaban las aceras tapizadas. Había llegado para quedarse, dijo desde el primer momento de pie en la puerta, casi sin atreverse a entrar. Él había permanecido fiel a la promesa de seguir esperándola y a su memoria, tal vez porque de una forma vaga que no se habría atrevido a definir ni reconocer, comprendió al fin que no podía esperar más que unas imprevistas apariciones y se había refugiado cómodamente en la melancolía. O quizá fuera que las cosas llegan siempre a destiempo, tal vez.

Por esto cuando se disponía a salir a cenar al New Orleans aquella tarde de octubre dejando una luz de situación encendida para que al entrar después de la cena la acogida fuera más cálida, tibia aún sobre el pecho la camisa blanca que acababa de planchar (por la tarde había ordenado el apartamento, cambiado las sábanas y las toallas y dejado en el lavabo una pastilla de jabón perfumado todavía en su envoltorio como había visto hacer en los hoteles y en casa de Andrea, y en la nevera una botella de vino blanco, y rosas rojas en un jarrón sobre la mesa) y al oír el timbre fue a abrir convencido de que era Osiris que con la excusa de subirle el correo quería charlar un rato y se encontró en la puerta con una Andrea estática, casi inmóvil, oscurecido el rostro por unas ojeras desmedidas y en una posición un tanto encorvada, creyó que había tenido una alucinación y a punto estuvo de cerrar la puerta movido por la desazón. -He venido para quedarme -dijo ella con voz ronca, y apenas pudo sofocar un sollozo.

No era así como lo había imaginado pero la tomó en sus brazos como si se hubiera convertido en una niña pequeña y él curiosamente en su protector, la hizo entrar, despejó el banquillo de la entrada y se sentó a su lado. Parecía tan derrotada que no se atrevió a preguntar qué había ocurrido ni a qué se debían esas lágrimas, tal vez porque él habría llorado también. Tantas veces había deseado que llegara ese instante y en tantas ocasiones se había dicho que no tenía sentido estar separados que no consiguió comprender por qué su presencia le abrumaba de ese modo y le producía tal desasosiego. O tal vez su inteligencia temerosa de que la plenitud soñada no existiera, al tenerla al alcance de la mano se desentendía y se retiraba, o simplemente por instinto de supervivencia se negaba a seguirle porque sabía que la realización de una esperanza tan firme y remota comporta siempre el desengaño y la decepción que a su vez invalidan el entusiasmo necesario para seguir el camino y alcanzar la meta prevista, y antes de perder esa fuente de energía indispensable para continuar y vivir, preparaba el ánimo para el fracaso.

Katas estaría esperando. Tendría que bajar y anular la cena con algún pretexto, o tal vez decirle la verdad. Le había hablado de Andrea muchas veces mitificándola más aún tal vez con el escondido propósito de que permaneciera en el limbo del pasado, igual que se habla de los muertos, deshumanizados por la ausencia y convertidos con el tiempo en vidriosos y mansos personajes sin garra ni pasión que disfrazamos con sus propias virtudes y recubrimos con nuestra melancolía e indulgencia.

Miró el reloj, había tiempo aún. Pero ¿qué le iba a decir? De todos modos tenía que ir, bien lo sabía, así que cuanto antes fuera, tanto mejor. Pero estaba aturdido: una decisión tomada mucho tiempo atrás había desencadenado un proceso que él mismo, su propio autor, no podía ahora detener siquiera el tiempo preciso para comprobar si estaba dispuesto a ratificarla. Mantenía en los brazos la cabeza de Andrea y seguía inmóvil; no habría sabido desprenderse de ella y no podía hacer otra cosa que mecerla y acariciarle el pelo y la nuca, por esperar, por esperar que la solución llegara por sí sola porque no lograba concentrarse ni era capaz de encontrar la decisión ni la voluntad o, simplemente, porque no hay más pecado original que la pereza.

Sonaron en la puerta las dos llamadas de Katas que tan bien conocía. Pero tampoco se movió. Una vez más, quizá dos, se repitieron. Y habría podido descubrir la incertidumbre en los pasos que se perdieron por el pasillo y oír los jadeos del viejo ascensor camino de la planta de no haber sumergido la cara en el pelo rizado que sostenía entre los brazos, inmovilizando el intento de Andrea por incorporarse, y de no haber encontrado un último refugio en la vehemencia de sus propios besos en el cráneo, el cuello y las orejas. Pero así arropado se dejó envolver por el olor y el contacto que dejaron de ser meras reminiscencias y cobraron por fin su exacta dimensión: sólo entonces se reconoció a sí mismo en un tiempo que una vez más había perdido su ritmo y su cadencia. Y cuando las campanas del reloj de la iglesia ortodoxa rusa dieron las nueve, ¿o las diez?, y se levantó para abrir la botella de vino blanco, recordó vagamente la cita y su decisión de bajar un momento al piso 14 y la doble llamada en la puerta pero ya casi no era consciente de lo que estaba ocurriendo, concentrado más en su propio aturdimiento que en la prolongada inmovilidad de Andrea y su silencio, o el injustificado desaire con que había castigado a la mujer para quien había puesto a enfriar ese vino.

Hasta al cabo de tres días no fue a ver a Katas. No la había llamado ni la había visto y no sabiendo aún qué decirle ni cómo, las pocas veces que había salido a la calle a por pan y periódicos y tabaco había temido encontrarse con ella en el ascensor. Le agradecía que no le hubiera llamado pero le dolía al mismo tiempo. Quizá lo había hecho en su ausencia y Andrea se lo había ocultado. No podía saberlo porque tampoco se atrevía a preguntar.

Bajó al piso 14 a una hora en que habitualmente estaba en casa, se detuvo en cada peldaño por buscar las palabras que iba a pronunciar y se quedó de pie ante la puerta indeciso. Finalmente llamó.

Al poco se abrió y apareció un hombre alto y corpulento que vestía una camiseta, estaba sudoroso y sostenía un martillo en la mano. Tras él, el apartamento estaba vacío. En su confusión creyó haberse equivocado de piso, pero cuando efectivamente localizó el número 14 sobre la puerta de los ascensores preguntó por ella.

– Se ha ido. Aquí vivo yo ahora -dijo el hombre y cerró la puerta.

Llevado de un pánico súbito y violento bajó a la planta baja y preguntó a Osiris, que leía el periódico sentado tras el mostrador:

– ¿Dónde está Katas?

– Ella se fue. Ella terminó sus estudios.

– No tenía que irse hasta Navidad. Faltan todavía más de dos meses.

– Pues ella se fue ayer. Yo creía que tú sabías.

– ¿Dejó una dirección?

– No, ella no dijo nada. Ella llevaba muchos bultos…

Volvió a la biblioteca a horas distintas, preguntó en la universidad y el hospital, fue al gimnasio y recorrió las calles del barrio buscándola hasta que se convenció de que había desaparecido para siempre, aunque incapaz de reconocerlo se aferraba al convencimiento de que aún contaba con el azar para volver a verla, y para tranquilizarse mantuvo indecisa en el alma la premonición de que un día, en algún lugar, había de encontrarla. A veces en el metro o en la calle volvía sobresaltado la vista tras la chica con cola de caballo que había salido en esa estación o había doblado la esquina. Pero dejó de sufrir por ello, quizá porque estaba tan pendiente de Andrea, era tan nuevo todo lo que le estaba ocurriendo y trabajaba tanto y tantas horas que apenas tenía tiempo de más.

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