Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Hacia las diez de la mañana, sin embargo, ella comenzó a recoger su ropa porque salía hacia México dentro de un par de horas con Leonardus y dos de sus socios en un viaje de prospección, dijo, están cambiando las cosas en España, añadió, con la llegada de la democracia y hay que estar preparado. Andaba con prisa, pero aún le quedó tiempo para recordarle que esa escala en Nueva York no había de hacerle concebir otras esperanzas que, insistió, no tendrían fundamento alguno.
– Sin embargo tú me quieres.
– Ya lo sabes -respondió ella-, pero no hay solución para nosotros. La vida es así, no le pidas más de lo que puede darte -y sonreía como entonces como el día, un año antes -un año ya- que se había presentado en la casa de la plaza de Tetuán donde él vivía con una hermana de su padre, para rematar la larga discusión que habían tenido la noche anterior y darle a conocer un veredicto cuya urgencia y brutalidad no pudo comprender.
– Pero ¿por qué tengo que irme? ¿Qué me estás queriendo decir? -preguntó él entonces.
– Federico ha desaparecido, bien lo sabes. La policía lo busca. La productora sin él no funciona. Tienes una oportunidad en Nueva York con ese contrato que te ofrecen a través de Leonardus. ¿O prefieres quedarte en Barcelona sin trabajo, expuesto a que la policía te encuentre? Sabes que te están buscando.
Era cierto que desde hacía una semana la puerta de la productora estaba sellada por orden judicial, que hacía varios meses que nadie había cobrado y no se tenían noticias de Federico, pero nunca se le había ocurrido relacionar esos hechos con la política.
– ¿Por qué habrían de buscarme? -le preguntó-. Si lo hicieran ya me habrían encontrado, nada más fácil.
– Sé lo que me digo -respondió Andrea que a todas luces tenía prisa, y sacó del bolso una cartera con el billete, una lista de direcciones de Nueva York y el contrato del piso que había alquilado para él por un año entero en la calle 14 con la Segunda Avenida -. Y tampoco nosotros tenemos futuro -dijo con dulzura.
Pero él casi no la oyó porque lo único que le interesaba en ese momento ella no estaba dispuesta a aportarlo.
Bajaron juntos en el ascensor y salieron a la calle.
– Siempre te estaré esperando -juró aún en el último minuto sin darse cuenta cabal de que desaparecía en el taxi perdido en la circulación hasta que, consciente de que había salido sólo con la llave, volvió a casa. El apartamento tenía un olor distinto ahora y estaba más vacío que durante todos esos meses y su trabajo, su vida en Nueva York y él mismo, de pronto carecían de sentido.
Llamó al plato e inventó la excusa de una caída, como había hecho ella en tantas ocasiones aquel primer año en Barcelona, y se tumbó en la cama revuelta. Tenía el día libre y no sabía muy bien qué hacer. Daba vueltas y más vueltas a cada uno de los gestos de ella, a sus palabras que repetía incansablemente hasta agotarlas y gastarlas y lograr que se vaciaran de sentido, y hacia las tres de la tarde ni el aroma que su cuerpo había dejado flotando en el aire ni el temblor decreciente de sus manos eran más que otra imagen fugaz que añadir al bagaje que la memoria arrastraba consigo desde que tomó el avión aquella mañana de junio en Barcelona.
Salió de nuevo y se fue al japonés de la calle 16. Comió lo que no había comido en dos semanas y se tomó dos bloody mary . Y cuando al salir miró el reloj y vio que eran las cinco y media decidió ir a la biblioteca.
La vio inmediatamente con la cabeza inclinada sobre los libros, jugando distraídamente con un mechón del flequillo. Tomó una revista y fue a sentarse casi frente a ella. Hasta mucho rato después, al levantar la vista quizás atraída por el reclamo de su mirada, no le vio; le sonrió con timidez pero sin sorpresa y volvió a su libro. Cuando se levantó para irse él la siguió y una vez en la puerta la invitó a tomar un café. Ella aceptó. Él no tomó un café sino una cerveza y luego otra y mientras la tarde se adormilaba sobre los rascacielos y el rosa del crepúsculo teñía el cielo brumoso y espeso de la ciudad, le contó la misma versión de su vida que había querido contar un par de años atrás a Andrea, sin prisas porque nadie les esperaba ahora y porque posiblemente tampoco él estaba tan impaciente como el día que la conoció en la playa, ni tan ansioso como cada uno de los instantes que estuvo con ella aquel verano y el invierno que le siguió hasta que se fue, y aun después. Y porque estaba seguro también de que en aquel mundo de cemento, ruidos y excesos, hablar con calma de su infancia en la lejana aldea escondida entre trigales resultaría cuando menos una historia mucho más exótica. Comenzó casi de la misma forma, como hacemos todos afianzando la versión oficial de nuestra propia vida, esa versión que acabamos creyendo y a partir de la cual elaboramos un dictamen sobre nosotros mismos que a toda costa queremos que acepten los demás:
– Me llamo Martín Ures -le dijo en un inglés que a pesar de haber mejorado seguía siendo elemental- y soy español. -Ella asintió como si ya lo supiera-. Soy de Ures, provincia de Guadalajara, en el centro de España y estoy muy orgulloso de llevar el nombre de mi aldea.
Cenaron aquella noche en un restaurante del Village y pasearon hasta el amanecer. Al día siguiente, tal como habían convenido, Katas apareció en su apartamento para recoger su bolsa y llevarla a la lavandería junto con la de ella. Martín fue por la tarde a buscarla a la biblioteca y le pidió que le acompañara al rodaje del otro lado del puente de Brooklyn y tres días después le ayudó a pintar el apartamento que, dijo, necesitaba una mano de pintura. Hablaban por teléfono por lo menos una vez al día y si llegaba pronto a casa Martín preparaba una ensalada y tortillas que compartía con ella. Fueron al cine, al Central Park, y al gimnasio de la Segunda Avenida y acabaron contando el tiempo por las horas que les faltaban para encontrarse. Pero ni siquiera cuando al cabo de tres meses pidió prestados a Dickinson, el primer cámara, los cincuenta dólares que necesitaba para llevarla a cenar al New Orleans, un restaurante con manteles a cuadros y velas en copas de cristal sobre las mesas donde había decidido pedir una botella de vino y regalarle luego los largos pendientes de azabache que ella había descubierto en un escaparate de la Segunda Avenida muy cerca de su casa, ni siquiera esa noche, convencido como estaba de que a la vuelta ninguno de los dos habría de pulsar el botón del piso 14, quiso aceptar que había marginado a Andrea. Es más, mientras se preparaba para salir y se ponía la camisa blanca que él mismo había planchado, se aferraba con obstinación al recuerdo de su mirada azul como nos aferramos a la memoria de un muerto para que no desaparezca la parte de nuestra vida que se fue con él y sigamos siendo lo que somos.
La imagen persistió no como una sonda en el pasado sino en el interior de sí mismo.
Dijo Andrea desde atrás, con las manos húmedas sobre los brazos de él:
– ¿En qué piensas?
No respondió.
– Mira -dijo ella-, nos van a llevar. -Y apoyó la barbilla en su hombro como si mirando en la misma dirección fuera a descubrir lo que él veía.
Por estribor había aparecido una barca de pesca de proa levantada, carcomida la madera en las aristas por el uso, del mismo azul pálido desvaído por la luz que las casas reconstruidas del puerto. Nadie la había visto acercarse ni había oído el ronquido del primitivo motor de dos tiempos.
El barquero dio a gritos una orden que apenas logró desprenderse del ritmo sincopado de las nítidas explosiones del motor y de pie, con la mano en la barra del timón, sin esperar la respuesta agarró un cabo meticulosamente enrollado en el fondo de la carlinga y siempre sin soltar la barra lo lanzó con la otra a la cubierta del Albatros . Era tan convincente que Tom amarró el cabo sin mirar a Leonardus, como si a partir de aquel momento la autoridad se hubiera desplazado, y después se dirigió al timón para ayudarlo también a obedecer. El Albatros tras un par de embestidas descontroladas se acopló a la velocidad del motor elemental que acusaba chirriando ese esfuerzo desmesurado, y se adentró en aguas del puerto remolcado por la barca y el barquero como el cadáver de un escarabajo recorre el polvo arrastrado por la hormiga. Avanzaban despacio, con las velas todavía esparcidas en cubierta como un colgajo inútil bajo un cielo sin un soplo de aire. El hombre se volvía de vez en cuando, levantaba la cabeza hacia ellos y gritaba en griego para hacerse oír lo que indicaba con gestos para hacerse comprender. El aire inmóvil olía a salvia y espliego pero al pasar junto a la otra margen cubierta de sargazos, una bandada de gaviotas alzó el vuelo y el alboroto les trajo en oleadas el hedor de las pestilencias de un albañal, un montón apelmazado de detritus donde zumbaban nubes de insectos.
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