Rosa Regàs - Azul

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Premio Nadal 1994
Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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No se movió cuando él llegó a su lado, ni siquiera levantó los codos del antepecho y siguió removiendo el café con la cucharilla.

– ¿En qué trabajas? -le preguntó sin mirarlo.

– En cine, ¿y tú?

– Soy periodista. -Y bebió el café a sorbos lentos.

– ¿De dónde eres? -preguntó al rato.

– Soy de Sigüenza, mejor dicho de Ures, un pueblo cerca de Sigüenza. ¿Por qué?

– Por nada, pura curiosidad -le miró ahora entornando los párpados y sonrió.

Martín no supo qué más decir. Sin saber por qué deseó por una vez salir de su mutismo, vencer su timidez y hablar, contarle que había nacido en Ures, provincia de Guadalajara, en el centro de España. Que en realidad se llamaba Martín González Ures, pero desde siempre se le había conocido como Martín Ures por el apellido de la familia de su madre. Que incluso a su padre, el maestro que llegó de Sigüenza y se casó con la hija del molinero Ures, se le llamaba señor Ures. Que desde pequeño él y sus hermanos llevaban el nombre de la aldea como si fueran los descendientes de los fundadores del pueblo aunque sabían bien, porque su padre lo contaba año tras año en la escuela, que la aldea había sido en sus orígenes un monasterio edificado en el siglo XV o XVI para una congregación de monjas vascas, que se conservaba todavía destartalado y casi en ruinas. Que lo habían llamado Ures por ser el único lugar de los contornos que tenía ur , agua en vasco, que el río que traía el agua de los montes de Pozancos corría bajo la ventana de su habitación en el sótano mismo del molino y que por las noches antes de dormirse tiritando entre las mantas porque las paredes rezumaban humedad se dejaba mecer por el rumor del agua, y que durante el día se asomaba a ver pasar la corriente absorto en las variaciones e imágenes que se sucedían, como años más tarde se quedaría embobado viendo la televisión, o más tarde aún, una y otra vez la misma secuencia de una película. Que no recordaba ni habría podido decir cómo se molía el trigo con el agua del molino porque cuando él nació ya no funcionaba, que en la plaza del pueblo había un caño que salía de un pilón de cemento al que llamaban la fuente donde todas las tardes se reunían los hombres y las mujeres bajo la sombra de un tilo gigantesco, que los muchachos que iban al servicio militar no volvían y el pueblo se fue vaciando, hasta que también quedó la escuela casi desierta, y que así fue cómo abandonaron la casa del molino y el pueblo y partió toda la familia a Sigüenza donde su padre había sido trasladado. Habría querido contarle cómo había echado de menos en la oscuridad de aquel apartamento nuevo y ruidoso de Sigüenza a los niños de la escuela de Ures y el graznido de los cerrojos herrumbrosos del molino al cerrar la puerta por la noche y la chopera al borde del camino que se extendía inacabable hacia la meseta, un paisaje sin más horizonte que la vaga línea de nieve apenas distinta del cielo en el invierno o las lomas de trigo acerado por las escasas ráfagas de aire tórrido del verano, y las higueras torturadas y los cangrejos en el río, y los ratones que sobre el ruido del agua roían las vigas del sobrado. Y explicarle la emoción con que iba todas las semanas a ver las dos películas que pasaban en la sala de la rectoría y cómo una tarde, cuando apenas tenía doce años, sin entender todavía de qué materia estaban hechas las historias que veía, juró que él, Martín Ures, también haría películas un día, y con qué superioridad miró desde entonces a los demás chicos convencido de que de una forma misteriosa pero irrecusable había sido elegido entre todos para un menester mucho más importante que subirse a los árboles a robar los nidos o esconderse jugando en las parideras del monte. Que todo cuanto había hecho a partir de esa revelación se había inspirado en la misma y profunda convicción que se apoderó de él aquella tarde en Ures, y que sin embargo en este momento lo único que le tentaba de su propia historia era la improbable eventualidad de que alguna vez él pudiera contársela y ella se sentara a su lado y no se moviera nunca más.

Pero no dijo nada y ante su mirada azul se limitó a encogerse de hombros como para indicar que nadie elige el lugar de su nacimiento.

Súbitamente Andrea se enderezó, se palpó los bolsillos y ¿dónde están mis gafas?, preguntó, y sin esperar respuesta se fue. Martín intentó seguirla con la vista pero le fue difícil. Un grupo de personas había entrado en el salón y ella aparecía sentada en un sofá buscando en las juntas de los almohadones o desaparecía oculta por un rostro o una sombra. Hasta que del mismo modo que habían irrumpido esos extraños personajes salieron todos y la habitación quedó silenciosa y casi en la penumbra como si con sus risas y su trasiego se hubieran llevado la luz y con ella a Andrea.

Sólo quedaron Sebastián y Federico, cada uno en la esquina de un sofá, consultando papeles y cifras ajenos a las idas y venidas del personal. Sobre la mesa habían amontonado las carpetas que Federico sacaba de su cartera de mano, el cenicero estaba lleno de colillas y la botella de coñac señalaba con su nivel el paso del tiempo. Martín se sentó con ellos.

Al principio no se atrevió a rehusar la copa que Sebastián le había servido y luego, a medida que fueron pasando las horas, con ese ritmo distinto al que nos somete la bebida corta y continua, se quedó al margen de su conversación que oía con el deleite de quien cabecea una siesta con las voces de fondo de la televisión, y se dejó envolver por el vaho de bienestar e ingravidez que le iba imponiendo el día.

Bajo las voces rompían una tras otra las olas livianas sobre las piedras oscuras que había visto en la playa, el reloj de la torre de una iglesia dio las ocho y sonaron pisadas en algún lugar de la casa; de vez en cuando rompía el susurro de la conversación el motor de una barca que se acercaba o alejaba, o el ladrido perdido de un perro, una voz lejana, sonidos separados unos de otros, de límites precisos, como ecos que estallan en verano en el crepúsculo rosado del mar.

Estaba tan poco acostumbrado a beber que cuando después de haber recogido todos los papeles se levantaron y Sebastián les llevó al primer piso por la misma escalera que había descendido Andrea hacía unas horas y los dejó a cada uno en su habitación -así podéis descansar un poco antes de la cena, les dijo-, se agarró al pasamano para mantener el equilibrio y una vez en su cuarto se dejó caer en una de las dos camas sin apartar la colcha blanca ni asomarse a la ventana que daba sobre la terraza y el mar desde donde siguiendo la corona de luces de la riba que acababan de encenderse habría podido verificar el contorno de la bahía con igual precisión que en el mapa enmarcado que había descubierto en el vestíbulo de la casa esa misma mañana tan lejana ya. Y cuando Federico entró a buscarle para bajar a cenar se puso en pie de un salto sin saber ni la hora que era ni dónde estaba ni por qué tenía la cabeza tan pesada y en la boca el mismo sabor amargo de los amaneceres con gripe de su infancia. Se dio una larga ducha con la esperanza de que el agua fría le limpiara también la mente. Y después, desde lo alto de la escalera, enfocó en picado el salón y la terraza otra vez llenos de gente y aunque tuvo que prestar mucha atención y recorrer el escenario más de una vez porque seguía con el entendimiento confuso por el coñac de la tarde y remoto aún por el sueño que se le había pegado con obstinación a los párpados, no descubrió a Andrea por ninguna parte. Ni cenó en la casa con ellos cuando ya todos se habían marchado otra vez, ni la vio después en el bar de la playa donde fue con Federico, Sebastián, Leonardus, el hombre de tez cetrina que había aparecido a la hora de comer y Camila, la madre de Andrea, una mujer alta y demasiado delgada, que no hacía más que ponerse en la boca un cigarrillo tras otro sin preocuparse de encenderlo, segura de que alguno de los hombres que la rodeaba, si no todos, habría de acercar la llama de su mechero al extremo del cigarrillo con tal precisión que ella no tendría siquiera que inclinar el cuerpo para acertarla. Martín la contemplaba arrobado y se preguntaba de dónde le venía esa seguridad mientras tomaba de nuevo coñac, que después del aperitivo y del vino de la cena, contrariamente a lo que había supuesto, le había reanimado. Sin embargo pasó con acidez y mareos la noche, o lo que quedaba de ella, porque tal como les había anunciado Sebastián al despedirse en la puerta de su cuarto, fue él mismo a llamarles al alba para salir a pescar y pasar luego la mañana en el mar. Casi no se dio cuenta de cuándo ni cómo se vistió, ni en qué momento bajó la escalera y salieron a la calle. Recordaba vagamente la riba oscura, camino del muelle, sólo iluminada por unas luces demasiado altas y metálicas para no parecer los tres, así bajo ellas, seres fantasmagóricos.

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