Rosa Regàs - Azul
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Azul es la relación de una intensa pasión amorosa entre una mujer, Andrea periodista, casada y con una complicada vida social y un muchacho más joven, Martín Ures, que llega del interior de la península para descubrir un variado mundo de gentes y trabajos y, sobre todo, esa capacidad alquímica del amor que lo convierte en algo tan mutable y tan definitivamente peligroso.
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Incluso cuando, quizá por mostrar que nada tenía que ocultar a su marido, invitó a Martín a pasar el último fin de semana del verano en aquella casa que no había pisado desde que fuera con Federico a mediados de julio, la misma noche, al salir de una fiesta, se zafó del resto de la gente, le tomó de la mano como la primera vez y fueron a nado a la Manuela . Martín interpretó tal audacia como un alarde de su amor por el riesgo, de la necesidad de llevar los acontecimientos a su punto límite como el funambulista sólo se siente seguro sobre el precipicio. Quizá Carlos, que la conocía bien, debía de saber que la fidelidad esencial era la que le dedicaba a él. Quizá ninguno de los dos traspasaba los límites de lo que tácitamente se habían permitido. Pero dónde estaban esos límites Martín no pudo saberlo jamás. Porque al día siguiente a la hora de cenar no mostraba el menor asomo de violencia ni de tensión, cuando era evidente que de los tres, por lo menos uno y en alguna medida dos, eran los engañados. Por eso, la segunda noche, no queriendo prolongar más una situación en la que no sabía qué papel estaba jugando, se retiró pronto y desde su habitación en el piso superior les vio juntos leyendo la prensa en la terraza que daba sobre el mar en una escena de placidez perfecta que parecía escrita para mostrar en un guión la indisolubilidad de dos cómplices amantes y seguro de que ellos a su vez le habían visto asomado tímidamente a la ventana, se preguntaba con amargura cuál de los dos se la estaba dedicando.
Porque desde el principio Andrea -como hacen los hombres cuando conquistan una mujer para acallar los remordimientos de su infidelidad, según había dicho Chiqui días antes en el barco, o para que comprenda que no puede aspirar a más, había añadido Leonardus- le había dado a entender que a su modo amaba a su marido, quizá por marcar el tono de su relación y dejar claro hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Y nunca rectificó su posición. Jamás, ni en los momentos de mayor intimidad dejó escapar una confidencia que le mencionara, un resquicio por el que él pudiera comprender la naturaleza de esa unión que parecía indestructible y que en cualquier caso no parecía dispuesta a poner a prueba. Pero ¿no era acaso ponerla a prueba estar con él? Cuántas veces, mientras el sol del mediodía entraba por las persianas entornadas del meublé, en lugar de vestirse porque el tiempo había terminado, parecía tener una inspiración, descolgaba el teléfono y llamaba al periódico para avisar que el almuerzo terminaría más tarde de lo previsto y no llegaría a la redacción hasta las seis. Y volvía a la cama contenta como una niña que hace novillos porque había arañado un par de horas al trabajo. Tenía tal inventiva e imaginación para el engaño que se preguntaba a veces, en los momentos de mayor soledad, si no le estaría engañando a él también en una telaraña de argucias y falsedades encadenadas que quién sabe si siquiera ella misma sabía dónde estaba la verdad. Pero cuando se trataba de su marido no titubeaba. Sabía exactamente a la hora que debía partir y no se demoraba un instante más, fueran cuales fueran los pretextos que él inventara, como si esa zona de su vida fuera un jardín escondido que quería preservar y al que sólo ella tuviera acceso.
Martín entonces se quedaba mucho más solo, sin compañía ni casi esperanza. Así transcurrían todos los viernes, sábados y domingos y todos los periodos de vacaciones. Y cuando un día del mes de febrero, después de un fin de semana que se había convertido en un viaje de varios días sin previo aviso, la vio aparecer finalmente a las siete de la tarde en el bar del hotel Colón, y convencido de que no le sería posible resistir otra prueba como la que acababa de pasar le propuso en un arrebato de pura inconsciencia no un fin de semana con él sino toda la vida, fue la única vez que ella se refirió a su marido acercándose al fondo de la cuestión con una gravedad que dio por terminada la conversación: «No puedo. Eso no puedo hacerlo. No le amo más que a ti pero esto no puedo hacerlo».
– ¿Qué le vas a decir a tu marido? -repitió al ver que ella no le respondía, consciente de que se internaba en terreno vedado pero con la voluntad de hacerlo, ahora precisamente que con el fin del verano parecían entrar en una nueva etapa más perenne, más definitiva que, sin embargo, por la insistencia de Andrea en no hablar más que del presente no atinaba a saber aún a dónde les iba a llevar.
Ella se volvió, se acercó cuanto pudo hasta quedarse pegada a él y con la mano que le quedaba libre le puso el índice en la boca y susurró: «Pssssst, pssst». Luego se levantó de un salto y comenzó a recoger sus ropas, se fue al cuarto de baño y mientras esperaba a que saliera el agua caliente asomó la cabeza, y riendo, siempre riendo, dijo:
– Vámonos por ahí a cenar. -Y al ver cómo él se incorporaba, o quizás al adivinar por la sorpresa del gesto la pregunta que iba a hacer, saltó sobre la cama, se quedó en cuclillas frente a él, volvió a ponerle el dedo en los labios y repitió el mismo sonido conminándole al silencio-: Psssst, psssst.
Cuando aquella noche después de la cena, vencidos de sueño y de cansancio, Andrea le dejó en la puerta de casa, él dio la vuelta al coche y se puso en cuclillas frente a la ventanilla donde ella seguía con las manos inmóviles sobre el volante:
– No quiero dejarte -susurró, besándole la nariz y los ojos-, no sólo quiero hacer el amor contigo, quiero desayunar, comer, pasear, sin miedo, quiero decidir qué vamos a hacer, qué será de nosotros, quiero saber qué es lo que quieres tú. -Pero ella le miraba y sonreía, y él no entendía si le estaba pidiendo que tuviera paciencia o si se abstraía melancólicamente en proyectos que también a ella estaban vedados-. Déjame por lo menos que te acompañe a casa, yo puedo volver caminando.
– No -respondió Andrea cerrando los ojos y dejándose besar-, no tiene sentido. Cuando hayas aprendido a conducir, cuando tengas un coche, cuando seas rico y famoso.
– ¿Famoso yo? -Martín se puso en pie-. ¿Qué es lo que te hace suponer que quiero ser rico y famoso?
– Todos lo queremos -respondió ella, y después de un momento-: Buenas noches -dijo y puso en marcha el motor. Y antes de arrancar, recuperado a pesar del cansancio el aire desenvuelto que utilizaba para hablar en público, añadió-: Te veré mañana en la galería del paseo de Gracia, corazón, iré un poco tarde pero no te vayas hasta que yo llegue.
Martín permaneció de pie en la calzada recién regada que el calor casi estival de octubre había revestido de vaho a la luz vacilante de las farolas. Tenía en las manos todavía el olor a su piel y a su pelo, y mezclado con el sabor incierto de esa absurda palabra había irrumpido en su mente la conjetura de un desencanto aunque en su alma persistía la tristeza por la separación repentina, como si todo aquello no hubiera sido, como si él mismo hubiera inventado la historia más hermosa. Y con un escalofrío de destemplanza y soledad abrió el portal de rejas de hierro y cristal que se cerró con estruendo tras de sí dejando la noche temblorosa.
Al día siguiente en la galería apareció Andrea con su marido y tres amigos. No era excesivamente alta ni particularmente hermosa pero, decían, llenaba un local con su presencia. Y era cierto, al verla tan segura de sí misma, tan radiante, intuyó que esa gracia tal vez se originara en su capacidad de recrearse y estar atenta de una forma especial a la relación que tenía con cada uno, y distinta siempre de la que tenía con los demás, esa forma de crear un mundo tan denso y compacto que multiplicaba por sí misma el placer y la complicidad: en esa certeza radicaba su seducción y su soltura.
Aquel invierno se le fue esperando. Había conseguido quedarse n Barcelona otro año como segundo cámara de la serie documental sobre la ciudad para la televisión italiana que Federico quería poner en marcha cuanto antes, pero los permisos tardaban en llegar y el equipo perdía las horas esperando. Martín también esperaba la orden del productor para ponerse al trabajo pero sobre todo esperaba la llamada de Andrea. Por la noche, hacia las once, se sentaba a una mesa de Boccaccio cuando el local aún estaba vacío y, con una copa en la mano, esperaba a que llegara. A veces estaba sobre aviso, otras confiaba en el azar. Ella aparecía mucho después de la medianoche siempre rodeada de un grupo de amigos y una vez se había instalado en su mesa a él no le quedaba más que seguir esperando a que volviera la cabeza en la dirección donde se encontraba él porque, contrariamente a lo que había ocurrido en el verano, ahora se veían siempre a escondidas fingiendo en público una distante y fortuita relación.
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