Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Entonces enardecidos por estar de nuevo juntos salían a la calle y acababan con el presupuesto que tan concienzudamente habían planeado para que les alcanzara el dinero hasta fin de mes. La llegada de Andrea no había mejorado la situación y por más que él trabajaba en todo lo que encontraba y durante semanas no llegaba a casa más que a dormir, a caer rendido a su lado para levantarse al alba otra vez, pronto terminaron con los ahorros de ella reservando por intocables la suma de los billetes que iba a necesitar para pasar las vacaciones con los hijos.
Le habría gustado preguntarle por qué su marido no le había dado dinero, ni sus padres, pero no se atrevió y le pareció comprender lo que había ocurrido cuando ella sin más comentario le recordó un día que venía de un país donde todavía el adulterio de una mujer se castigaba con tres años de cárcel y el del hombre con tres meses.
– ¿De dónde has sacado eso? -preguntó Martín.
– Así era cuando me fui. Siguen vigentes las leyes de la dictadura y aunque se dice que todo esto va a cambiar con la ley del divorcio, a mí ya no me alcanzará. A fin de cuentas no soy yo la que tiene los hijos.
Y por la indiferencia de su voz al hablar de ellos, que nunca modificó ni dulcificó y en la que jamás dejó un resquicio que diera pábulo a la queja, la nostalgia o la confidencia, le pareció comprender que las cosas efectivamente no habían ocurrido como ella pretendía. Pero de nada sirvió que indagara directa o indirectamente, nunca supo más de lo que entre sollozos le confió la noche de su llegada. Lo mismo ocurrió con el trabajo al que apenas se refirió dando por sentado que no le habría sido posible continuar en una empresa que pertenecía en buena parte a Carlos. Había venido con una serie de cartas de recomendación para altos cargos en los periódicos a los que se dirigió en busca de trabajo aunque sin éxito. Una periodista, dijo, tiene poco que hacer en un país de habla distinta y después de varias semanas de visitas infructuosas abandonó el intento. Al principio dedicó las horas a pintar el apartamento y los armarios, luego paseó por la ciudad, incluso fue a un ciclo de conferencias que organizaba un grupo feminista del barrio, pero acabó consumiéndose en casa. Pronto entró en ese estado de ánimo de desgana y aburrimiento, en que no se tiene aliento para descubrir y sucumbir a las grandes tentaciones ni voluntad para resistir a las pequeñas. Así, dormitaba del sofá a la cama alegando males con que justificarse ante sí misma y alternaba los periodos en que no hacía sino comer cacahuetes con los de regímenes brutales para adelgazar los kilos que había engordado. Y durante días enteros ni siquiera se levantaba más que para bajar al buzón a la hora en que se repartía el correo y como no encontraba la carta que esperaba se metía de nuevo en cama con la decepción escrita en el rostro y de un humor que, aparte de Martín, apenas tenía a nadie contra quien descargar.
– Se te va la vida durmiendo, Andrea -le decía él cuando a veces a media mañana volvía a casa a cambiarse o a buscar algo olvidado y la encontraba todavía entre las sábanas, aunque durante los cinco minutos que se acurrucaba a su lado no dejaba de pensar que de algún modo ella tenía poco más qué hacer que esperarle como le había ocurrido a él aquel invierno en Barcelona. Y no queriendo atosigarla ni añadir más dolor aún a su cautiverio o a su exilio, confiaba en que todo pasaría un día como había ocurrido con él, y cuando la crisis era más aguda, no bastándole con esa Andrea que a veces le era difícil reconocer, se consolaba soñando con ella, pero no con la de ahora, la que había llegado derrotada y desnuda, sino la suya, la que recobraría un día la audacia y el buen humor, la que él había dejado en Barcelona, y llevado de la inercia de su fantasía llegaba a veces a tal confusión que no habría podido decir cuál de las dos alimentaba a la otra. Al verla ausente, triste y sabiendo que por más que él preguntara permanecería en silencio, dejaba las ganas de insistir para más tarde, para la noche, con la convicción de que en cuanto entrara en el sueño ella habría de escucharle y responderle.
– ¿De qué me sirve estar en Nueva York si no tenemos dinero para ir a ninguna parte? -se justificaba ella cuando él le recordaba lo hermosa que era la ciudad a pesar de todo-. Ni siquiera puedo pasear -se lamentaba-, está nevando todo el día.
Y era cierto. Fue un invierno largo y tan frío en Nueva York que cuando salía a la calle las lágrimas se le helaban tras las gafas. Sin embargo así siguió también al llegar la primavera. En verano se fue por un mes a pasar las vacaciones con los niños. Volvió morena y feliz pero la alegría apenas duró unas semanas, y por más que hacía esfuerzos por que ella le hablara no logró arrancarle ni siquiera una confidencia, y por temor a que con su insistencia la hiciera sufrir más, callaba.
Llevaban ya más de un año juntos cuando un día al volver a casa la encontró llorando. Tenía cabellos mojados pegados a la frente y sin haberse acabado de vestir daba bandazos de la pared al sillón. En un traspiés cayó sobre él y al colgársele del cuello le llegó una bocanada agria de taberna.
– Tengo vértigos -dijo intentando enderezarse y sin poder reprimir los sollozos y los hipos.
– No tienes vértigos, estás borracha.
Fue la primera de una infinidad de veces y aunque con el tiempo el vértigo se hizo crónico y se manifestaba incluso cuando estaba sobria, ya no le fue posible poner en duda que una cosa era resultado de la otra, y cuando ella se agarraba a una barandilla y hacía ese gesto de cerrar los ojos para no ver el abismo que se abría a sus pies lo tomaba como una afrenta, se le nublaba la vista y la inteligencia y de nuevo surgía el resentimiento, porque no podía comprender cómo había dejado todo lo que tenía para venir a Nueva York a convertirse en una alcohólica. Y una vez más se ponía en marcha el mecanismo que ni quería ni podía detener: salía de casa dando un portazo y la llamaba desde una cabina para decirle que no iría a cenar, que necesitaba aire. Y cuando volvía al amanecer sin haber hecho nada por borrar el olor foráneo que desprendían sus manos y su cuerpo, ella le miraba y no veía en su vacilación sino el calor de la cama que acababa de dejar. Y esa visión la cegaba. Se envalentonaba y primero con circunloquios y más tarde directa y brutalmente, le requería a decir la verdad, como el acusador seguro de conocer la culpa del interrogado, con tal ferocidad -más por la ocultación y la contumacia que por la infidelidad, repetía una y otra vez enardeciéndose paulatinamente- que no lograba sino convertir su silencio en una losa.
– Dilo, dilo ya, no te gusto. Sólo te gustan esas imbéciles, esas escuálidas niñas…
¿Cómo iba a decírselo si no era cierto? Y aunque así hubiera sido, ¿cómo iba a decir nada, él que nunca había hablado demasiado y que incluso para decir te quiero en las tardes soleadas del primer verano junto al mar, cuando estaba seguro de que el mundo comenzaba y acababa en ella, no sabía hacer otra cosa que mirarla y escucharla y apretar la mano que había dejado caer y jugaba en el suelo con las piedras?
– Nunca dices nada -le recriminaba ella entonces con una dulzura que no escondía reproche alguno. Y se hacía un ovillo junto a él y él se dejaba envolver por un vaho de ternura y de complicidad que colmaba la totalidad de los sueños y esperanzas que había acumulado desde que tenía uso de razón.
Aquellos ojos dulces se habían transformado en inquisidores a la caza de una culpa que había de darle a ella la razón. Y su risa cantarina se había convertido en una cascada de reproche y de rencor. ¿Dónde había quedado todo aquello? ¿Cuándo se había torcido y por qué? Lo que estaba a favor se había vuelto en contra, lo que habían sido dones se convertía en amenazas. ¿Sería el matrimonio o la vida en común un laboratorio maligno, una alquimia infernal? ¿O un juego a dos bandas que exigía maestría y paciencia para aguardar cada uno su turno? Porque cuando ella se hubiera apaciguado y la viera sumida en la decepción y el dolor, cuando ya no hubiera en sus ojos crispación sino sólo desconcierto, se desmoronaría el reducto de silencio tras el cual se había acorazado y confesaría entonces y la seduciría de nuevo -más enardecido cuanto más ofendida ella, más porfiado cuanto más lejos estuviera de rendirse otra vez.
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