Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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– ¿No habrás visto por casualidad mis gafas en la sala, corazón?
Se acordó de la cinta en aquel momento y fue al pretil donde había dejado la ropa, y aunque nada era como había imaginado le embargó una urgencia feroz por dársela, quizá por borrar así la zozobra que le había producido esa inesperada palabra cuya índole no quería dilucidar ahora, ni saber si se debía a la ligereza con que la había dejado caer o a la presunción de dar por consumadas en esa historia más etapas que las que él, en su impaciencia, habría estado dispuesto a aceptar. Volvió hacia ella, que se había agachado sobre las piedras junto a los niños, y sin apartar con la mano el pelo que le caía por la frente, se la alargó y dijo:
– Es para ti.
Tampoco había previsto la mirada de sorpresa ahora al levantar la cabeza, ni el beso breve en los labios asiéndole las orejas, ni que le dejara solo con aquellos niños minúsculos que se adentraban en el agua y se zambullían y se alejaban, ni que se tumbara a su lado después poniendo la cinta en las varillas de las gafas que había recuperado y las dejara caer sobre el pecho, alargando el cuello para ver qué efecto producía ese nuevo e inesperado collar. Y sin embargo todo ocurrió de forma tan natural que esta vez olvidó la existencia del marido.
Lo vio luego, casi a la hora de comer, cuando Andrea ya había vuelto a entrar en la casa.
– Echa una ojeada a los niños, ¿quieres? -le había dicho al irse.
– Pero…
– No te preocupes, saben nadar, y nunca van demasiado lejos. -Y se fue.
Entonces, doblando el cabo que cerraba la playita por el norte, apareció él, solo al timón de la Manuela que avanzaba con tan extremada lentitud que cuando dejó el motor en punto muerto apenas acusó la reducción de velocidad. Fondeó el ancla por la popa y con un par de saltos llegó hasta la proa cuando quedaba hasta el muelle poco menos de una braza que salvó de un salto con el cabo en la mano y se volvió con rapidez para detener la barca antes de que chocara con el espolón. Tiró del cabo de proa, lo lazó sobre una argolla, volvió a saltar a cubierta y corrió a cobrar la cadena del ancla para dejar la Manuela amarrada. Nunca le había visto pero lo reconoció enseguida. Por la seguridad de su parsimonia o de la forma en que levantó la mano y sonrió al saludarle como si las presentaciones ya hubieran sido hechas, o más probablemente porque tenía los cabellos del mismo color pajizo que los gemelos, Adrián y Eloy se llamaban, le había dicho Andrea. Estuvo más de media hora para desarmar el toldo, adujar los cabos, baldear la cubierta, sin prisa alguna ni precipitación, enfrascado en lo que hacía. Cuando hubo terminado subió por la borda a los dos niños izándolos por las manos, luego se sentó en un banco de cubierta, encendió un cigarrillo, puso una pierna sobre la otra y fijó la mirada en algún punto de la costa a babor sin apartar de él los ojos mientras fumaba con calma y una cierta fruición. No era muy alto, pero era fornido y tenía el cuerpo sólido y la piel tostada.
«Yo no soy más que un niño», pensó Martín.
Y no era en verdad más que un niño, un adolescente con un cuerpo todavía sin acabar que había crecido demasiado deprisa y que seguía arrastrando la misma pereza de cortarse el pelo que cuando vivía en Ures y su madre le llevaba a rastras a la barbería cada dos semanas para salir con el cogote rapado y oliendo a colonia de alcanfor. Un pelo claro que ahora le cubría la frente y el cuello de la camisa cuyo color no había acabado tampoco de definirse, igual que no se había curtido la piel y apenas había aparecido una pelusilla de barba en la cara. Tienes la piel lisa de los asiáticos, debes de tener un antepasado asiático o africano, había de repetirle Andrea aquel mismo verano tantas veces que acabó adquiriendo conciencia de su propia singularidad, y se agarró a ella para prevalecer sin desazón frente a todos los privilegiados que le rodeaban, mayores que él, con andares más seguros o torsos más robustos y que, en lugar de sus dos camisas de ciudad cuyas mangas enrollaba hasta los codos para darles un aspecto veraniego que no podía lograr de otro modo, vestían en cada momento la prenda adecuada -el jersey blanco echado displicentemente sobre los hombros al atardecer, pantalones cortos por la mañana y viejos pantalones descoloridos por el uso y el salitre cuando salían a pescar.
Le vio luego a la hora de comer y por la tarde en alguna parte. Era un hombre silencioso pero no adusto y en realidad lo único que no le gustaba de él es que fuera precisamente quien era. O tal vez esa disimulada atención que prestaba a Andrea, una cierta indiferencia en el trato sin que se le escapara un detalle de lo que hacía o necesitaba, igual que los padres pueden atender a los movimientos del hijo mientras mantienen una compleja discusión y sólo intervienen en el momento preciso en que va a caer el objeto que han agarrado o cuando hay que cerrar el grifo o apartarle del enchufe. Y esa forma de ponerle la mano en el hombro, de cobijarla casi, y con la otra llevarse la pipa a la boca con el aire de un profesor de literatura inglesa que hubiera salido a la puerta con su mujer a despedir unos amigos. Se movía por la casa y por la playa con tal naturalidad, dando órdenes y sirviendo copas que, cuando a su vuelta de Nueva York se enteró de que la casa le pertenecía a él y no a Sebastián, comenzó a atisbar la verdadera relación que le unía a su suegro, aunque ni incluso ahora, después de tantos años de vivir con Andrea, podía aún comprender en qué había consistido el vínculo que le había unido a su mujer.
Pero aun así y en contra de los funestos presentimientos que la aparición imprevista de aquel hombre rubio le había hecho albergar ese mediodía en la playa, antes de acabar el mes de agosto había aprendido a nadar con la suficiente habilidad como para, al socaire de la noche, llegar hasta la Manuela donde le citaba Andrea cuando apenas quedaban rezagados en las calles y en los bares los camareros habían comenzado a poner las sillas sobre las mesas, cesaba la música y el pueblo se sumía en el silencio. Lo tomaba con calma y salía de la pensión donde se hospedó los demás fines de semana del verano mucho antes de la hora, por la impaciencia pensaba él, pero en realidad se dejaba llevar de la cautela y, consciente de su inexperiencia, quería tomarse su tiempo para echarse al agua, llegar a la Manuela , fondeada apenas a cincuenta metros del muelle y saltar a cubierta sin testigos, porque nunca estaba seguro de no caer cuando, al agarrarse al mascarón, pusiera el pie en el cáncamo de la roda como le había enseñado ella y se aupara para dar el salto sobre la cubierta húmeda y resbaladiza. Pero casi siempre ella ya estaba esperándole.
Aquél había sido un verano de grandes calores. Ni un solo día entró el viento del norte cuya indomable tenacidad durante siglos había dejado sin vegetación, yermas y escuetas, las terrazas de pizarra que se perdían bajo el mar. A mediodía, cuando los tenderos cerraban para tomarse el tiempo de dormir la siesta en las profundidades umbrosas de la trastienda, no se oía más que los gritos de los niños en las playas, redoblándose su eco en la calina suspendida sobre el mar, y no volvían a levantar la persiana hasta que en el cielo los vencejos piando alborotados salían de la espesura de las grandes catalpas del paseo y rasgaban el cielo anunciando el atardecer. Por la noche el agua caldeada por el implacable sol del día entero era tibia y espesa y al nadar a brazadas para no hacer ruido y mantener alta la cabeza se maravillaba de la fosforescencia que creaban en el mar sus propios movimientos.
La primera vez sin embargo no había ido a nado sino que Andrea le había recogido en la playa. Ocurrió durante el tercer fin de semana. El miércoles no tenía idea aún de cómo ir al pueblo, ni siquiera sabía, en contra de lo que había decidido la primera vez, si realmente podría ir porque Federico estaba de viaje y había un trabajo urgente en las playas de la Barceloneta el sábado por la noche. Pero Andrea, a la que él creía navegando bajo el sol de sus vacaciones de agosto, le había llamado por la mañana desde la ciudad para invitarle a una cena esa misma noche con una pareja de actores a los que después ella tendría que hacer una entrevista. El resto del día se le fue en hacer cábalas y construir proyectos adecuándolos a la evolución de los acontecimientos que siempre parecían venir a desmentir los supuestos anteriores. Se presentó acompañada del amigo de su madre que había comido con ellos el primer día que estuvo en la casa de la playa. Llevaba un chaleco blanco y la corbata ancha con grandes flores chillonas más espectacular aún sobre el inmaculado traje de hilo, la piel morena y el mostacho que le llenaba la cara.
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