Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Tom, el chico danés que Leonardus había contratado ese verano, se levantó poco después del amanecer. El cabello largo, rubio y lacio le caía sobre la frente hasta cubrirle los ojos, pero sin tomarse la molestia de apartarlo con la mano salió del camarote de popa dejando tras de sí el caótico desorden de sábanas, almohadas, casetes y camisetas que le había acompañado desde que iniciaron el viaje diez días antes, se pasó por la cabeza un ancho jersey de punto, saltó al chinchorro amarrado al chigre de escota, soltó el nudo y agarrando el cabo de popa con las manos en alto lo hizo deslizar sobre el cristal gris del agua hasta la roca donde lo había amarrado la noche anterior.
Ni el suave balanceo del Albatros al liberarse por la popa ni al poco rato el martilleo metálico al levar el ancla, despertaron a Martín Ures ni a Andrea, que dormía a su lado. Pero cuando la cadena quedó estibada en la roda como la serpiente en la oquedad de la pedriza y se hizo de nuevo el silencio, abrió los ojos con cautela, temeroso incluso de la lechosa luz del alba. Luego se incorporó y miró a su alrededor buscando lo que le había despertado. Recogió del suelo una botella vacía de whisky que rodaba con el vaivén del barco, miró a su mujer y con la pesadez y lentitud de la resaca estuvo unos minutos pendiente de su respiración uniforme y acompasada que emitía un silbido profundo como el lamento de un animal. Tenía la cabeza echada hacia atrás y la mano extendida hasta chocar con las cuadernas en un gesto de descuido involuntario, y la sábana que le envolvía una pierna había adquirido con el sueño la textura de un lienzo. Los párpados semientornados escondían apenas las pupilas azules y le daban un aire todavía más ausente que el sueño profundo. Habría dormido inquieta, porque estaba cruzada en la litera y él quizá se habría despertado al sentirse arrinconado contra la madera. El camarote era pequeño y seguía la forma de la amura estrechándose hacia la proa. Fue a poner la mano sobre el muslo pero se detuvo. Hacía calor y a cada inspiración Andrea repetía ese mismo ruido cascado.
«Ronca -pensó Martín concentrándose en el silbido, la vista opaca y la mente confusa-, ronca y dice que no ronca.»
Después inmovilizó la mirada en el vaho del ojo de buey cuya cortina semientornada descorrió con sumo cuidado para evitar el ruido y los gestos bruscos. Y, perdida toda esperanza de volver a dormir, se puso en pie sobre la cama y sacó la cabeza por la escotilla.
El motor se había puesto en marcha y el Albatros tras un breve titubeo acertó el rumbo y comenzó a deslizarse por el fresco del amanecer abriendo las aguas mansas, brillantes, vírgenes de viento, al tiempo que las explosiones del motor partían el silencio, y el susurro de la espuma huía del casco y se deshacía en la estela. Sorteó los islotes y dejó atrás los telones oscuros de la cordillera, y cuando finalmente salió a mar abierto el sol inmenso y rojo apareció en el cielo e inundó de luz el aire con tal contundencia que dejó el paisaje brumoso y sin color.
Tom, con los auriculares puestos, sostenía con una mano la lata de coca-cola y hacía oscilar con la otra la rueda del timón para mantener el rumbo, fijos en un punto del horizonte los ojos cubiertos, casi por el pelo rubio, blanco, lacio, que la sal y el sol habían convertido en estopa.
Casi siempre habían navegado a motor. Porque aunque Leonardus se vanagloriaba de ser un hombre de mar, cuando llegaba el momento de izar las velas daba órdenes confusas, se atolondraba y acababa exigiendo que Tom las arriara, por prudencia hasta que las condiciones fueran favorables, decía. Era un hombre corpulento que ni los años ni el aguado whisky que bebía a todas horas habían privado de la agilidad que debía de tener cuando era joven y se buscaba la vida en el puerto de Sidón. Le gustaba hablar de los tiempos de su juventud y para otorgar a sus palabras la mayor credibilidad posible adquiría al hacerlo un porte mayestático y el tono reposado de la voz de los ancianos., mientras rizaba sin parar con dos dedos el extremo de su poblado mostacho negro. Se entretenía en detalles minucioso.» sobre la humildad de su vivienda, la cantidad de hermanos que compartían el mismo lecho, las triquiñuelas diarias para llegar a casa con algunas monedas, pero exceptuando que había llegado a Nápoles escondido entre las maderas y los sacos de pistachos de un carguero chipriota, nadie supo jamás cómo aquel muchacho escuálido que conocía los rincones más ocultos de todos los puertos del Levante se había convertido veinte años después en el magnate internacional, como le gustaba llamarse a sí mismo, influyente y poderoso en todos los canales de distribución y producción de programas de televisión, de cine y de vídeo -el mundo de la imagen, repetía él a voces distorsionando las palabras- que Martín había conocido en casa de Andrea años atrás. Se decía de él que era astuto y hábil, capaz de traicionar a su mejor amigo sin que se enterara; que con esos ojos pequeños, oscuros y penetrantes podía conocer las más recónditas intenciones de sus oponentes y en una negociación llevarles la delantera con una maniobra rápida y taimada. Se decía también que hablaba a la perfección infinidad de idiomas y los chapurreaba y mezclaba deliberadamente para que los demás hablaran sin temor a ser comprendidos, que mantenía a mujeres e hijos esparcidos por el planeta, que disponía de aviones particulares y sin embargo no los utilizaba más que cuando viajaba solo, que el cine y la televisión no eran sino coberturas que escondían su verdadera condición de hombre de negocios que controla zonas oculta de los poderes del mundo. Tenía fama de bordear siempre el peligro, saber hacerse indispensable por los resortes que conocía y manejaba y porque sin sucumbir jamás al cotilleo o a la confidencia parecía informado de cualquier minucia que ocurriera en el ambiente más recóndito. Y además, se decía, cuando las cosas no le iban bien, era un experto en caer de pie. Saltaba siempre de una ciudad a otra de un hotel a otro con una mujer al lado, nunca la misma, y aunque se sabía que tenía una familia que vivía en Pérgamo a la que visitaba muy de tarde en tarde, nadie la había visto jamás ni siquiera se conocía el número de miembros que la componían y Martín estaba convencido de que, real o no, servía a sus intereses porque, como el propio Leonardus gustaba de repetir, siempre hay una solución para todo, una solución perfecta que hay que saber encontrar o en su defecto, inventar.
Y estaba tan poco habituado a recibir órdenes y consejos que, cuando le ordenaba una maniobra fallida, apenas podía soportar el silencio de Tom, más admonitorio que las protestas y las voces. Intentó navegar a vela el primer día, quizá también el segundo, pero después, exceptuando algunos atardeceres plácidos cuando entraba la brisa de tierra y tenían el viento de popa, siempre habían ido a motor. En aquellas raras ocasiones Tom le cedía la rueda del timón, iba a sentarse a horcajadas sobre el bauprés y bebía una coca-cola tras otra mientras llenaba el silencio del mar con la música de sus auriculares.
¡Lo importante no es vivir, lo importante es navegar!, bramaba Leonardus llevado de la euforia cuando las velas cogían todo el trapo y navegaban de bolina Y repetía a gritos: ¡Navegar! ¡Navegar! Atraía a su lado entonces a Chiqui y con la mano que le dejaba libre la rueda del timón recorría su cuerpo a conciencia para que el placer de la navegación fuera completo.
Aquel último amanecer surcaba el Albatros el agua quieta apenas rizada por la brisa que se levantaba con el día. Y así habían decidido navegar hasta llegar a Antalya al caer la tarde. Las previsiones del tiempo eran buenas y todo parecía estar en orden.
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