Rosa Regàs - Azul

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Premio Nadal 1994
Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.

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En la asfixia del aire las voces distintas habían perdido su significado. Le bullía la cabeza y le dolía la pierna. Con la mano todavía mojada intentó secarse el sudor. La noche era húmeda, pegajosa.

Por lo menos debe de haber cuarenta grados, pensó.

Apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Desde esa zona oscura y resguardada en la que se había refugiado se dispuso a esperar que se le secara el sudor y desaparecieran los rastros de lucha y de cansancio para reunirse con ellos, que ahora le parecían desconocidos, lejanos y vagos personajes de una historia que, de nuevo, apenas tenía que ver con la suya, cuyo reclamo sin embargo no le dejaba en paz desde que había llegado a esta isla. En el cielo, invisibles y altos aún, iniciaron su graznido monocorde y uniforme los buitres. Estoy delirando, pensó, los buitres no vuelan de noche, aunque todo parece posible en esa isla maldita. De pronto la idea de quedarse en ella un día más, de volver al reducto de los suyos, se le hizo tan insoportable que a la angustia se añadió el desconcierto porque no había lugar a donde ir que no fuera el que ellos ocupaban. El mismo ahogo, la misma abrumadora conciencia de que el recorrido estaba ya trazado que vislumbró aquel día, recién llegados de Nueva York, en que pisó por primera vez la espléndida casa de la ciudad donde habrían de vivir, donde de hecho habían vivido desde entonces, siete años ya, y donde todo parecía indicar que efectivamente seguirían viviendo. La vio tan definitiva, tan distinta a la retahíla de pensiones, habitaciones o apartamentos amueblados que había conocido desde que salió de su casa en Sigüenza apenas cumplidos los diecisiete años, que la imagen de su propio ataúd saliendo por la puerta de ese inmenso recibidor aún vacío apareció ante sus ojos todavía brillantes de excitación y asombro a la vista de tanta magnificencia. De esa casa sólo saldré cadáver, se dijo entonces atónito ante la certeza de una súbita e incontestable premonición. Porque miraba al frente y sabía exactamente lo que iba a ocurrir. Nada había de alterar ese camino al que de una forma u otra se había visto arrastrado, nada haría desviar el raíl que él mismo no había sabido eludir. Su vida de todos los días, igual a sí misma, no sólo en esa minúscula parcela de su existencia, sino respecto del ancho e inmenso mundo que nunca habría de conocer y de los universos a los que se llega por otros derroteros. Visión fugaz pero lacerante que se desvaneció con los pasos de Leonardus y el taconeo de Andrea sobre el parquet y su eco en las habitaciones vacías colmadas del sol de la tarde primaveral de la ciudad y con el clamor de diapasón de sus palabras, que amueblaban y disponían y se reproducían de pared en cristalera hasta perderse en la terraza atiborrada de grandes maceteros con plantas y árboles secos que habrían de reverdecer y crecer y dar sombra durante años a una vida que, por una curiosa combinación de hechos, les haría contemplar desde lejos la ciudad que ella había dejado hacía apenas dos años, y a la que él no había tenido jamás la intención de volver. En realidad nunca supo a cambio de qué recibió Andrea ese piso, pero sí se dio cuenta de que con la aceptación se daba por concluida una relación familiar con tal cúmulo de secretos y tensiones que su explicación y sus decisiones y las consecuencias que les siguieron se le habían escapado, quizá porque casaban tan mal con la primera versión que le había dado el día que llegó a Nueva York para quedarse con él. Le había dicho entonces no sólo que había sido sincera con el rubio y civilizado marido que tanto la amaba, sino con la familia entera que había aceptado con dolor pero con comprensión una decisión dictada por esa pasión tan perentoria que no atendía ni a la renuncia de los hijos ni a la de su rango privilegiado de princesa adorada y consentida, colmada de todos los ajuares y prebendas. Y el prestigio del que gozaba en la profesión parecía ratificar ese rango, por velada que fuera la sorna con que Federico insistía en que la libertad de que gozaba Andrea le venía de la mayoría de acciones que su marido poseía en el semanario donde ella trabajaba. Y quizá fuera cierto, porque durante el primer invierno había entrado y salido cuando y como le convenía, a media mañana o por la tarde, aunque siempre le llamaba con una urgencia que atribuía a su escaso tiempo. Entonces salía él a la puerta de la productora o de su casa en la plaza de Tetuán, y a los pocos minutos aparecía ella al volante de su coche.

Conocieron todos los meublés de la ciudad, hoteles de día y de noche, sin luces, carteles, ni leyendas, cuyas fachadas de balcones cerrados o ciegos, deterioradas a veces, escondían un panal de habitaciones y pasillos silenciosos y lámparas de lágrimas que tintineaban a su paso. Los recorrían cogidos de la mano, haciendo muecas Andrea o imitando los andares del camarero que los precedía con la mirada baja, voces en sordina, timbres apagados en algún rincón del caserón cerrado que indicaba a la recepción el deseo de salir de otra pareja. Eran habitaciones amplias y cómodas, con un aspecto de lujo venido a menos, de morada de viejas damas, de antigualla exquisita y depauperada que daba al entorno la magia de un reducto secreto y olvidado. Una institución que dejó a Martín sin aliento la primera vez que se vieron en la ciudad después del verano y de los largos fines de semana de septiembre, cuando después de haberse besado como adolescentes detrás de una puerta en su oficina, Andrea lo tomó de la mano, cogió el bolso y bajó las escaleras arrastrándole hasta el garaje y sin más explicación que una sonrisa de connivencia le hizo subir al coche y atravesaron la ciudad a toda velocidad sin obedecer los semáforos ni los desaforados silbidos de los urbanos al Minimorris rojo que se escurría entre el tráfico. Y al llegar a lo alto de una cuesta se metió en la boca oscura de un edificio, el coche se deslizó por una rampa profunda, siguió a marcha lenta por un pasillo casi a oscuras y se detuvo ante una puerta escondida entre cortinas. Al momento apareció un camarero con la mirada en el infinito que no pudo evitar un leve sobresalto al darse cuenta de que abría la portezuela a un caballero. Andrea dejó las llaves en el contacto sin apagar el motor y salió del coche, y riendo como si estuviera haciendo una travesura, se colgó de su brazo y entró con él tras el camarero.

Aquel día no volvió a la redacción y hacia las ocho saltó de la cama y desde el teléfono de la pared llamó a casa para decir que llegaría tarde y no la esperaran a cenar.

Cuando se tumbó de nuevo a su lado, Martín cogió uno de sus rizos negros y se entretuvo en enrollarlo en el dedo, y con la mirada abstraída en lo que hacía le preguntó:

– ¿Y tu marido? ¿Qué le vas a decir a tu marido?

Ni el uno ni el otro lo habían mencionado abiertamente en todo el verano y ella no parecía relacionar la deslealtad con las noches secretas y prolongadas que habían pasado en la Manuela , unas citas que ni siquiera interrumpieron cuando volvió Carlos de la Argentina a mediados de septiembre, aunque, como si su regreso hubiera impuesto un toque de queda a la fantasía, ella se apresuró desde entonces a volver a casa antes de que amaneciera. Y aunque a mediados de septiembre las noches comenzaban a ser más largas, ya no les daba tiempo a salir a cubierta para contemplar el fulgor de la luna sobre el mar, ni descifrar los caminos misteriosos de las estrellas, ni ver clarear, ni se durmieron más al primer calor del sol como cuando eran dueños de un tiempo que les pertenecía hasta por lo menos las nueve de la mañana. Martín se maravillaba de la poca importancia que Andrea concedía a lo que su madre, en Sigüenza, habría llamado los respetos humanos, y de cuan poco se preocupaba de esconder sus pasos, hasta el punto de que, ya casi desvanecido el verano, en un momento de duda y soledad llegó a vislumbrar la posibilidad de que cuando volvían a tierra y él se iba a la pensión, ella corría a casa y le contaba al marido lo que había ocurrido entre los dos, igual que le había hablado a él de sus proyectos hacía media hora, apoyada la cabeza en sus rodillas, la Manuela a la deriva y el motor parado -nunca hagas esto si algún día tienes una barca, decía, si me vieran los pescadores perdería el poco prestigio que tengo ante ellos-. Algunas noches de mar rizada, Martín, sentado en la bañera, acusaba el incontrolado balanceo de la falta de gobierno y sentía un peso en la boca del estómago que por nada del mundo se habría atrevido a confesar, que intentaba paliar mirando un punto fijo como le habían enseñado cuando era niño y se mareaba en el coche de línea camino del molino de Ures. Luego, cuando ella se levantaba para poner el motor en marcha escondía también el indefinible e intenso terror a que no arrancara como había ocurrido otras veces, aunque nunca de noche, sin poder descubrir si lo que temía era que quedara al descubierto su secreto o andar a la deriva en ese cascarón a merced del mar y de las entradas de viento del norte, o peor aún, decían, del de levante, de las que tanto había oído hablar y aún no había conocido. Pero ella, que sabía leer en su rostro, se sentaba en sus rodillas y le decía al oído como si se tratara de una importante revelación: «No sufras, el mar está en calma y no va a entrar el viento. Y si el motor no arranca la corriente nos llevará a la costa, o algún pescador nos recogerá cuando salga al amanecer. Pero arranca -y se levantaba y apretaba el botón-, ¿ves?», y las explosiones colmaban el silencio y tranquilizaban su mente y su estómago cruzado de vahídos. Andrea triunfante se ponía al timón y enfilaban con parsimonia la bahía dormida aún.

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