Rosa Regàs - Azul

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Premio Nadal 1994
Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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Casi dormido había subido a la Manuela , una barca de madera pintada de verde que se tambaleó bajo sus pasos, más inestables aún por la destemplanza de la madrugada aún pegada al cuerpo, aturdido por los golpes de sus propios pies contra las tablas de madera, por los leves embates del mar en el balanceo que le llevaba al borde del vahído y del vértigo. La barca se separó del muelle. Sebastián estaba al timón y Federico a su lado. Ninguno de los dos hablaba ahora. Era todavía de noche pero por el horizonte del mar un vago asomo de luz, el temblor de una ráfaga de aire, anticipaba la aurora. Permaneció inmóvil, sentado en el lugar del banco de la bañera que le habían asignado, con las manos metidas en los bolsillos del tabardo que Sebastián le había prestado y el cuello levantado. A medida que avanzaban el fresco que le había cogido desprevenido al salir de la casa se convertía en frío y hacía frente con estoicismo al aire que le barría la cara y penetraba por las rendijas de sus ropas para martirizar su cuerpo rezagado que no había perdido aún el calor de la cama. Retumbaba la madera en su cabeza torturada por la confusión de las resacas encadenadas que iban tomando cuerpo con el vaivén, y le temblaban los muslos al ritmo del motor que taladraba la calma de la noche. La Manuela se alejó despacio del pueblo dormido y la corona de luces pasó a ser una línea continua, una fotografía de velocidad lenta, que rompía la tiniebla y marcaba los confines del mar: por poniente el oscuro perfil de los montes y la iglesia, y por levante la luz incierta del amanecer. Al salir a mar abierto apareció el perfil de una isla en la imprecisión del resplandor primero, e inmediatamente disminuyó la velocidad y se apaciguó el ronquido del motor de la Manuela y comenzaron a dar vueltas en torno a ella. No fue consciente de todos los movimientos que se iniciaron entonces, del trasiego de los cestos de la cabina a cubierta, de los preparativos de la pesca y de la pesca misma, y a ninguno de los otros dos pareció preocuparle, igual que nadie se había ocupado el día anterior de saber si quería quedarse o irse, si quería beber, cenar o dormir. Y él, que apenas se tenía de mareo y casi no podía abrir los ojos de sueño y de resaca, cuando en una de las idas y venidas de Sebastián a la cabina vio las dos literas, seguro de que tampoco ahora habían de reparar en él o si lo hacían no habrían de recriminarle, se escurrió en el interior y se tumbó en una de ellas, se dejó mecer por la sordina que la puerta cerrada imprimía a los golpes del motor y se durmió profundamente.

Cuando despertó estaba sofocado de calor y la luz brillante, seca y precisa como un cuchillo, le hirió los ojos. Estaban llegando a una cala y aunque se había reducido casi por completo la velocidad, la Manuela quedó frenada por el choque contra las piedras y Martín, que había salido a cubierta todavía con el tabardo, cegado por la luz perdió el equilibrio y fue a dar contra Federico que sostenía la barra del timón, mientras Sebastián largaba el cabo del ancla.

– Holgazán, no haces más que dormir -gritó riendo Federico, que apenas había podido sostenerse por el traspiés. En la zozobra de su derrumbamiento Martín se preguntaba qué estaba él haciendo en aquel lugar hostil, a esa hora imposible y en este lamentable estado.

Se tumbó en la playa, sin tabardo, cubierta la cabeza con la camiseta que se había quitado y soportando estoicamente las piedras que le servían de colchón, mientras contemplaba cómo se las arreglaban para encender un fuego. Los vio vaciar una botella de agua en una olla, limpiar los peces del cubo, servirse en vasos de cristal un vino que le hizo cerrar los ojos de asco. El sol se había apoderado del firmamento. Ni una nube, ni un soplo de aire, ni un solo árbol en aquella cala inhóspita de piedras cuyas aristas no lograba atenuar ni con los múltiples pliegues de la toalla que le acababa de echar Sebastián.

Comió después un poco de sopa de arroz, un caldo caliente de pescado que le tranquilizó el estómago y en un arranque de valor incluso se atrevió a meterse en el mar en cuanto les oyó volver a la conversación del día anterior, con el agua a la cintura como si no se atrevieran a ir más lejos, o como si cautivados por sus propias palabras hubieran arrinconado la intención primera. Anduvo unos pasos pero no se zambulló sino que se agachó dentro del agua hasta que le llegó a la altura del cuello, se salpicó los ojos y la cara y salió encogido para disimular el dolor de las piedras afiladas en las plantas de los pies. Luego con la piel todavía fría, encendió el primer cigarrillo del día, se tumbó de nuevo con la camiseta en la cara, se dejó llevar por la modorra que le había entrado tras el caldo caliente o el agua fría quizá, y siguió de lejos las voces, el ruido del agua, los pasos sobre las piedras y finalmente el motor de nuevo. Sólo entonces se enderezó con una cierta energía seguro de que había llegado el momento de volver, de que ahora podría ver otra vez a Andrea, que debía de estar nadando rumbo a la casa como ayer y que si se daban prisa les daría tiempo aún a sentarse en la terraza antes de que ella emergiera del agua como un delfín y volviera a mirarle con esos ojos azules que habían persistido sonrientes en el fondo de su resaca.

Sebastián puso un toldo de lona verde y a pesar de la opresión del sol y el brillo lacerante del mar, la brisa y la sombra dulcificaron el calor tórrido de mediodía. Navegaron de vuelta durante más de media hora, pero al torcer el cabo para entrar en la rada no se dirigieron al pequeño muelle de la casa sino que atendiendo a las voces que venían de otra barca fondeada en la bahía se detuvieron y se amarraron a ella, y Federico y Sebastián saltaron dejándole solo en la Manuela .

Durante más de una hora se dedicó a mirar con melancolía hacia la costa y a buscar tras el temblor irisado del aire la casa de Andrea. Ya iba a levantarse y reunirse con Sebastián y Federico cuando descubrió todavía lejana una mancha negra que como el día anterior, pero en dirección contraria, venía nadando en una línea tan recta, con un ritmo tan acompasado y abriendo una estela tan perfecta en la calma de la inmensa bahía bajo el sol que de pronto comprendió que el milagro iba a repetirse.

Alguien le llamó desde la otra barca, pero él no respondió y permaneció atento, y cuando las brazadas tocaban casi el casco de la Manuela se asomó por la borda. En aquel momento Andrea sacaba la cabeza del agua y levantaba una mano que fue a ponerse junto a la de él. Respiró con fuerza como si le faltara ahora el aire que había gastado en esa milla, entornó los párpados y le miró tras las pestañas todavía llenas de minúsculas gotitas.

– Hola -dijo e inició la subida por la escalerilla de cuerda. Pero antes de saltar a cubierta se detuvo y como si respondiera a una pregunta que Martín nunca se habría atrevido a formular, deslizó el índice sobre su mano en una caricia sin matices ni sobresaltos para que la intención recayera únicamente en las palabras que iba a decir, y esta vez con los ojos completamente abiertos y las pupilas de color turquesa, dijo:

– Tengo buena vista cuando llevo puestas las gafas -y con un gesto señaló la terraza lejana-, y además -se detuvo un instante- soy muy impaciente -y dejándole solo con las palabras saltó a cubierta y entró en el tambucho en busca de una toalla. Luego sin mirarle apenas se fue a la otra barca con los demás.

Debía de ser ya muy tarde cuando casi todos se echaron al agua, menos él que seguía sentado en el banco de la bañera. Andrea se había zambullido con ellos y no la vio salir hasta que apareció por la otra amura. A su espalda. Ven al agua, gritó dirigiéndose a él por primera vez desde entonces. Y volvió a zambullirse, nadó unos metros y le volvió a llamar, pero él no se movió. Aunque no tenía mayor deseo que responder a esa nueva llamada y echarse al mar, permanecía inmovilizado por la ansiedad, en la contrapartida de un sueño que le torturaba desde niño pero esta vez, en lugar de ser él quien se movía por el barro fangoso intentando inútilmente avanzar hacia un objetivo que anhelaba pero que nunca llegó a conocer, tenía los pies paralizados en el suelo y era ella la que se alejaba. Porque por mucho que le atrajera esa mujer se sentía incapaz de echarse al agua sin apenas saber nadar. Ella se alejó hacia las rocas y la perdió de vista.

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