Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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Y así ha llegado el día en que, tras encontrarse en la calle, ha podido pronunciar las palabras que lleva larguísimo tiempo prometiéndose que serían las primeras que pronunciaría:

– Soy libre.

Y así, libre, se orienta como puede para regresar a Padrós, donde todo comenzó y donde todo ha de terminar.

Y así, de regreso a Padrós, se encuentra una mañana, la segunda o la tercera desde que huyó, en un camino donde avista a un ser humano vivo, el primero que se cruza en su deambular entre las sombras de la noche para eludir el riesgo de que la descubran y la vuelvan a encerrar. Es un joven campesino que tira de un par de bueyes uncidos a un carro, y que respinga al ver ante sí a la espectral anciana cubierta con un vestido blanco manchado de barro. Él no puede saber que surge de años de encierro, de envejecer en la soledad, la pena y el desconocimiento de los sucesos del mundo, nutrida únicamente por el recuerdo a la deriva de su olvidada esperanza de felicidad arrancada de cuajo. Tampoco imagina que la anima y sostiene una resolución firme e indestructible.

– ¿Está muy lejos Padrós? -pregunta Leonor, temerosa del atemorizado muchacho.

– Por ahí, a dos kilómetros andando, está el pueblo -responde el joven a toda prisa para no irritar al fantasma, a la bruja, al súcubo, al diablo disfrazado de anciana.

– ¿Y el caserón del acantilado, sigue allí donde siempre estuvo?

– Allí sigue. A muy poco del pueblo, tirando por una carreterita nada más pasar Padrós.

Los ojos de Leonor se anegan entonces en lágrimas traidoras que no ha sentido venir. Le ha emocionado comprobar que sigue existiendo la facultad humana de preguntar y ser respondido. Y tanto se conmueve ante ese simple milagro de la vida que, aunque tiene prisa y no quiere pararse, se deja llevar por la tentación de volver a experimentar esta mínima y enorme aventura de preguntar y ser respondido.

– ¿Qué día es hoy?

– Miércoles -el joven, cada vez más nervioso por lo que podría ser un inminente interrogatorio de esta poderosa bruja, tal vez un demonio venido del más allá, eleva la voz con cierto aire marcial.

– Miércoles… -se conmueve de nuevo Leonor. Miércoles, los días no son uno único e interminable, extendido durante años y años con soplos de noche negra en medio. Los días siguen teniendo nombre. Hay lunes y sábados. Hay miércoles-. Miércoles… Miércoles…

El joven campesino, ignorando qué fuerzas oscuras puede convocar esta maga salida del infierno, recuerda cómo su padre le tiene dicho que no conviene irritar a la gente poderosa y por eso, para congraciarse con la misteriosa mujer que acaso ya no le escucha, se esfuerza por ser amable y condescendiente.

– Sí, señora, miércoles 4 de septiembre de 1951.

Será por haber pronunciado esta fecha que el joven, al contar en los días y semanas y meses siguientes su encuentro con la mujer arrebatada que buscaba la casa del acantilado, podrá recordarla. Dos días antes, se pudo cotejar luego, había huido la pobre loca del manicomio, y por esa significativa coincidencia fijaron las habladurías comarcales en ese 4 de septiembre el inicio de la leyenda de Leonor la de la Eñe, con su arrebato de amor y su vestido blanco manchado de barro.

Pero ella será ya ajena a toda esa especulación. Ha oído la fecha, 4 de septiembre de 1951, y un rescoldo de lucidez le permite hacer el cálculo mientras recorre los cientos de metros que la separan de Padrós, que atraviesa después impunemente, amparada por la temprana hora del amanecer: han pasado casi cincuenta años desde el día en que su bebé le fue arrebatado, desde el día en que desapareció Gabriel… Hoy, ahora toma sentido el poema que él comenzó a escribir. Ciertamente, todo ha sido tiempo fluyendo. Cuarenta y nueve años, dos meses y tres semanas, se deleita en precisar todavía un poco más cuando avista el caserón del acantilado. Sonríe por primera vez en todo ese tiempo, y le sorprende ver que sigue recordando cómo se hace. Sonríe orgullosa, porque nadie ha sido capaz de doblegar su voluntad ni la fuerza de su afán. Y al fin aquí está, decidida y valiente, tan ansiosa por abrazarse a su destino durante largo tiempo arrebatado que no se demora un solo segundo en contemplar el escenario donde se desencadenó y tuvo lugar la tragedia, sino que llega a la cima sobre el acantilado, inspira con toda la fuerza de que son capaces sus viejos pulmones ansiosos de libertad, busca por última vez apoyo en el rostro del espejo y se arroja pletórica y feliz al mar donde Gabriel y Damián llevan cuarenta y nueve años, dos meses y tres semanas aguardando que vaya a reunirse con ellos.

37

Apenas ha visto a Julián confundirse con la noche, Bastian, solo y perdido también en la inmensidad oscura como aquel náufrago con el que, asustado, soñaba de niño, avanza poco a poco, pisando con cautela porque apenas ve sus propios pies, y llega hasta la entrada del caserón. El instinto ante la oscuridad impulsa su mano hacia el interruptor de la luz una vez se encuentra en el salón principal, pero no llega a encenderla. Sin saber muy bien por qué, opta por buscar el sofá a ciegas, tanteando entre la quietud de los muebles amarilleados por la luna. Se planta ante él y, acaso porque entiende la trascendencia del acto mínimo que se dispone a emprender o quiere provocarla, toma aire hasta el fondo de sus pulmones. Sólo entonces se sienta en el sofá.

Sabe de pronto que acaba de cerrarse el círculo abierto cuatro años atrás, cuando se levantó de este mismo sofá, espoleado por el pistoletazo de salida de su carrera hacia ninguna parte.

Los círculos vitales se cierran con un vértigo intenso; de lo contrario, o no son círculos o no son realmente vitales, y Bastian siente moral y físicamente el que ahora le corresponde experimentar, como un erizamiento extrañamente sereno de la piel producido más allá del punto donde los científicos, los filósofos o los embaucadores encuentran explicación a las cosas. Y cuando el escalofrío concluye, él se encuentra ya en otro lugar nuevo. Es un hombre distinto al de un segundo antes. Con repentino buen humor, inimaginable un minuto atrás, se pregunta si deberá cambiar otra vez de identidad y de nombre, y decide posponer la cuestión. Una lucidez repentina le permite verse a sí mismo y ver también, sin revancha alguna, a los fantasmas del pasado. Le parecen de pronto frágiles y melancólicos, como solitarios viajeros esperando en el andén, cualquier frío anochecer de lluvia, al tren que se los llevará para siempre. Es más largo el adiós de los fantasmas que el adiós de los muertos, e infinitamente más peligroso. El tiempo de los fantasmas es de goma. Las agujas de su reloj están hechas de sentimientos, el engranaje que las mueve es un corazón muerto tiempo antes que todavía sufre y las horas que marca van hacia atrás, a veces a saltos… La mano de Vera, trazando letra a letra las once palabras sobre su vientre, sobre su sexo. Todo es nada, todo es a lo sumo tiempo que fluye. Fue en la hora ciento seis cuando Vera, juguetona y manipuladora, impregnó el papelito con los rastros del semen de Sebastián en los labios. ¿No equivalió aquel gesto a fundir el lacre que sellaba su destino?

Ésta es la hora ciento ochenta y ocho de las ciento ochenta y siete horas, y siente cansancio físico, el sofá casi lo invita a estirarse sobre él, a permitir al cuerpo que duerma. Normal que tenga sueño, llevo ciento ochenta y siete horas sin dormir. Otro destello de humor, el segundo en poco tiempo. Bastian lo celebra con una sonrisa mínima pero larga, que se adhiere a sus labios y permanece ahí. El primer minuto de la hora ciento ochenta y ocho, su primer segundo, la frontera física con el futuro inmediato, una orden de libertad condicional para la obsesión y el delirio, que desde hoy tendrán que buscar dónde dormir. El entierro del semen seco, para el que Bastian decide oficiar un funeral significativo sin miramientos con la solemnidad. Saca el papelito de la cartera, lo palpa. En la oscuridad parece inofensivo, podría ser el envoltorio de un caramelo o un recibo de la tarjeta de crédito olvidado en el bolsillo. No se sospecha por su tacto que contiene muerte, dolor y miedos múltiples, tampoco que resume cuatro años de inexistencia.

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