Rosa Regàs - Azul

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Premio Nadal 1994
Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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Al pasar frente a la antigua lonja, un atrio sostenido por melladas columnas de mármol con los mostradores del pescado conservando aún el orden circular y las mesas laterales arrimadas a las paredes, se detuvieron y entraron. Olía a pescado seco y a sebo. Resonaron las voces en la bóveda vacía y se arrastraban las palabras, desprendidas de sus ecos, por la superficie marmórea de los antiguos mostradores. Una golondrina desbarató el silencio y fue a esconderse en su nido en la viga más alta.

Al hacerse a la oscuridad descubrieron en un rincón un hombre sentado en el suelo, apoyada la espalda en una columna y la cabeza doblada sobre el pecho. Estaba inmóvil envuelto en un trapo y los pies descalzos asomaban por debajo. Junto a él, desplegado sobre las losas, un paño oscuro mostraba una colección de objetos diversos. Andrea y Chiqui se acercaron a curiosear: un pequeño cajón con postales amarillentas de la isla en épocas de antiguos esplendores, cartones cortados a mano con zarcillos, aros, cuentas de colores, collares, cajas de cerillas y una caja de cartón llena de cintas elásticas de todos los colores.

– ¿Qué son esas cintas? -preguntó Chiqui y levantó la cabeza sorprendida por el cercano eco de sus propias palabras.

– ¿Qué son esas cintas? -repitió en voz más baja.

El hombre se desperezó y sin mostrar intención ninguna de incorporarse, levantó hacia ellos la cabeza un poco ladeada y les miró con un solo ojo: el otro, mucho mayor, estaba fijo e inmóvil, era blanco y lo mantenía abierto sin ningún rubor. Luego tomó una cinta con la mano y con gestos les indicó que era una cinta para sostener las gafas.

– ¿Tan corta? -preguntó Chiqui, que sólo había visto los largos cordones que utilizaban Leonardus y Andrea.

– Éstas son para navegar, se mantienen fijas las gafas aunque te zarandee el temporal. Son las que utilizan los marinos -dijo Andrea y se volvió sonriendo hacia Martín.

– No tengo este modelo -añadió-, debe de ser el único que me falta. -Volvió a sonreír y mirándole como si se refiriera a un secreto que compartían escogió una de color azul, y mientras él intentaba descubrir el precio de la compra en dólares que el hombre le reclamaba, sacó las gafas oscuras de la cesta y comenzó a pasar las varillas en los ribetes que formaban los extremos de la cinta.

Nunca había logrado saber hasta qué punto necesitaba las gafas porque podía estar durante horas sin ellas y en cambio de repente era incapaz de continuar lo que estaba haciendo si no las encontraba. Y aunque preguntaba siempre si alguien las había visto bien es cierto que jamás esperaba una respuesta. Tal vez por eso creyó entender desde el principio que no eran sino un pretexto para dar por terminada una conversación que había comenzado a aburrirle o para cambiar de grupo cuando quería estar en otra parte, a veces precisamente donde se encontraba él. Pero a medida que fueron pasando los años era cada vez más evidente que las necesitaba, sobre todo de noche, aunque siguiera sin llevarlas y las perdiera y las buscara después, pero en contra de lo que podía parecer no para esconder su miopía sino porque no había acabado de convencerse a sí misma de cuánto las necesitaba.

Desde que le había dejado solo en la terraza aquel primer día, deshaciendo la figura lánguida a la que él habría querido contar su historia, no podía recordar las veces que se había repetido la escena. Y cuando aquel mismo verano, exactamente el viernes de la semana siguiente, volvió a la casa de la playa con Federico, que había sido emplazado de nuevo por Sebastián, le llevó una cinta azul con dos arandelas para sujetar a las varillas de las gafas y poder llevarlas colgadas del cuello.

La había guardado en el bolsillo del pantalón y tenía la mano dispuesta para dársela en el momento en que pudieran quedarse solos en la terraza como había ocurrido la semana anterior. Había imaginado ese encuentro desde el instante en que ella acudió a la puerta por la tarde a despedirse de ellos a toda prisa porque Federico tenía que estar temprano en la ciudad esa noche, y aunque a lo largo de la semana desde su repentina soledad había aguzado el oído para descifrar las palabras que pronunció al darle la mano y él había perdido entonces, o para confirmar las que no había sido capaz de creer que había oído, no estaba seguro de que ella hubiera susurrado exactamente, vuelve pronto por favor. Quizá sí había dicho vuelve pronto y lo que no había comprendido fuera por favor, lo cual le llevaba a suponer que ella, de un modo u otro, le estaría esperando, aunque tampoco ese convencimiento servía para tranquilizarle sino todo lo contrario: le temblaba la mano en el bolsillo y le fallaba la voz cada vez que intentaba hablar. Pero había pensado tanto en la forma en que ocurriría, quizá para que no le traicionara la timidez y el nerviosismo, que estaba seguro de que en cuanto llegaran a la casa Federico y Sebastián se enfrascarían en sus papeles, y entonces él saldría a la terraza y desde la sombra del toldo, en una posición entre indolente y abstraída de la que había previsto incluso el detalle de cómo iba a apoyar la mano en el barandal, se echaría el pelo hacia atrás igual que le había visto hacer a ella y, como si saliera de las profundidades de su ensimismamiento, levantaría la mano con una cierta sorpresa pero con absoluta naturalidad en cuanto ella dejara de nadar y le llamara a gritos haciendo bocina con las manos:

– ¡Eh, Martín, eh! -La estaba oyendo.

Pero casi nunca ocurren los hechos como los habíamos imaginado porque la situación sobre la que montamos nuestras previsiones responde a elaboradas fabulaciones que se fundamentan sólo en la fantasía y nunca tenemos en cuenta el deseo y el anhelo que cambian el sentido y ocultan o enmascaran a su conveniencia lo esencial y lo palmario. Y aventuramos un quimérico devenir partiendo de premisas casuales, parciales y siempre inexactas, y después achacamos al destino o la fatalidad la falacia de nuestro vaticinio.

No apareció durante el día y él, que seguía estrujando la cinta en el bolsillo, cuando creyó que su impaciencia había llegado al límite y que ya no podría resistir un minuto más sin saber a qué atenerse, a pesar de que no se oía el más leve chapoteo y de que ya era noche cerrada señaló un punto invisible en el mar y preguntó en el tono más natural que le permitió su voz deshecha por los cigarrillos que no había dejado de fumar en todo el día: «¿No es Andrea la que llega por aquella parte?».

– No -respondió Sebastián y levantó extrañado la cabeza hacia la terraza-. Andrea ha ido a la montaña a recoger a los niños, que han pasado unos días con los padres de Carlos. Llegarán mañana -dijo-, y Carlos con ellos, supongo. Carlos es su marido, tú le conoces… -y se dirigió a Federico para acabar de contarle sobre Carlos lo que él ya no fue capaz de oír.

En las quimeras y sueños de la semana, en sus reminiscencias y conjeturas, en la construcción de los futuros utópicos y las biografías que le habían ocupado tanto tiempo, en los proyectos que había de realizar y los obstáculos que había de vencer, en las escenas imaginadas, edulcoradas, perfeccionadas, reales casi de puro vivirlas y revivirlas a todas horas, lo único que no había previsto era unos niños y un marido.

Siguió mirando fijamente la oscuridad del mar y se dedicó a revisar una a una las luces de tope de las barcas fondeadas para tranquilizar así su confusión y salir del desconcierto, del mismo modo que la persona irritable, consciente del rapto de furor que está por asomar, cuenta hasta diez antes de hablar para darse a sí misma el tiempo necesario de recobrar la calma y a la situación sus verdaderas dimensiones.

La cinta azul permaneció en el bolsillo, pero como si el conocimiento de esa nueva circunstancia le hubiera desarmado y tranquilizado a un tiempo dejó de estrujarla y casi la olvidó. Y cuando a la mañana siguiente tumbado solo en la playa se preguntaba con una cierta melancolía qué sentido tenía ahora el curso intensivo de natación al que se había apuntado y al que ya había asistido con terror todos los días de la semana para intentar aprender antes de que ella pudiera darse cuenta de que apenas sabía nadar, olvidó también que podía llegar precisamente en aquel momento. Y así fue. Irrumpieron en la playa por la puerta por la que ella había desaparecido el sábado anterior dos niños desnudos de unos cuatro o cinco años, tan rubios y tan iguales que se quedó absorto mirando sus gestos repetidos, el mismo color pajizo de los cabellos, la misma forma de andar dando tumbos por las piedras, la misma mirada fija en él al principio y luego, y con el mismo gesto de indiferencia, igual movimiento de sus hombros antes de darse ambos la vuelta para chapotear en la casi imperceptible rompiente de las olas. Y no había tenido siquiera tiempo de reconvertir la situación para adjudicarles el papel de hijos de Andrea, cuando apareció ella con el traje de baño del primer día y, como si fuera lo más natural que él estuviera tumbado en esa playa porque era el lugar que sus designios ocultos le habían adjudicado, con un gesto de apremio pero asomando a la vez en la comisura de sus labios o en la ternura de sus ojos entornados una expresión de burla hacia sí misma quizá o, pensó, hacia él que no lograba adecuarse al tiempo y propósitos de esa mujer sorprendente, le alborotó el pelo con la mano al pasar y le preguntó cuando ya casi había llegado al agua con los niños:

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