Se incorpora en el sofá para arrodillarse en el suelo ante la chimenea. Ha sido un movimiento veloz ejecutado en dos movimientos precisos, de intención nítida. ¿Cuánto tiempo llevará la chimenea apagada? La última vez que la encendió tuvo que ser en el invierno previo a la irrupción de Vera, pero no logra verse amontonando las astillas para prender el fuego. Coloca el papelito sobre la reja metálica de la base de la chimenea y al caer en la cuenta de que no lleva encendedor prueba suerte con la caja de cerillas que debe de llevar ahí desde la última y lejana vez, esperando quizá este instante. Toma una e intenta prenderla sin demasiadas esperanzas, pero inesperadamente surge una efusión amarilla y azul que chisporrotea hasta quedar convertida en una serena llamita, de algún modo milagrosa. Las cosas más simples pueden vivir más que un ser humano: un trozo de papel, una cerilla, esta llama… La aplica sobre el papelito sin odio, como el jardinero primoroso que fumiga contra las plagas su flor favorita. El papelito, acaso correspondiéndole, arde sin sentimentalismos, y no le da tiempo a desarrollar metáforas sobre el hombre que vuelve a sentir calor ante la hoguera de la vida: en el soplo de dos o tres instantes, el papelito se ha convertido en ceniza que una corriente invisible absorbe por el tiro de la chimenea hacia la noche exterior. La llamita, cumplida su función, muere también. ¿Tan fácil era?, piensa Bastian mientras, ahora sí, se tumba a lo largo del cuerpo del sofá. Meticulosamente, evita convocar pensamiento alguno. Quiere que fluyan las sensaciones, los instintos. Pero una somnolencia cálida que le parece hecha de aceite le masajea el cuerpo y, sin poder ni querer evitarlo, se queda dormido.
No sueña con espectros de vaginas jugosas ni con alfileres puntiagudos esgrimidos por hombres sin rostro, sólo duerme. Duerme y, cuando despierta, se ve rodeado por la luz del día. Alguien, a lo largo de la noche, le ha arropado con la gruesa gabardina. Algún fantasma cariñoso o él mismo, en gesto inconsciente.
La clarividencia de sus pensamientos es tan grande e intensa que va por delante de los miembros adormilados, y tiene que retenerla un momento mientras acaba de sacudirse el sopor. Hay un orden mental sin lugar para las dudas que mágicamente se ha establecido dentro de su cabeza. Los primeros pasos de su nueva vida han de darse en Madrid; todos, excepto uno.
Se pone en pie y sale al exterior. El jardín muerto contiene más vida, con todos sus hierbajos y barrizales secos, que el escenario etéreo y negro donde la víspera escuchó la confesión de Julián. Ese fantasma se fue de su vida la noche anterior, y él no le va a dejar opción de regresar. ¿Y Humberto, muerto prácticamente desde que por primera vez oyó hablar de él y durante tanto tiempo sustento de sus pesadillas? Sus huesos son reales, y esa calavera en silla de ruedas difícilmente va a sustentar a espectro alguno. Murió viendo cómo follaba la mujer amada y odiada, y ahí se tornó esqueleto. Cuando Sebastián Díaz, dueño de la casa y otra vez de su vida, regrese al caserón en las próximas semanas llamará a la policía como tenía que haber hecho cuatro años atrás. No, ese fantasma tampoco va a volver a molestar.
Sólo queda Vera.
Bajo el acantilado yace la playa, lejana e indiferente a él. Estaría también desierta de no ser por una silueta negra que se halla plantada ante el mar. Bastian, a pesar de la distancia, cree reconocer el traje de buceo que la víspera vio agitarse colgado de la terraza del hotel como si lo habitara un ser invisible.
Clara.
Al entender que es ella le asalta una emoción intensa surgida de la realidad, sin espacio para vuelos fantasmales: Clara, la resuelta y triste y valiente Clara va a sumergirse en busca de los vestigios de su hijo a pesar de su dolencia cardiaca. Contra todo y contra todos. La víspera, cuando Bastian la recogió de la misma arena sobre la que ahora se prepara ella para su reto, pensó que esa desconocida irrumpía en su vida para que él le contara su historia. Lo cierto es que apenas han cruzado unas palabras, y él sabe que no va a verla más. Sin embargo, Clara fue la primera mujer, la primera persona, en llamarle por su nombre verdadero tras cuatro años de clandestinidad de sí mismo. Le devolvió su identidad con una sola palabra. ¿Qué otro diálogo es necesario?
Le parece justo dedicarle su siguiente gesto. Saca el revólver, introduce el dedo en el hueco del gatillo y vuelve el cañón hacia sí. ¿Cuántas veces, aunque le faltara el valor, pensó que matarse era la mejor opción para huir de la pesadilla que ahora se ha revelado inexistente? Sonríe por tercera vez en pocas horas al pensar en aquella vieja regla del cine según la cual todo revólver que aparece en una película será utilizado antes o después. Y en efecto, Bastian usa por fin el suyo ahora, y le da la función que siempre debió de tener en su vida. Agarra el revólver por el cañón, lleva el brazo hacia atrás para tomar impulso y lo lanza al mar. Un punto negro que desciende veloz hacia el abismo y desaparece de la vista antes de hundirse en el agua sin hacer ruido ni levantar espuma. Bastian lo despide con la vista, y luego, al mirar de nuevo hacia Clara, tiene la sensación de que ella, todavía en la orilla, se ha vuelto hacia él y lo mira.
Bastian, espontáneamente, alza el brazo y lo mueve sobre su cabeza a modo de saludo. Siente un escalofrío hermoso cuando ve que Clara le responde.
– Suerte, Clara -susurra Bastian.
Luego se da la vuelta y se aleja. Entiende que preferirá estar sola para comenzar la tarea enorme que le aguarda en el mar.
Suerte, Clara.
Y sabe que estas dos palabras serán las últimas que pronuncie Juan Bastian antes de volver a ser Sebastián Díaz.
Es mentira que se pueda vivir sin la verdad.
Clara escuchó esa frase más de treinta años atrás. Merced a la extraña tranquilidad que le otorga el mar casi quieto, mucho más paciente que ella, que tiene ante sí, se ha demorado en recordar aquel primer curso en la facultad de Económicas, el aula desangelada con sillas tan incómodas y endebles que eran la broma preferida de los estudiantes, y aquel profesor que al comenzar su curso dijo aquella frase que, inexplicablemente, se pegó a su vida. Es curioso, reflexiona desde su lucidez desnuda, cómo ha podido permanecer dentro de ella para ser recordada ahora y surgir viva, joven y fuerte mientras todo lo que un tiempo pareció esencial se ha ido. El estudiante encantador y brillante del que se enamoró en tercero de carrera y con el que se fue a vivir, ¿dónde se ha ido? Quedó embarazada de él cuando su relación era ya una muerta en vida, ocho años que comenzaron intensos y parecieron para siempre, pero se fueron deshilachando hasta desaparecer. Él le parecía a ella un mediocre resignado y receloso, y ella a él una mujer confundida y frustrada. Hoy es incapaz de recordar con precisión los detalles de su rostro y figura. Le cuesta evocar la voz o la risa del hombre que puso el semen para que Eloy existiera y viviera sus años insultantemente cortos. Cuando se fue, Clara no le habló del hijo que llevaba dentro. Fue una decisión largamente meditada. La hizo su apuesta de vida. Y la perdió, la perdió varias veces. Por la adicción a las drogas de Eloy, por su maltrato, por su muerte. Ahora también Eloy se ha ido. Sólo queda la última apuesta. Y es imposible de ganar. Pero sigue siendo mentira que se pueda vivir sin la verdad, y debe jugar. Jugar en un campo situado al otro lado de la muerte. ¿Mintió Eloy? ¿Alucinaba por la recaída? ¿O es cierto que tras el horror del cumpleaños puso su empeño en recuperarse? Ella, para averiguarlo, va a sumergirse en el mar donde su hijo afirmó ver al hombre sentado. Por su salud es muy arriesgada la inmersión, pero mayores riesgos tiene permanecer en la ignorancia. La ignorancia, lo sabe muy bien, será su fin lento e interminable, la agotadora podredumbre de quien fue y quiso ser, una transformación lineal en caricatura vieja y seca de sí misma.
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