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Rosa Regàs: Azul

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Rosa Regàs Azul

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Premio Nadal 1994 Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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Una vez en puerto dormirían hasta el alba, a las cinco de la mañana iría a buscarles un coche que en unas pocas horas desandaría por las curvas encadenadas de la costa el camino que habían hecho por mar en aquellos días y les dejaría en el aeropuerto a las diez de la mañana para volar a Estambul. Leonardus saldría para Londres al cabo de media hora. Los demás contaban estar en Barcelona al anochecer.

Martín miró el mar sin verlo, entornando los ojos para que no le cegara el reflejo, la reverberación de cristal que había dejado el paisaje blanco de luz opaca. De un lado el mar abierto, del otro los telones de montañas tras los cuales se extendía ensoñada aún la Capadocia. Unas horas más y el viaje habría terminado.

– Un día glorious , uno más -dijo Leonardus asomando la cabeza por la escotilla del otro camarote de proa.

– ¿Duerme? -preguntó Martín señalando con un gesto de la cabeza el fondo del camarote.

– Duerme -afirmó Leonardus con la cabeza-. Siempre duerme. Pero es una preciosidad, ¿no?

Sí, era cierto, Chiqui era una preciosidad. Aunque no podría recordar las veces que le había conminado a reconocerlo desde que se encontraron en el aeropuerto de Barcelona.

– ¿De dónde la has sacado? -le había preguntado Andrea entonces en un momento en que la chica había ido al quiosco de periódicos.

– ¿No es una preciosidad? -preguntó Leonardus sin responder y miraba extasiado cómo se abría paso altiva y distante entre la multitud de viajeros y maletas. Se había acercado ya al mostrador y con la misma indiferencia, atusándose el plumero de cabellos que llevaba casi sobre la frente que la elevaba por lo menos diez centímetros más sobre el suelo, compró los paquetes de chicles que no había de dejar de mascar en todo el viaje.

Es cierto, era una preciosidad: tenía las piernas largas y morenas y piel de melocotón en el cuello y en los brazos. Excepto el plumero recogido en un elástico de flores doradas, el pelo suelto, rizado y rubio le llegaba hasta la cintura, y todo en ella tenía un leve punto de vulgaridad que la hacía aún más atractiva. Vulgaridad en algún gesto descoyuntado, tal vez un tanto desgarrado, o en la voz sin modular que mantenía un tono alto, monótono y con un deje gangoso, o quizás esos estribillos que repetía a cada rato para jalonar las frases de su vocabulario elemental. O la risa tosca también y estruendosa, sin motivo, que mostraba la hilera de dientes escandalosamente blancos y perfectamente colocados.

Andrea la había mirado sonriendo con una cierta condescendencia dedicada tal vez más a Leonardus, pero había también en su mirada borrosa, Martín se dio cuenta enseguida, una casi imperceptible sombra de displicencia. Ella jamás se habría atrevido a llevar botines de cuero negro sin medias en pleno verano, ni ese bolso desfondado de colorines que le colgaba del hombro hasta más abajo de la rodilla. O quizá el ceño ligeramente fruncido escondiera una cierta inquietud, el desasosiego de haber de competir casi desnuda durante más de una semana con una mujer, casi con una niña, veinte años más joven que ella.

Chiqui reía siempre porque sí o por llenar un silencio que confundía con el aburrimiento. Y cuando más tarde en el avión la oía desde el asiento de atrás, Martín con los ojos cerrados para no tener que hablar con nadie, atendió en el fondo de la memoria a las carcajadas de cristal, cantarinas, límpidas, matizadas, radiantes, de Andrea cuando la conoció, un reclamo al que él no se negaba jamás, un rastro para encontrarla en reuniones multitudinarias, en los entreactos de los conciertos, en las presentaciones de libros, en los vernissages -eran las épocas de sus amores clandestinos-, preparadísimos encuentros casuales en lugares públicos de la ciudad a la que él había llegado unos meses antes, donde se deslizaba con invitaciones que ella le proporcionaba, ella, una inteligente, desenvuelta y atractiva criatura de aquel mundo de profesionales e intelectuales que había tomado forma y consistencia al tiempo que se desvanecían los años de la posguerra.

Tú vienes de las tinieblas, le decía ella entonces, riendo siempre.

Hacia las nueve Leonardus abrió la puerta y se instaló en el camarote central para ordenar y guardar las cartas y los mapas. Martín se tumbó otra vez en la litera y procuró dormir pero sólo logró dejarse mecer por la modorra de la resaca que se acentuaba con la vibración del motor.

Sin embargo debió de dormirse más tarde porque hacia las diez de la mañana le despertó el silencio. El motor se había detenido y Leonardus, que ya había metido sus papeles en la cartera y se había tumbado junto a Chiqui, se encontró también sentado en la cama sin comprender qué ocurría ni dónde estaba.

– ¿Hemos llegado? -Martín le oyó preguntar a gritos, y casi inmediatamente abrió la puerta y atravesó a grandes pasos el camarote central. Martín se levantó y le siguió.

El Albatros se balanceaba sin ritmo ni gobierno, la rueda del timón giraba sobre sí misma, y Tom, que había levantado las tablas y manipulaba en las profundidades del motor, no atendía a las preguntas de Leonardus. Salió al fin y con un gesto indicó que no se pondría en marcha, pero en su cara de piel mate apenas había un gesto de contrariedad.

– Habrá que entrar en puerto y buscar un mecánico -dijo-. Se ha roto una pieza de la transmisión, creo.

Al comprender lo que ocurría, Leonardus, que luchaba por acabar de ponerse la chilaba, comenzó a jurar en lenguajes misteriosos. Después volvió al camarote, tropezó con la escalerilla y sacó otra vez las cartas que había doblado ya hasta encontrar la que buscaba, y sin acabar de desdoblarla ni extenderla, se caló las gafas que llevaba colgadas de una cadena y se puso a estudiarla con detenimiento.

– ¿Cuánto hay hasta la costa? -le preguntó Martín.

– ¡Yo qué sé! Cinco millas, veinte, cualquiera sabe con esa reverberación -rugió.

Cuando al poco rato subió a cubierta ya no hablaba más que en italiano, como si el malhumor que era incapaz de disimular le impidiera tramar la amalgama de palabras y expresiones que tan bien dominaba.

– ¡A Castellhorizo! -ordenó-. Está a menos de quince millas y no quiero volver atrás. Es tierra griega así que arría la bandera turca e iza la griega. -Se sentó en el banco de la bañera, dio un puñetazo brutal a la madera y ante la inutilidad de su gesto furibundo aulló contra el cielo azul -: Porco Dio!

Sin esperar nuevas órdenes Tom colocó de nuevo las planchas y dio un brinco para ir a soltar los cabos del foque. La vela se rizó sin decidirse aún hasta que después de dos o tres embates tomó viento y poco a poco Tom jugando con el timón logró corregir el rumbo del Albatros , que se dirigió de nuevo hacia poniente hinchada la vela más de lo que cabía suponer por la calma de la mañana. Sólo entonces comenzó a soltar el cabo de la mayor. Rechinó el chigre de escota y la vela fue trepando por el mástil hasta llegar a la cruceta. La botavara dio varios tumbos y después de dos o tres inocentes trasluchadas también ella se acopló a las maniobras del timón. Tom dejó que el viento llenara todo el trapo de la mayor mientras sostenía el contrapunto del foque; fijó entonces la botavara con la escota y se hizo de nuevo el silencio sobre el tenue murmullo rítmico y acompasado de la proa que se abría paso otra vez en las aguas plácidas y silenciosas de la mañana. Leonardus, enfurruñado, no atendía a los movimientos de Tom ni, por una vez, daba órdenes. Al poco rato apareció Chiqui en cubierta despeinada, medio dormida y casi desnuda, y comenzó a untarse con cremas mirando alternativamente a Tom y a Leonardus sin demasiado interés. Andrea y Martín seguían en su camarote. En la inmensidad del mar en calma el Albatros parecía no avanzar, sólo de vez en cuando los bordos que hacía Tom para recoger el escaso viento, el batir de las velas y el alboroto de las drizas, insinuaban un cierto movimiento. Rumbo a la isla navegaron hasta el mediodía manteniendo a. babor la desmedida pared del continente sin vestigios de pueblos ni construcciones que las brumas del bochorno escondían en las invisibles vaguadas y declives de los montes de la Lycia.

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