El coche arranca y se aleja, elevando alrededor de Clara una suave nube de polvo. Es breve, inofensiva, le basta guiñar los ojos para defenderse de ella. Y sin embargo, esa ingravidez que pronto regresa a su reposo sobre el camino le hace sentirse inesperadamente desvalida. Tal vez se debe a la partida de Emilia, a la evidencia de que se queda a solas con sus respuestas. El mundo, de pronto, lo componen su equipo de buceo y el mar maldito de amor bajo el acantilado. También, y sobre todo, la pregunta crucial sobre quién fue Eloy en sus horas finales.
– Pasó una mañana de hace veinte años. Yo empezaba a ser un viejo. Vera tenía diecisiete años para cumplir dieciocho.
La voz de Julián, como el penúltimo aliento de un desahuciado, resuena rasposa al atravesar la tráquea hacia el aire frío, y se desmenuza en sílabas apenas audibles al contactar con él. Su cuerpo, escorado hacia la derecha, fía todo el peso al bastón, que contagiado de su quiebra moral podría partirse. Alrededor de sus piernas aletean sin brío los faldones de la gabardina, como banderas de un ejército aniquilado. El viento, casi quieto, parece haber demorado su paso sobre el acantilado para escuchar al ex policía, que sin embargo se empeña en hablar al vacío sobre el mar de tú a tú, con ensimismamiento solemne. Tal vez ve levitar entre las sombras del crepúsculo que se apaga el espíritu de algún confesor dispuesto a absolver su pasado.
– Fue en nuestra playa, esa misma en la que años después nos encontramos para hablar de robos y crímenes, de matar y morir. Casi no tiene arena, nunca la ha tenido. El oleaje es fuerte, por eso suele estar desierta. Yo iba allí para pensar a solas. La madre de Vera había muerto semanas antes y me sentía descolocado, sin saber qué hacer, esperar un ascenso o probar suerte en la ciudad, aunque suerte de qué… Todavía no había aparecido Humberto en mi vida, en nuestra vida. Todavía era un policía municipal del montón. Honesto, aunque tampoco tenía opción de no serlo. Mi sueldo y poco más. Eso, y ganas de tener otras cosas. Aquel día había en la playa una mujer bañándose a lo lejos. Parecía desnuda. Me acerqué.
Bastian permanece atento, un metro por detrás de él, listo para evitar su caída accidental o premeditada. No le importa que Julián viva o muera, pero quiere oír lo que se ha lanzado a contar. La masa del mar se desdibuja ante ellos, fundida con la primera oscuridad de la noche. Sólo el susurro del oleaje recuerda que ahí mismo, a un paso, está el abismo.
– ¿Has pensado que una mujer desnuda, desnuda en el mar, es una de las cosas más fuera del tiempo que existen? En una playa llena no, eso es distinto, ahí una mujer, que además no suele estar desnuda, pasa más inadvertida. Se oye gritar a los niños, la gente lee o pasea… Piensa un momento. La playa, normalmente, está llena de las cosas que hemos creado en este mundo nuestro: los periódicos y los libros que leen los veraneantes, sus bañadores, sus toallas, las sombrillas, los móviles sonando, las latas de refresco, hasta las risas parecen embotelladas, todas iguales… Pero una mujer que se baña desnuda entre la espuma, entre las olas, sin signos de civilización a la vista… Eso es otro asunto. Eso está fuera del tiempo. Ves la escena y comprendes que puede ser de ayer mismo, de hace veinte años o de hace quinientos, también de dentro de mil. Una mujer desnuda en el mar. Con ella no hay reglas, no hay leyes, ahí no entran Dios ni los curas.
La voz de Julián, al evocarlo, parece haber hallado aliento nuevo. Bastian también se extasió siempre ante el indómito paisaje que se domina desde este punto del jardín sobre el acantilado, sin otro vestigio de la mano humana que las lejanas torres de apartamentos. Aquí mismo sorprendió a Vera vigilándolos con los prismáticos, aquí empezó ella a contarle su plan falso, su premeditada mentira primera: «Quiero robar a Humberto, necesito que me ayudes»; aquí mismo podría Humberto haberlos espiado a ellos sólo con estirar un poco el cuello.
– Yo también me desnudé, ¿por qué no? Fue un impulso, seguramente también una osadía. ¿Y qué? La playa era tan mía como suya. Y al desnudarme fue como si la mujer se hubiera desnudado más todavía. Saltaba y jugaba con las olas, enérgica, incansable, hermosa… No me había visto aún. Sentí que me había quitado todos los lastres. De pronto no era un viudo aburrido, no llevaba uniforme, no tenía una hija adolescente y pesada. No era honrado, ni era bueno… ¡Qué magnífico instante! Nunca he sabido qué pretendí. No era follar, ni provocar a la mujer, tampoco molestarla. Creo que sólo quería eso, exactamente eso: sentirme libre de todo. Cuando comenzó a acercarse a la orilla, yo también fui hacia el agua. Enseguida dejó de nadar y saltar, puso el pie en el fondo y echó a andar hacia la arena, con las olas estallándole detrás. Y entonces vi que era Vera. ¿Te imaginas? Jamás me había visto desnudo. Ni yo a ella desde que cumplió los doce o trece años. No supe cómo reaccionar, me quedé callado, esperando. Ella se enfadó mucho. No es que estuviera avergonzada, o crispada. Estaba enfadada, muchísimo. Y retadora, lo vi en cómo cogía la toalla y se frotaba, gestos secos que cortaban el aire, parecía que quería despellejarse a sí misma. Se vistió y se fue sin decir una palabra, clavándome los ojos cada poco, cada vez más indignada.
Abajo, el agua invisible a causa de la noche debe de estar helada. La piel de Bastian se escalofría al imaginar la zambullida. De niño se figuraba que la soledad del náufrago en el mar debía de ser aún peor cuando moría el día y venía la oscuridad. Y piensa en la mujer ciega, en su noche continua. Si es efectivamente Vera, ¿qué tristeza la invadirá al añorar los días en que su cuerpo pletórico y joven reinaba sobre este mar y esta tierra, sobre él? Tu espíritu libre, encerrado en un cuerpo sin ojos… De pronto, una oleada de ternura hacia la ciega lo arrasa por dentro, y se vuelve sentimiento definido, con formas propias. Si estuviese en Madrid iría en este mismo instante a buscarla para preguntárselo sin adornos ni miedos… Vera, ¿eres tú? La verdad, la verdad desnuda. Y entonces, estupefacto, siente surgir en su interior el afán inesperado y desinteresado de abrazar a esa desconocida y de hacerlo con independencia de que sea Vera o no, estrecharla junto a sí como mínimo consuelo inútil contra su oscuridad sin retorno.
– Y yo me quedé allí, pasmado ante el mar. No dije nada, dejé que se fuera sin decir nada. No hablé, ni pensé. Me quedé quieto como un imbécil, hasta que el frío me hizo reaccionar y volví a casa. Hará alrededor de veinte años. Pues fíjate qué te digo: siempre he pensado que Amir o Amin, o como coño se llamase, murió aquella mañana. Todavía no nos conocía, seguramente entonces era un chaval y estudiaba en el instituto. Pero aquella mañana quedó escrito que yo acabaría matándolo. ¿Te gustan las mujeres muy jóvenes, chico?
Julián gira el cuello con pesadez rígida de hombre agotado o lobo viejo. Sin embargo, sus ojos entrecerrados todavía emiten chispas enrojecidas y húmedas, lágrimas por el pasado perdido o por el presente interminable que destacan en mitad del rostro desdibujado por la proximidad de la noche. De no ser por la iluminación tenue que les da la luna, en cuestión de minutos los dos hombres dejarían de verse, serían uno para el otro bultos informes, sostenidos frente a frente por el afán de saber de Vera. Bastian comprende que el ex policía no aguarda su respuesta. Al volverse hacia él, Julián sólo ha querido constatar que continúa a su espalda, vigilante pero también escuchándole con el oído bien atento. Por primera vez en tantos años está relatando su historia a un ser vivo. Quién sabe cuántas veces la habrá contado al acantilado, a la playa o a las paredes de su casa, al espíritu de su hija desaparecida o simplemente a la noche.
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