Rosa Regàs - Azul

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Premio Nadal 1994
Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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Fue inflexible consigo mismo, se sometió a una disciplina que le obligaba a levantarse al alba y antes de ir al trabajo se sentaba a escribir un guión que había comenzado el invierno anterior, y continuaba por la noche, cuando volvía de la academia nocturna, borrado el mundo que le rodeaba, sin oír al clarinetista, su vecino de la terraza contigua, ni los ruidos de la calle que durante las primeras semanas le habían impedido dormir. Avanzaba a tientas por un camino que sin embargo le parecía trillado porque sin darse cuenta entonces, estaba escribiendo en otras claves su propia historia y no se engañaba: sabía que toda obsesión no es más que una sustitución de la pasión.

La misma disciplina empleó contra la imaginación y la costumbre. En cuanto le situaban ante una imagen concreta y veía sonreír a Andrea, o buscar las gafas vaciando el bolso, o entrar en un teatro o un cine como si sólo faltara su presencia para comenzar, o aparecía sentada frente a él en la mesa de un café, se daba cuenta de que el dolor no remitía pero antes de recrearse en el recuerdo lo archivaba celosamente en su interior y seguía trabajando con la misma avaricia que si acumulara tesoros que un día habría de ofrecerle.

Como si fuera cierto que una mano oculta premia los esfuerzos desmedidos, como si existiera de verdad la justicia inflexible y racional que no ceja hasta poner la balanza de su lado, a los tres o cuatro meses se vio recompensado. Terminó el guión de su primera película que años más tarde habría de producir Leonardus, aquel primer corto que había acabado en la escuela con la ayuda de colegas y con medios irrisorios obtuvo el tercer premio en un certamen de la New York University y más tarde fue seleccionado para el Festival de Filadelfia, y al llegarle por fin una cierta paz se convenció de que estaba animado sólo por el intenso deseo de hacer lo mejor y le pareció que había vuelto al camino que dejó abandonado por seguir a Andrea.

Los días eran más largos. Flotaba en el aire el olor de las glicinas, los árboles comenzaron a cubrirse de hojas y hacia el mediodía el calor apretaba tanto como en un día de verano. Olía a primavera en la calle y Martín pensaba en los campos de Sigüenza, en los prados de Ures, en el tilo de la plaza que no había visto desde mucho antes de llegar a Nueva York, desde la primavera del año anterior durante aquellos pocos días que había logrado arrancar a Andrea para una breve excursión al interior del país, a su casa, adentrándose en los Monegros -un paisaje lunar que hasta aquel momento ella había contemplado sólo de forma vaga desde el avión, como se mira en la distancia lo que apenas tiene que ver con nosotros- hasta llegar a la provincia de Guadalajara en el cénit de la primavera radiante, escasamente soleada la tierra que durante meses se había endurecido por el frío y el hielo. El aire todavía con reminiscencias de invierno, irisado de claridad y transparencia, mecía las escasas y diminutas hojas de los chopos, tan tierno el verde recién nacido de los campos y tan breves aún los tallos en los trigales que asomaban entre ellos las vetas de las vaguadas y los caminos. Martín sabía que en un par de meses el sol confundiría los límites ahora tan claros dorando y uniformando la tierra y que el aire permanecería estático y aturdido por el sol que había de reinar, e igualar los colores y las sombras.

Llegó junio otra vez y se hacía difícil soportar el calor intenso y húmedo de la calle. No había forma de mitigar el ambiente sofocante de su apartamento porque no entraba aire por la única ventana del estudio ni siquiera abriendo la de la cocina, y en el pedazo de cielo que veía recortado y enmarcado por los últimos pisos de los edificios contiguos apenas se adivinaba el azul borroso de calina y humedad. Pero él seguía día y noche descubriendo los recovecos de su historia en unos parámetros que nadie sino él habría reconocido. Y en su entusiasmo le pareció que estaba aprendiendo a conocerse. La memoria es endeble cuando se trata del dolor, del amor y de las obsesiones. ¿Cómo se vive, se decía entonces, sin un guión a medio escribir? ¿De qué materia son los deseos que nos hacen continuar?

Fue por aquellos días cuando conoció a Katas. Durante meses se habían encontrado en el ascensor. Ella salía siempre en el piso 14 y a pesar de que permanecía como los demás con los ojos fijos en las luces que marcaban el paso de las plantas, se dio cuenta de que le veía quizá por la casi imperceptible turbación con que cambiaba de un brazo a otro los libros o por el encuentro fugaz de sus miradas cuando iniciaba la salida del ascensor. Tenía el pelo largo y lacio que llevaba recogido en una cola de caballo, y vestía siempre faldas floreadas y sandalias de ermitaño. Andaba cargada con libros y carpetas y ese día, además, con una bolsa de papel atiborrada de comida. Cuando el ascensor llegó al piso 14 fue a salir y por no chocar con la guitarra de otro vecino dio un traspiés y todos los libros cayeron al suelo. El chico de la guitarra aguantó estoicamente la puerta mientras él la ayudaba a recogerlos y no se dio cuenta de que en el momento en que la seguía para dárselos se había cerrado la puerta y el ascensor había seguido sin él. Dijo ella con un ligero acento extranjero que no reconoció: «Gracias, me llamo Katas», y alargó una mano por debajo de los paquetes. La dejó en la puerta del apartamento 147 y aunque no aceptó la invitación a entrar, a punto estuvo aquella noche de volver sobre sus pasos para decirle que había cambiado de opinión.

Al día siguiente supo más de ella por el portero de noche, un hispano con el que coincidía a veces en la puerta cuando el calor le sacaba de su apartamento. Era griega, le dijo, había llegado a Nueva York hacía unos años para estudiar medicina y al final del trimestre, es decir en Navidades, volvería a Grecia. Osiris, el hispano, al que se lo había preguntado venciendo su repugnancia a iniciar conversaciones, lo sabía porque la chica ya lo había comunicado al administrador. Y añadió con su cantinela nasal: «Ella está todas las tardes en la biblioteca del barrio, ésa de ahí enfrente. Yo te lo digo a ti por si tú quieres encontrarla».

Durante varias semanas quiso ir a la biblioteca pero no pudo. Trabajaba hasta muy tarde y cuando llegaba ya habían cerrado.

Un día al volver del trabajo salió del ascensor en el piso 15 y torció por el pasillo sin mirar al frente, ocupado en buscar la llave del apartamento en el fondo de la bolsa. Cuando ya iba a ponerla en el cerrojo acuciado por una presencia en la que no había reparado, levantó la vista y allí estaba Andrea, apoyada en la pared, a medio metro escaso de distancia, sonriendo divertida y emocionada ella misma por la sorpresa que había preparado.

– No has cambiado, no has cambiado nada -le decía, tan cerca su cara de la de ella que de no haber estado los ojos fijos en esa motita casi invisible que había descubierto junto a la ceja habría visto su rostro borroso como en un sueño-. No has cambiado nada -repetía y deslizaba el dedo por la frente, los párpados y las mejillas concentrado en el contacto, casi sin verla, como resbalan las yemas del ciego sobre los contornos y las superficies para descubrir los secretos que están vedados a los videntes. Apenas pudo hablar de otra cosa hasta el amanecer, demasiado obsesionado el pensamiento y la avidez por una presencia que había deseado durante meses, y cuando lo hizo no atendió a las razones que ella le daba -este viaje es sólo un paréntesis, una sorpresa que no significa nada-, porque le parecía que ella misma y su llegada desmentían la veracidad de sus palabras y de sus propósitos, y sin querer oírla insistió en ofrecerle de nuevo y con más vigor aún, su vida, su tiempo, su cuerpo y su alma, y se entretuvo incluso en anticiparle cómo podría ser la vida de ambos en Nueva York seguro de transmitirle su entusiasmo y vehemencia. Porque ahora que la tenía tan cerca, en el lugar idóneo, el perfecto, el que le había sido destinado desde siempre, no cabía imaginar cómo había de ser de otro modo.

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