Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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– Andrea, ¿tienes tú mi tarjeta de crédito? -le preguntó aun así.
– No -dijo ella que se había adelantado con Chiqui y se había colgado del brazo de Leonardus-. Tú la utilizaste para pagar la cena hace un par de días, ¿recuerdas?
Sobre la mesa entre los pedazos de pan y los vasos a medio vaciar había quedado una caja de cerillas. Martín se la metió en el bolsillo y siguió a los demás.
El calor no había amainado. Caminaron lentamente hacia el Albatros y Andrea se demoró y le tomó de la mano, pero él se desasió y puso las suyas en sus hombros situándose tras ella y la hizo caminar a su propio compás siguiendo a los otros dos como si se tratara de un juego, de forma que nadie pudiera verle la pernera manchada del pantalón.
Al llegar a la pasarela saltó Leonardus, que se volvió y tendió la mano.
Andrea miró a Martín.
– Pasa tú -dijo.
– No -dijo él-, pasa tú.
– Anda, dame la mano. Tienes vértigo, ¿recuerdas? -se impacientó Leonardus.
Ella puso un pie, tomó la mano que esperaba y saltó riendo otra vez su propia gracia.
– Siempre da miedo -dijo para disimular.
Pero él no la oyó. Dejó que Chiqui pasara y desde el muelle, apoyado en un bidón que le ocultaba la pierna, dijo:
– Me voy a dar una vuelta.
– ¿Otra vez? -preguntó Andrea-. Es tarde ya. Ven.
– No -dijo él-. Voy a caminar.
– Lo que había que ver ya lo hemos visto. Anda, ven -repitió.
– No me apetece ahora meterme en la cama.
– Estaremos en cubierta tomando una copa -gritó Leonardus y bajó a la cabina a buscar hielo.
– Ya he tomado copas suficientes, ahora quiero caminar.
Se alejó unos pasos hasta caer fuera de la luz de la farola pero se detuvo y sólo reanudó la marcha cuando ella, con la incertidumbre en la voz, gritó:
– Espera, voy contigo, dame la mano.
Entonces sin hacerle caso le dio la espalda y echó a andar hacia la calleja que se abría casi bajo el balcón de madera, echadas ya las persianas y cerradas las cristaleras. Y desde la zona de sombra la vio de pie en la pasarela con el arco de su falda blanca que el inicio de un paso había dejado suspendido un instante, la mano izquierda aferrada a una jarcia y la derecha extendida en un gesto sin sentido, y tras el destello de la farola en los cristales de las gafas el pavor de la mirada sobre el vacío que la separaba del agua.
Todavía oyó su voz volviéndose hacia Chiqui que contemplaba la escena.
– Sé que se va con ella -dijo en un susurro.
– ¿Qué ella? -preguntó Chiqui sin interés.
– Ésa de la casa de la parra.
– No digas tonterías. Ni siquiera la conoce.
– Da igual. Lo sé.
– Eso es como tener celos de los muertos -dijo Chiqui y entró a su vez en la cabina.
Andrea cerró los ojos y sin soltar la mano se deslizó hasta quedar sentada en el suelo con el brazo todavía en alto, y como el punto final de un arabesco inclinó la cabeza sobre el pecho y se quedó inmóvil, tal vez tratando de convencerse a sí misma de que nada podía ocurrir, que nadie había en esta isla maldita a quien él pudiera acudir porque había sido casual su llegada a ella. Pero aun así debió de sentir efectivamente una punzada de celos, de los verdaderos celos, de los que no tienen rostro ni espalda, los celos de lo intangible, quizá de los muertos, como acababa de decir Chiqui, de los olvidados, de los irrecuperables, de las sombras, porque de otro modo, pensó Martín, habría entrado en el camarote segura de que él había de volver inmediatamente.
Entonces, sabiendo que nadie iba a seguirle, se adentró en la calle y aceleró el paso. Poco a poco sus ojos se hicieron a la oscuridad. De vez en cuando una farola empotrada en el muro daba una luz amarilla tan tenue que su resplandor apenas llegaba al suelo. Vio una ventana abierta y otra bombilla colgando del techo y escasamente adivinó el tono de la pared. Siguió caminando por una callecita tan estrecha que extendiendo los brazos habría tocado las casas con ambas manos. Para evitar el muelle recorrería el pueblo por la parte alta contorneando la bahía y buscaría el camino hasta encontrar el lugar y recuperar la cartera, que debía de estar en el suelo junto al perro. Pero tenía que ir con cuidado para no toparse con los hombres que lo buscaban. Tal vez alguien le seguía. Se detuvo un momento y escuchó. Silencio. Avanzó de nuevo pero fue a dar a un descampado, tuvo que volver sobre sus pasos y se encontró entre casas deshabitadas de techos desplomados y ventanas vacías donde las hojas de un árbol que no alcanzaba a ver se movían balanceadas tal vez por las correrías de las ratas o por el peso de los mochuelos escondidos en el ramaje. Siguió caminando y supo que pasaba tras el viejo mercado por el olor a pescado que los siglos habían impregnado en los soportales de madera y pendía aún en el vaho de la noche, y cuando le pareció que mirando a la bahía, el muelle y el Albatros ya quedarían a su izquierda descendió hasta la riba y arrimado a las casas siguió la dirección del faro. Subió y bajó un sinfín de callejas en las que no había reparado antes pero no logró encontrar la casa de la parra. Sin embargo no era esa casa lo que buscaba ahora, ni la chica del sombrero, irrealidad suplantada por el terror irracional a ser descubierto. Pero aun así tampoco daba con el lugar. Volvió a la plaza de la mezquita e intentó reconstruir el camino que había hecho esta tarde con la vieja. Tomó la cuesta y comenzó a subir las escaleras. Tras él unos pasos repetían los suyos como un eco. Se detuvo pero el mundo se detuvo con él, no había más rumor que el roce del mar lejano contra la riba, y siguió buscando. Al llegar a una loma le pareció que reconocía el punto desde donde el hombre tuerto le había descubierto y se estremeció de nuevo al recordar su risa. Descendió entonces seguro de encontrar la farola que le había iluminado y una vez allí bajó casi a tientas el camino de piedras. Se hizo a la tiniebla de los muros y descubrió la verja tras la que había desaparecido la vieja. Reconoció el lugar exacto donde había luchado con el perro y encendió una cerilla, pero no había nada en el suelo. Recorrió la cuesta apurando las cerillas que quedaban hasta quemarse las yemas de los dedos y tampoco encontró la cartera. Alguien había pasado antes que él y se los había llevado, y además había allanado el terreno porque no había la menor huella y parecía tan virgen como la arena del desierto tras la tormenta. Y como si hubiera descubierto testigos ocultos de su propio terror se sintió vigilado y amenazado y precipitadamente, después de haber mirado por última vez el suelo vacío, echó a correr cuesta arriba y no se detuvo hasta llegar a lo alto del promontorio. Jadeaba aún cuando, sin dejar de escrutar los ruidos de la noche, se sentó en una piedra y apoyó la cabeza en un muro en ruinas. El aire era allí ligeramente más perceptible pero no logró desvanecer la inquietud que le agobiaba desde el atardecer, cuyo origen había atribuido a la asfixia del calor y a la lucha con el perro, incrementada ahora por el temor a ser descubierto. El mar en calma debía de estar muy por debajo. No podía verlo pero a lo lejos oía el choque acompasado y tenue del agua contra la roca.
Una estrella rasgó el cielo hasta extinguirse donde debía de estar el horizonte. Es verdad que en el verano caen las estrellas, pensó con indiferencia, pero siguió su recorrido y luego el de otra y otra más. Clareó levemente en toda la atmósfera y aparecieron las líneas del horizonte marino y el contorno más oscuro aún de la costa a su izquierda hasta que le envolvió la luz difusa de la mágica claridad de la noche. Tras la loma apareció una tajada de luna sin fulgor ni expansión. En algún lugar volvieron a sonar las campanas oxidadas y en el aire saltaban de vez en cuando atisbos de voces que se perdían en la lejanía. Poco a poco, en el fulgor de aquella noche solitaria bajo un cielo que parecía ampararle sólo a él, el tiempo adquirió un ritmo distinto del que marcan los relojes, distinto incluso de la morosidad que adquiere al navegar. Y recordó otra vez a la muchacha de la mezquita pero no su rostro, que no lograba precisar oculto bajo la trama del olvido que sin embargo amparaba y atenazaba la confusión en que le había sumido el perro y su desaparición y la prueba concluyente de su delito, sino, quizá como recurso por anular la angustia, por escapar del terror en que se encontraba, el inaplazable deseo de reanudar la historia a partir del momento en que la había perdido, como si el tiempo transcurrido desde entonces hubiera sido un paréntesis demasiado largo que quisiera cerrarse ya y permanecer oculto e inamovible en un rincón soterrado de su vida. Era su historia la que había quedado inconclusa, no la de la chica.
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