Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Tenía la camisa empapada y los cabellos se le habían pegado a los ojos. Los apartó con la mano llena aún de tierra y vio entonces a la vieja, que salía de la huerta arrastrando por el suelo los harapos con la misma deteriorada e indiferente majestad y cantaba al mismo compás su insistente melodía. Y como si no hubiera hecho más que entrar por una puerta y salir por otra después de un rodeo inútil por el interior del huerto, pisó las piedras ensangrentadas y pasó junto al perro postrado sin mirarle, sin verle quizá, ni advertir la presencia del hombre sudoroso y desencajado que la contemplaba. Ni parecía haber reparado tampoco en el crepúsculo que había dejado la calle con una luz tenue, somera, opaca donde no había más brillo que aquellos ojos de agonía en un último e inútil esfuerzo por mantenerse abiertos. Ascendió por el camino arrimada al muro deshecho, y cada vez más confundida con la penumbra torció por un atajo y se deshizo como una sombra más.
Cuando hubo desaparecido se presionó las sienes y cerró los ojos. Después se puso a caminar en busca de luz. Le dolía la herida y cojeaba pero no se detuvo hasta llegar al final de la cuesta bajo una escueta y macilenta farola colgada del alero de una casona en ruinas. No se oía más que el chirrido de los grillos en el calor de la noche. No se veía a nadie, la calle estaba desierta y el muelle quedaba lejos aún. La herida sangraba aunque parecía haberse secado en parte, la limpió con el pañuelo que sacó del bolsillo y lo dobló en diagonal para vendar la pierna y restañar la herida. Luego desenrolló la vuelta de los pantalones y una vez oculto el vendaje se quitó las manchas de sangre de las manos con hierba seca. A la luz del mechero se dedicó concienzudamente a buscar otros rastros: sólo encontró un par de gotas en el pantalón, que frotó con tierra para cambiarles el color, y al restregar la suela de los zapatos contra las piedras se levantó un polvo seco que le hizo toser. La angustia había cedido y también la excitación, y se disponía a ponerse en camino otra vez presionado por una urgencia inmitigable de alejarse del lugar, cuando en lo alto de la loma una figura recortada en el firmamento, vagamente manifiesta sobre la oscuridad que le envolvía, estalló en una secuencia de carcajadas cuyo eco diáfano no obstante las superponía encadenándolas y multiplicándolas hasta retumbar contra los muros y perderse temblando por las calles sembradas de pedruscos. Saltó un lagarto asustado o una piedra se desprendió por el estruendo y graznó indignada un ave oculta en un matorral invisible, y el hombre sacudido por la violencia de su risa espasmódica echó hacia atrás la cabeza. Sólo entonces lo reconoció por el brillo ciego de su ojo de cristal.
No fue sólo el eco de aquellas carcajadas quebradas y virulentas sino tal vez el miedo o la vergüenza lo que le hizo huir de esa imagen acusadora; bajó a trompicones por un camino que estaba seguro de no haber visto antes, guiado por el olor a salitre, más denso aún por el bochorno que con la caída de la noche había llenado la bahía. Cuando salió al muelle la cantinela de la mujer, los ladridos del perro y las risotadas del hombre se sucedían aún a su espalda. Se volvió pero sólo oyó el tañido sin cadencia de una campana perdida.
Aunque esa parte del muelle estaba a oscuras, en el café del puerto, cerca de donde habían amarrado el Albatros , se habían encendido algunas luces y por un instante olvidó los esperpentos que acababa de dejar. Siguió caminando sin excesivo dolor, sofocado todavía aunque se daba cuenta de que el corazón recobraba muy lentamente su ritmo habitual porque en algún lugar de su conciencia seguían retumbando las carcajadas del tuerto. Y en la tortura y la confusión de voces y ruidos cuyo origen no podía descifrar se repetía una y otra vez para convencerse: ¡Sólo he matado a un perro! ¡No he hecho más que matar a un perro! ¿Qué me ocurre? El mundo no ha avanzado moralmente desde la edad de las cavernas ¿quién puede negarlo?, ¿no viven tranquilos los poderosos y sin embargo lanzan impunemente a la muerte a decenas de miles de personas a veces sólo por vender más unidades de un producto inútil, o los que en nombre de la libertad o la moral, torturan, matan y destruyen? Y ellos en cambio no conocen la angustia, ¿no les vemos acaso todos los días, fatuos y satisfechos de sí mismos, recibiendo honores y repartiendo prebendas, sin el más leve asomo de remordimiento ni compasión?, ¿por qué habría de tenerlos yo?, ¿por qué yo? Echó a correr tambaleándose como la vieja que quién sabe dónde estaría ahora, perseguido aún por esa risa que se iba incorporando al tañido dislocado de la campana que incrementado y alimentado por sí mismo atronaba la bóveda de los cielos, decididamente negra ya y tachonada de estrellas y constelaciones cuya impasibilidad y permanencia no alcanzaron a postergar el oculto escenario de su ruindad. Se detuvo al llegar al antiguo mercado y se agachó para buscar el hilo de agua del caño. Se limpió las manos y la cara y bebió con fruición atragantándose y en tal cantidad que el estómago lleno de aire comenzó a revolverse y gemir. A los diez minutos se peinó con la mano y examinó escrupulosamente los pantalones, la camisa y su aspecto en una puerta cristalera sin visillo. Apenas podía verse pero esa sombra de sí mismo le tranquilizó. Luego se sentó en un mojón e intentó recobrar el aliento y la calma. Desde donde estaba, en la oscuridad, podía ver todo cuanto ocurría a pocos metros, en la plazoleta, con la seguridad de que nadie le descubriría. En una de las mesas, Leonardus, Andrea y Chiqui comían patatas cocidas, pimientos asados y bebían cerveza. Se les había unido Giorgios, el dueño del local, todavía con el mandil puesto y Pepone, el barquero, que liaba su cigarrillo sin dejar de hablar. Leonardus parecía repuesto del calor, llevaba una chilaba limpia y debía de haber tomado una ducha porque tenía todavía el pelo mojado. Fumaba sin parar y resonaban en la noche sus risotadas. Se habían encendido algunas lámparas y en la mesa de al lado cuatro o cinco pescadores vociferaban, tal vez ebrios ya. Alguien había puesto en marcha en un cascado aparato de música una canción cuya melodía sonaba agrietada y apenas reconocible. Leonardus hizo un gesto impaciente a Giorgios y casi coincidiendo con él cesó la música, mandolina, guitarra, quién podía saberlo. Y en el silencio brotaron otra vez precisos los golpes de las fichas de hueso sobre la mesa de mármol y delimitadas las voces y el ruido de las sillas. Chiqui vestía unos pantalones tan rojos y tan apretados que estaba congestionada por el calor o quizá fuera la vehemencia con que repetía su afirmación: «Todos los hombres engañan a sus mujeres, todos».
– ¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó Leonardus riendo.
– Porque las engañan conmigo -respondió y dirigió el gesto y la mirada a su izquierda.
– ¿Todos? -preguntó Andrea con sorna.
– Los suficientes -y había en su voz más que descaro, desafío.
Martín dejó de escuchar. No quería ver la cara de Andrea, la conocía bien, cuando Chiqui le dedicaba sus discursos -no te pongas filosófica, le decía Leonardus, tú no estás hecha para la reflexión, y le daba esas palmadas en el muslo que tanto la molestaban-. Andrea se quedaba callada y un tanto inquieta y Chiqui la miraba de soslayo con tal seguridad que era difícil no percibir en el gesto la indiferente satisfacción de la victoria. Siempre ocurría así, sobre todo desde la escena de los delfines que se había producido hacía cuatro o cinco días: serían las seis de la tarde cuando después de un prolongado baño entre dos islas, navegaban al atardecer con el motor al ralentí. Tom, que seguía amarrado a la rueda del timón, gritó de repente: ¡Delfines! ¡Delfines! Salieron él y Leonardus de la cabina donde se habían refugiado del sol de poniente esperando la hora del whisky; Chiqui asomó con la cabeza a medio lavar por la puerta del cuarto de baño y en cuanto comprendió de lo que se trataba subió corriendo a cubierta donde ya Andrea contemplaba cómo los delfines se retorcían y retozaban contra la roda para esconderse después y nadar bajo el agua a la misma velocidad del barco, y cómo se zambullían de nuevo dando saltos, siguiendo su ritmo. De vez en cuando uno de ellos se alejaba y parecía huir pero volvía otra vez al mismo punto. Al rato se fueron todos, cansados probablemente del juego, y los vieron nadar aún en la distancia atentos al Albatros . Entonces Chiqui se situó en el punto más alto de la proa y con los dos dedos de cada mano presionando la lengua contra el paladar, primero con suavidad, luego con más fuerza, emitió un silbido agudo y prolongado que repitió varias veces. Como si hubiera comprendido la llamada uno de los delfines volvió y se arrimó de nuevo a la amura de estribor. Siguió silbando con insistencia y luego se detuvo y esperó convencida de que los delfines la habían comprendido y habían de volver. Y efectivamente llegaron uno tras otro y se revolcaron en las olas que abría la proa y se volvieron a marchar respondiendo al juego. Chiqui se había bañado durante horas por la mañana y después de comer, y no había hecho más que tomar el sol desde que había comenzado el viaje, y como había salido del baño precipitadamente se había recogido el pelo en una toalla en forma de turbante monumental, sólo vestía la pieza inferior del bikini, chorreaba aún del agua de la ducha, le brillaban los ojos, y así de pie, casi de puntillas -altísima y con los dedos en la boca para arrancarle el potente silbido- parecía un mascarón vivo, un domador mítico al que obedecían los seres del mar. Y no sólo reinaba sobre los delfines sino sobre los cuatro que asistían fascinados al espectáculo del juego inocente y soberano que ella misma había inventado bajo la bóveda del cielo sin límites a esa hora del atardecer que arrastraba semanas enteras de bonanza. Andrea debió verla tan viva y potente, tan lúdica en su apasionamiento y entusiasmo y tan eficaz en el juego, que no pudo resistirlo: se agarró a los obenques para no caer y se precipitó a popa tropezando con tensores, escotas y guías, bajó las escalerillas, se metió en su camarote y se echó sobre la cama sin ni siquiera cerrar la puerta para esconder los sollozos. De celos, de envidia tal vez, o de pena por la muchacha que fue, que había sido, la que arrastraba despreocupadamente su triunfo y exhibía la convicción de que el mundo la adoraba y los dioses le habían concedido todos los dones de la tierra.
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