Rosa Regàs - Azul

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Premio Nadal 1994
Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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Desde su asiento, apoyada la espalda en el tambucho, Martín tenía las luces del pueblo de cara y apenas podía ver más que la silueta de Andrea desnuda, su cuerpo borroso como un sueño y la barbilla levantada para descifrar la oscuridad que se abría desde la proa hasta el horizonte. Cuando al doblar el cabo que cerraba la bahía salieron a mar abierto apareció la luna, y la visión fantasmagórica de la mujer fue adquiriendo forma hasta convertirse de nuevo en un ser tangible que tenía al alcance de la mano.

El amanecer les sorprendió en una cala cerca del cabo de Creus donde habían fondeado hacía un poco más de un par de horas. Habrían dado la vida por un vaso de agua y a la brutalidad de la primera luz que no había logrado devolverles el sentido de la orientación y del tiempo, los dos tenían la cara desencajada, los ojos rodeados de sombras y la piel temblorosa. Tienes la piel lisa de los asiáticos y los africanos, decía ella y recorría con los dedos la barbilla, y él: ¿hasta cuándo me vas a querer?, tomándola por las palabras que había pronunciado aquella noche, ¿hasta cuándo?, para arrancarle una promesa, un compromiso, para alargar en el futuro el incipiente presente de esa noche mágica. ¿Hasta cuándo me vas a querer? Ella hizo un gesto evasivo con la mano y le lanzó una mirada que le devolvía la pregunta, como si hubiera querido decir, eso depende de ti o a ti me remito o, como llegó a pensar alguna vez, hasta donde tú estés dispuesto a soportar.

Martín volvió a la ciudad en el coche de línea del mediodía después de que hubieron tomado un café en la terraza del bar de la playa, cegados por la luz del sol que había salido aquella mañana más contundente, más mortificante, más intenso, y Andrea en contra de lo previsto le siguió por la noche del día siguiente en su coche y le llamó nada más llegar con una voz todavía sorprendida, premiosa y suplicante que no le había oído más que en la oscuridad del tambucho de la Manuela , donde tuvieron el resto del verano su punto de encuentro más allá de la medianoche. Para siempre el olor a salitre habría de quedar unido en su memoria al primer paso de esa relación imprevista, desordenada, que habían iniciado sin objetivo, sin camino casi, libres pero sin rumbo como voces errantes a la deriva, y que había de interrumpirse un año más tarde cuando ella planteó una ruptura de la que, tal vez para paliar esa injustificada separación, tal vez para asegurar su conclusión definitiva, tenía previstos todos los detalles.

Pero por una de esas imprevisibles trampas del tiempo, aquellos meses del inicio -como una edad de oro recuperable o por lo menos repetible- ocupaban mucho más espacio en su memoria que los años que les siguieron en que se mezclaron y confundieron las horas vacías, los proyectos dejados a medias y las desavenencias y reconciliaciones y su complicada evolución sustituidos día a día por otras que borraban las anteriores sin dejar apenas más rastro que el de ir avanzando en el inexorable camino hacia la rutina y el reproche, sin comprender tampoco cómo iban llegando a él, igual que los padres no pueden recordar el rostro de su hijo suplantado en cada instante por el nuevo, de tal modo que si una fotografía no hubiera inmovilizado en la memoria la imagen de una expresión determinada o no contaran con el recuerdo fosilizado de la narración repetida hasta la saciedad, no podrían rememorar el rostro ni el proceder del niño que contemplaron durante tantas horas.

Aquel primer año, en cambio, había quedado tan petrificado en el recuerdo que nada ni nadie había podido suplantar ni borrar ni desfigurar. Era capaz de recordar con detalles y pormenores cada una de las veces que se habían visto durante el verano, el brillo de una mañana no se confundía con el de ninguna otra de las muchas que se había sentado en el bar de la playa a esperarla -el pueblo vacío aún, las barcas inmóviles sobre el mar plateado que se despertaba bajo el pálido sol apenas desgajado del horizonte, una mujer barría frente a la puerta y regaba después rociando el suelo con la mano y el brillo perdido de alguna ventana al abrirse cruzaba como un rayo la bahía-. La reconocía por su forma de andar en la lejanía cuando doblaba un recodo del muelle, un poco echadas las caderas hacia adelante, con esas camisas blancas que siempre eran las mismas y ese cabello exagerado y rizado como largas virutas de metal, mientras aspiraba el aroma de los primeros cafés de la máquina y el chorro de aire imitaba una locomotora de juguete. Y ese inmitigable deseo de volver a verla apenas había desaparecido, tan intenso y que conocía con tal precisión y esperaba con tal temor que a veces asomaba antes incluso de que ella se hubiera ido -la espalda tan expresiva o más que su rostro- apremiada por unas obligaciones a las que sin embargo parecía no otorgar ninguna importancia, quizá para tranquilizarle a él que vivía atemorizado por la existencia y la posible e imprevista llegada de un marido al que no había vuelto a ver, y afloraba con tal fuerza que acababa confundiendo la presencia con el anhelo, fundidos ambos en un artificio que apenas podía desterrar el contacto o la voz o la seguridad de saber que estaba ahí mismo.

No hay más complicidad que la de la madre con su hijo en los primeros meses y la de los amantes durante ese periodo en que no es posible dilucidar dónde comienza la piel del uno y termina la del otro, o el calor, y donde se funden los personajes y adquieren alternativamente el papel uno del otro y a veces ambos el mismo confundiéndose en la añoranza del que han dejado desasistido y sin ropaje. Todo lo demás son transacciones, pensaba Martín.

Y tal vez porque vivía sumergido en esa inexplicable trabazón no atinó a pensar hasta mucho después que la facilidad con la que lo había seducido y el sosiego con que se desenvolvía ella en esa nueva situación por fuerza habían de suponer un pasado tumultuoso que le convertía a él en el simple eslabón de una cadena en la que prefería no pensar. Porque ¿cómo estar seguro de que, protegida por una coraza de bienestar y seguridad, estaba apostando lo mismo que él?

A la hora de cenar, aquel primer domingo solos en la ciudad, no hubo lugar a preguntas. Ninguno de los dos, envueltos ambos en una misma aureola de ternura y de cansancio, podía apartar los ojos del otro ni dejar el contacto de sus manos sobre la mesa y de las rodillas bajo el mantel como si les quedara todavía un punto del cuerpo que no hubiera entrado en contacto con otro del otro cuerpo. ¿Dónde estaba la separación, se preguntaba Martín anonado sin reparar en la fuente de gambas que al cabo de una hora, obedeciendo a un gesto de Andrea, se llevó intacta el camarero? No fue hasta más tarde, en las largas horas de espera que definirían el invierno lluvioso que siguió, cuando habría de intentar descubrir el misterio que había tras aquella mujer alegre y desenfadada, pero tan cauta, tan reservada, capaz de crear una intimidad tan profunda y al mismo tiempo tan poco dada a la confidencia, que hacía incomprensible su modo de proceder. Sin embargo en raras ocasiones se atrevió a preguntar, no sólo porque temía que ella le impusiera sin ambages la barrera que tácitamente había levantado desde el primer día, sino porque algo le decía que esos eran otros usos y costumbres, distintos de los que él conocía, donde no quedaban en absoluto delimitados la juerga, el placer, el trabajo, la fidelidad y la vida social. Había caído en un lugar donde no parecía haber diferencias entre una cosa y otra y donde no forzosamente el amor ilegítimo era vergonzante ni tenía por qué ser infidelidad. Le costaba entenderlo porque había sido educado y había vivido de otro modo, y nada estaba más lejos del hogar cerrado, ceñudo casi, que él había conocido, ni ese entresijo de relaciones en el que ella se movía tenía nada que ver con las escasas visitas que se acercaban por la casa del molino, y menos aún la de Sigüenza, donde apenas conocían a nadie. Y en los pocos meses que llevaba en la ciudad había sido testigo de comportamientos tan libres y despreocupados que de no haber ido acompañados por la sonrisa y la indiferencia habría creído que anticipaban verdaderas hecatombes.

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