Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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– Es Leonardus, ¿le recuerdas?
Desde la mesa del restaurante a donde había llegado con demasiada antelación les vio venir riendo y vociferando. Andrea llevaba las gafas colgadas de la cinta y ni la falda estrecha y cortísima ni los altísimos tacones le impedían moverse con la misma soltura con que descalza bailaba sobre las piedras de la playa. Llegaron después los dos actores, un matrimonio entrado en años que cumplían las bodas de oro en la profesión esa misma semana, tan habladores que durante la cena estuvo silencioso escrutando con disimulo la dirección de su mirada.
– ¿Cuántos años tienes? -le preguntó ella en un aparte.
– Veintidós.
Le dedicó una sonrisa fugaz, un tanto indulgente, consciente de su incertidumbre y timidez.
– ¡Qué más da! -dijo al fin respondiendo a una pregunta que en cambio él no le había hecho.
Y eso fue todo lo que se dijeron en aquella cena interminable que sin embargo ella y Leonardus parecían disfrutar. Después, cuando le dejaron en casa e iba ya a meterse en el portal, le había preguntado desde la ventanilla del coche a qué hora llegaría ese viernes, con la misma dicharachera naturalidad con que había querido saber si había visto sus gafas en la sala, corazón, y él no supo qué responder. Fue ella la que, con el tono de quien sabe que sus órdenes por la coherencia y el tono en que han sido dictadas no admiten apelación, le organizó el viaje con Leonardus, que tenía intención de ir él también a Cadaqués el viernes por la noche.
– Yo iré mañana -añadió como si diera un detalle sin importancia pero segura de que él había de oírla-, después de dejar en el aeropuerto a Carlos que sale para la Argentina.
El viernes a la hora convenida Leonardus ya estaba en la puerta cuando él bajó. Venía en un gran coche negro con chófer y una chica rolliza y silenciosa a la que durante todo el viaje estuvo dando palmadas en los muslos para corroborar cuanto decía. A medio camino se detuvieron a cenar y le bombardeó a preguntas sobre su trabajo y su tiempo libre, cómo había comenzado y por qué había ido a trabajar con Federico, y a cada cuestión cerraba los ojos frunciendo los párpados como si quisiera concentrar más la mirada. La chica apenas habló en toda la noche.
– ¿Cuántos años tiene Andrea? -preguntó de pronto Martín con la brusquedad y la poca oportunidad de los tímidos.
Leonardus rio y dio otra palmada al muslo de la chica, que permaneció inmóvil.
– ¿Cuántos dirías tú? -preguntó él a su vez.
– Quizá veinticinco, veintisiete -una edad calculada por la que les suponía a los gemelos porque de hecho no había pensado en ello hasta la noche de la cena.
– Si ésos son años que crees, ésos son los que tiene. Yo sé los míos, tengo cincuenta y dos. Soy un anciano a tu lado.
Al despedirse, cuando lo dejó en el bar de la playa, le dijo distraídamente:
– Te llamaré un día y a lo mejor hacemos algo juntos.
Martín pidió un café y se dispuso a esperar con el convencimiento de que de algún modo Andrea sabría que él había llegado. Pero a las dos de la madrugada no había aparecido. Entonces tomó la cuesta de la iglesia donde el mozo del café le había dicho que su padre tenía una pensión y se disponía a entrar en ella cuando un grupo de diez o doce personas salió de un bar cercano. Martín no la vio entonces pero ella sí, se apartó de los demás y sin que se diera cuenta se colgó de su brazo.
– Te estuve esperando -le dijo.
– ¿Dónde? -preguntó él-. No veo yo que seas tan impaciente como dijiste en el mar.
Andrea, tal vez por el efecto de las copas o porque el súbito encuentro no le había dado tiempo a hacerse con la situación, se echó a reír tan sonoramente que en el balcón de la casa de enfrente asomó la cabeza una mujer chillando y conminándoles a callar.
– Ven -dijo entonces en un susurro, y se arrimó a él como si de repente con el silencio le hubiera entrado frío-. Ven -repitió.
– Espera -dijo él apartándola con cuidado, entró en la pensión, pidió una habitación, dejó la bolsa y volvió a salir.
Andrea se había apoyado en la pared y parecía haber perdido toda iniciativa. Llevaba una casaca muy corta de mangas largas y anchas y unas sandalias con una tira apenas visible, las gafas le colgaban de la cinta azul sobre el escote y la humedad había encrespado tanto sus cabellos que cuando Martín le tomó la cabeza para acercarla a la suya, por un momento el contacto de esa masa esponjosa borró cualquier otra sensación. Después le besó un párpado, luego el otro y le dijo muy quedo al oído: «Vamos».
El mar en calma a los reflejos de las luces de las ribas mostraba el fondo cubierto de algas. Brillaban como manchas en la oscuridad las balizas y los cascos blancos de las primeras barcas fondeadas y tras ellas quizá la intensidad de zonas más oscuras hacía adivinar otras y otras como telones borrosos superpuestos. Andrea se quitó la casaca de algodón y las sandalias y lo dejó todo en el suelo con las gafas, sin apenas preocuparse de ellas, igual que su madre se había puesto un cigarrillo en la boca segura de que alguien habría de encenderlo, le susurró al oído espera un minuto, vuelvo al instante con la Manuela y se metió en el agua tibia aún de sol. La estela de su cuerpo al alejarse fue ensanchándose hasta que abarcó la totalidad de la pequeña bahía y el vértice desapareció en la oscuridad y sólo quedó en el aire el rastro de un chapoteo acompasado que al poco rato dejó de oírse.
Se sentó en el suelo. El cielo era negro, el agua oscura tenía la calidad espesa de petróleo que adquiere a veces en las noches de bochorno. Le habría gustado saber cuál era la Manuela pero para los de tierra adentro, pensó, todas las barcas son iguales como son iguales para los miembros de una raza los rasgos de los de otra. En los fines de semana siguientes, cuando ya formaba parte del grupo heterogéneo que se reunía todos los mediodías en la terraza de la playa, y cuando sin saber muy bien qué decirles, porque era reservado, silencioso y tímido y no tenía ganas de hacer esfuerzo alguno para desmentirlo, asistía pasivo a sus inacabables conversaciones y debates, habría de intentar descubrir los detalles precisos que según Andrea caracterizaban cada una de las barcas que cruzaban la bahía. ¿Ves ésa con la proa levantada y popa de espejo? Así son las barcas de Tarragona. Pero Martín nunca supo qué era el espejo de una barca ni una popa de revés, ni logró percatarse de esa diferencia en la altura o el lanzamiento de las proas que al parecer constituía una forma inequívoca de conocer las barcas por su origen. Y al terminar el verano no era aún capaz de distinguirlas más que por el color de la pintura, por la escalerilla que llevaban adosada, o como mucho, por la altura del cambucho. Nunca pudo, como ella, reconocerlas por la forma de navegar y afrontar la proa la marejada con el sol de frente que oscurecía el contorno de las siluetas lejanas o cuando a la hora del crepúsculo se confundía el mar con el cielo y eran apenas una mancha que avanzaba medio escondida por la marejadilla.
Tras el horizonte se adivinaba un pálido resplandor de la luna que no tardaría en aparecer. Al poco rato en la lejanía rompió el silencio el leve zumbido de un motor y en unos minutos más apareció de frente la Manuela acercándose lentamente hasta que la quilla rozó la arena. Desde el suelo la proa se alzaba contra el cielo y ocultaba a Andrea, que al poco asomó la cabeza y le dijo quedamente:
– Anda, sube.
Martín se quitó los zapatos y se los dio con la casaca, las sandalias y las gafas, se agarró al botalón con una mano y saltó a cubierta.
La Manuela se apartó de la playa en marcha atrás. Andrea accionaba la caña del timón y la hizo serpentear entre otras embarcaciones y balizas hasta que tuvo el espacio suficiente para maniobrar, cambió entonces de sentido la caña, la hélice bajo el agua hizo un pequeño ruido de remolino y dando un giro casi en redondo la Manuela enfiló las tinieblas.
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