Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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– ¿En qué piensas? -repitió Andrea presionando el hombro de Martín que seguía con la vista fija en la plazoleta de la mezquita. La mujer bajo el alero, alta como una sombra lejana como una quimera, desaparecía tras un saliente del muelle.
– ¿En qué piensas? -insistió.
– Son ruinas -dijo él vagamente. Se secó el sudor con la mano y se volvió hacia ella porque sabía que sólo así borraría de su cara la inquietud.
– ¿Qué estabas mirando?
– Nada -dijo él y le pasó la mano por la frente.
También ella sudaba, ella que no se había cansado de proclamar a todas horas con un deje de superioridad en la voz y en el gesto que ni siquiera sudaba en la sauna, indicando con ello que aunque su deseo habría sido sudar como los demás, la naturaleza, su propia naturaleza, no le había otorgado ese don plebeyo. En aquel momento las gotas que brotaban en la superficie de la piel y estallaban en minúsculos puntitos brillantes en todo el cuerpo le daban un aspecto agotado y deshidratado.
El sol había llegado a su cénit y a medida que se acercaban a tierra, la sombra de la roca como un filtro monumental y mágico teñía de color una exigua franja del puerto y daba forma y definición a la primera hilera de casas de paredes pintadas de azul y ocre. Y apareció la pequeña plazoleta que se había hecho un lugar entre ellas con las dos hileras de escuálidas y polvorientas moreras cubiertas apenas de hojas resecas y tostadas, y las dos mesas vacías frente al café cerrado aún y desierto, como todo el pueblo que pese a haber quedado en parte sumergido en la sombra hervía aún por la solana del día. Nadie había en el muelle salvo dos hombres inmóviles de pie junto al agua que parecían esperar la llegada de la barca y de su trofeo. Puertas y ventanas estaban cerradas, no corría el aire, no se oían voces, no había gatos, ni perros, ni niños, ni casi ruidos, ni volaban las gaviotas en la asfixia del mediodía. El tiempo se había detenido y el mundo con él y únicamente la silenciosa caravana se movía en ese lugar vencido.
– Rihno agira, agira -chilló el barquero.
Tom miró a Leonardus.
– ¿Qué dice?
– Que eches el ancla.
Tom pasó de un salto de la popa a la proa y largó el ancla cuando apenas quedaban veinte metros para el muelle. El súbito chasquido contra el agua y el martilleo metálico que le siguió ahogaron un instante el zumbido del motor y se levantaron aleteando enloquecidas las gaviotas del albañal. El barquero lanzó de nuevo el cabo a la cubierta del Albatros que ya perdía la escasa velocidad del arrastre, y una vez liberada su barca dio vueltas y más vueltas atenta la mirada a la inercia del velero como si la exactitud del amarre dependiera únicamente de él y de sus alaridos. Y cuando ya la popa caía hacia el muelle entabló a voces un diálogo con los dos hombres, y con trasiego de cabos y bicheros amarraron entre todos el Albatros casi sin contar con él, como se le hace la cama a un enfermo. Los dos hombres ataron los cabos a los cáncamos del muelle y enrollaron meticulosamente el sobrante, y a una orden del barquero desaparecieron por una calleja estrecha que arrancaba de la plaza.
El barquero apagó el motor y dejó su barca amarrada también, y con una agilidad de mono impropia de su rostro martirizado por las arrugas y de esas piernas delgadas de los ancianos que asomaban por las perneras arremangadas del pantalón, se encaramó por los salientes del muro y saltó a tierra, y sin esperar a que Tom tendiera la pasarela cobró el cabo de popa del Albatros y de un brinco salvó la distancia y se quedó de pie en la bañera donde se habían sentado los cinco sin saber exactamente qué hacer. Tom trajo agua fría, hielo y limones.
Era un hablador incansable, se quitó la gorra varias veces y se la volvió a poner alisándose los cabellos ralos y endebles, luego encendió un cigarrillo que dejó apoyado en la madera hasta que Tom lo vio y se lo devolvió y él se lo puso en la boca sin moverlo ya más e inició entonces una larga perorata acompañándose de gestos y muecas.
Se llamaba Pepone bramó casi, y para tranquilizar a Leonardus que pedía a gritos un mecánico le dijo que él mismo había enviado a los hombres a buscarlo y que no tardarían en volver. Después, como un juglar que hubiera esperado impaciente a su público, comenzó a recitar una historia probablemente repetida mil veces. Hablaba en italiano mezclado con el español que había aprendido en la Argentina, dijo, a donde había ido con su familia cuando su padre era contramaestre en el Messimeri y la desgracia no se había abatido aún sobre ellos. Porque aunque costara creerlo, ésta había sido la isla más rica del Mediterráneo. En las calles adoquinadas con piedras de la Capadocia se levantaban casas señoriales construidas con mármoles de Carrara, maderas perfumadas de Oriente y cristales de Venecia, y en las márgenes del puerto se sucedían los almacenes y los tinglados, y los obradores de jarcias y los talleres donde se confeccionaban las velas más fuertes y mayores de todo el Levante. ¡Ah, la época de los veleros! Barcos con vida y temblor, barcos huraños o sumisos, alegres, pesados, perezosos, no como los mastodontes de humo y chimeneas que los sustituyeron. Yo aún he conocido esta ensenada tan llena de veleros que desde aquí un bosque de mástiles habría escondido las laderas. Y miró con melancolía las ruinas donde crecían ahora, inocentes y silenciosos, el mirto y el tomillo. En la entrada de la bahía y a veces casi en mar abierto se alineaban los veleros fondeados a la espera de un amarre libre donde atracar y descargar la mercancía. Traían damascos y piedras preciosas, o granos y especias que cambiaban por armas, grandes cajones claveteados que desaparecían en las sentinas de los barcos y zarpaban rumbo a las guerras. Vociferaban los vendedores ante las aduanas y frente al mercado, y señaló del otro lado de la plaza un sombrío edificio vacío ahora y medio en ruinas, y cantaban las adivinas la suerte de los marineros, y mujeres hermosas y altivas envueltas en sedas se acercaban al puerto a despedir a los que partían a países lejanos. Y del otro lado por la parte de la playa, se extendían hasta el agua huertas bordadas como jardines en cuyos lindes daban sombra higueras, cerezos, albaricoqueros y nísperos, y había caminos de almendros y viñas verdes hasta el mar, y los pescadores volvían al atardecer cargados de pescado que colocaban como un dibujo sobre las cestas, y de las laderas bajaban los rebaños de ovejas cuya leche agriada envolvían las mujeres con hierbas olorosas y escurrían en paños de lino hasta convertirla en grandes quesos que llevaban envueltos en paños blancos sobre la cabeza, camino del mercado. ¿Veis aquello?, y señaló un pilón de cemento en la otra esquina de la plaza junto a una columna medio derruida. Allí había una fuente con siete caños, y grandes esculturas de la sabiduría, la gracia y el poder, con peces y sirenas y hojas de acanto.
– Este hombre es imparable -dijo Chiqui dando un bufido y al ir a levantarse Martín la retuvo.
– Siempre había fiesta y alegría -continuó el barquero sin darse por enterado- porque había dinero -y movió el índice y el pulgar bajo los ojos de Chiqui-, mucho dinero. Veinte mil habitantes tenía esta isla, más de veinte mil, sin contar con los forasteros que podían llegar a ser dos o tres mil más. Pero luego vinieron los barcos de vapor y poco a poco fueron pasando de largo, y quedamos abandonados en ese extremo del Mediterráneo. Eso fue el principio. Más tarde vino una guerra, después otra. Ahora quedamos apenas doscientas personas. Todos se fueron, a todos se nos llevaron cuando comenzaron los bombardeos. Los italianos nos invadieron, los ingleses los expulsaron a bombas, se quedaron con la isla y la convirtieron en un polvorín. A nosotros nos enviaron a Palestina, al Irak, a Australia. Y cuando todo acabó, aquí no quedó nada ni nadie.
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