Rosa Regàs - Azul

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Premio Nadal 1994
Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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Martín la había conocido en el mar, en la pequeña bahía frente a su casa de la costa. Hacía menos de un año que había terminado el servicio militar y en lugar de volver a Sigüenza donde vivía su familia, gracias a un compañero del mismo batallón que le había recomendado a su tío, había conseguido entrar de segundo cámara en la pequeña productora de cine y televisión que éste tenía en Barcelona. Aquel día era sábado y después de unas tomas en el puerto que habían quedado pendientes la mañana anterior, Federico, el productor, le pidió que le acompañara a la casa que un editor tenía en Cadaqués, un pueblo de mar al norte de la ciudad. Según le dijo, era un hombre rico interesado en invertir una suma importante en la serie de reportajes para la televisión que habían comenzado aquella primavera. Martín le acompañó porque no tenía más remedio y tampoco mucho más que hacer en la canícula húmeda de la ciudad vacía. Durante más de cuatro horas viajaron por una carretera que se empinaba y estrechaba a medida que avanzaban. En las curvas finales, cuando ya descendían entre lomas cubiertas de olivos bajo un sol agobiante, Martín, que apenas había desayunado, cerró los ojos para no sentirse peor y ni siquiera se percató de que se acercaban al mar que se extendía azul e inmóvil como un espejo oscuro hasta la línea del horizonte. Cuando aparcaron el coche eran más de las dos y entraron en la casa por una calle paralela al mar. Sebastián Corella, que les estaba esperando, les hizo pasar a la terraza.

Era un día transparente de julio y aun amparados por la sombra del toldo la reverberación del sol les cegó un instante. A sus pies un mar tranquilo se desmenuzaba en olas tan suaves sobre las piedras negras de la pequeña playa cerrada a ambos lados por rocas con lustre de mica bajo el destello irisado del sol, que la espuma transparente apenas transmitía un leve murmullo. Alguien venía nadando y rompía rítmicamente el agua, abriendo a su paso una estela incrementada por el golpe seco de cada brazada, como el dibujo de las bandadas de gaviotas en el cielo de octubre.

– Es Andrea, mi hija -dijo Sebastián Corella mientras ponía hielo en las copas que acababa de servir. Martín tomó la suya y se apoyó en la balaustrada para seguir la cadencia de la mancha oscura que al llegar a la playa se detuvo sin sacar la cabeza, se zambulló en una pirueta súbita y de una embestida salió del agua que saltó a su alrededor como un surtidor. Estaba a muy pocos metros de distancia: quedaron suspendidas sobre su cuerpo minúsculas gotas que brillaron al sol antes de resbalar sobre la calidad mate de su piel oscura y el cabello que se echó hacia atrás con un gesto preciso -que Martín no habría de olvidar, igual que esa mirada de ojos ligeramente entornados, opaca, perdida, dulce y vagamente desenfocada de los miopes- arrastraba todavía un chorro de agua. Una vez se hubo adaptado a la luz abrió los ojos en toda su amplitud y mostró las pupilas de un azul pálido que con los reflejos del agua adquirió un leve tono violeta. O quizá fuera que sus ojos tenían la facultad del camaleón porque ni una sola vez en todos los días y todas las noches que se mantuvo junto a ella aquel verano, mirándola a distancia sobre las cabezas de los bebedores, o en la playa entre otras mujeres y hombres que nunca fueron para él más que figuras difusas de una farándula veraniega, o en el apasionamiento -y la distancia- con que se sucedieron los años siguientes, fue capaz de adivinar de qué matiz se habría teñido el azul de su mirada cuando dejara de enfocar el objetivo y fruncir los párpados y quedara al descubierto la nitidez de sus enormes pupilas que, sin embargo, llevaba en sí misma la carga de una cierta expresión enigmática, la sombra de una reserva que nunca sería capaz de desvelar cabalmente.

Sin bajar la mano que seguía sosteniendo hacia atrás la mata de cabello mojado, levantó la cabeza, sonrió y les saludó con la otra. Martín jamás había visto un ser más radiante, una mujer más hermosa, unos ojos más azules. Deslizó los pies por el agua y caminó sobre las piedras negras, ardientes y dentadas como si iniciara un paso de danza ya sabido y se agachó a recoger la toalla que había dejado en un pretil no con intención de secarse sino simplemente para dar por terminado el baño o quizá sólo por rematar el esplendor de su figura porque se la echó al hombro como había hecho con el cabello y desapareció bajo la terraza.

No volvió a verla hasta media hora más tarde. La puerta del fondo de la sala estaba abierta y desde donde estaba veía la escalera. Apareció primero un pie, después otro y finalmente el cuerpo entero. Bajaba despacio abrochándose la correa del reloj. Tenía el pelo todavía mojado pero más suelto y alborotado, iba vestida de blanco y llevaba gafas oscuras. En ese momento su padre había entrado en la sala y estaba buscando entre las revistas amontonadas sobre la mesa la última crítica de una película en cuya producción había intervenido. Ella pasó por su lado, le dio un beso fortuito en la mejilla y salió a la terraza manipulando aún la correa.

– Me llamo Andrea -dijo, y dio la mano primero a Federico, luego a Martín. Se dio la vuelta para servirse ella también una copa, y cuando su padre se acercó a Federico con el periódico, volvió la cabeza, se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y por encima de ellas miró a Martín, le sonrió fugazmente con curiosidad y una cierta sorna, y antes de que él fuera capaz de reaccionar y devolverle la sonrisa, ella ya había empujado hacia arriba la montura negra y se había dado la vuelta otra vez.

Martín reconoció más tarde que se había azarado, lo reconoció ante sí mismo porque no habría tenido el valor suficiente de contar a nadie cómo esa simple mirada le había transpuesto. Hasta tal punto que apenas prestó atención a la entrada de la madre de Andrea, y a ese hombre alto y de tez oscura que la acompañaba y que se quedó a comer con ellos, ni a su nombre, ni más tarde a la perfecta disposición y al artificioso diseño de los cubiertos, los platos y los vasos, ni a la crema helada de calabacín y al pescado al horno y a las distintas clases de postre que les sirvieron, que tanto le habrían maravillado de no haber estado esa mujer sentada a esa mesa y precisamente a su lado. No podía oír más que lo que ella decía, ni atender a otro sonido que su voz, sin reconocer en cambio el contenido de su discurso, como si a medida que las pronunciara fueran perdiendo el significado una tras otra las palabras y no quedara de ellas más que la entonación, el tono, la inflexión, la melodía y el ritmo, y los gestos y la sonrisa con que los acompañaba, o esa forma de permanecer atenta a la intervención de quien le había interrumpido, con la cabeza adelantada, la boca ligeramente abierta y los cubiertos inmóviles en las manos, dispuesta en cuanto pudiera a retomar el hilo de su propio argumento. Y aunque procuró que no fuera demasiado evidente su ensimismamiento e hizo esfuerzos desmedidos sin lograrlo por comprender de qué se estaba hablando, en la agitación y la soledad de la semana que siguió no pudo recordar de esa comida más que los grandes ojos de Andrea apenas insinuados tras el cristal negro, la peculiar forma con que se ponía y quitaba continuamente las gafas y ese canto sin letra de su voz de alondra.

Luego, cuando una vez terminada la comida la vio salir sola a la terraza, se levantó también y la siguió.

En aquel momento el motor de una barca retumbaba en el sopor de la tarde. El sol que había comenzado a ocultarse tras la casa había dejado en la sombra la terraza y la playita de piedras negras, y a esa luz se había oscurecido el tono dorado de su piel como si también ella se hubiera quedado en la penumbra. Estaba de espaldas al mar con la taza de café en la mano y la miraba perdida, había levantado la rodilla y doblado una pierna hacia atrás apuntalando sobre la otra todo el peso del cuerpo que, con el desplazamiento a que le había obligado la postura y desnudo ahora el rostro de la animación de la palabra, había adquirido un aspecto indolente, un poco lánguido.

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