Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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– Pues aprovechó aquel rato para meter a Humberto en la casa -dice demoledoramente Julián-. Y para ser más exactos, aquí, en esta bodega.

– No puede ser -Bastian intenta salvaguardar sus recuerdos del ataque del cruel agresor. Julián quiere ensuciar su amor entero, negarlo y anularlo, volatilizarlo.

– ¿Cuántas veces bajasteis a esta bodega? -insiste Julián.

– Una vez. Una sola.

– ¿Lo ves? Mientras echabais el polvo de turno ella vio que era el escondite ideal. Y luego aprovechó aquella ausencia tuya para traer a Humberto. Le empujaría sin esfuerzo por esa rampa que he visto en la entrada. Llevará ahí cien años, pero parece hecha a medida para una silla de ruedas. Después tuvo buen cuidado de que tú no volvieras por aquí. ¿Puede ser como estoy diciendo?

Bastian calla para no admitirlo en voz alta, pero lo cierto es que su realidad, la que recuerda y quiere cierta, la que durante tanto tiempo ha alentado y recreado con la imaginación y el deseo, no se contradice en ningún punto importante con las elucubraciones del ex policía. Sí, todo podría coincidir.

– El escondite ideal, sí… -repite Julián-. Aunque a lo mejor no era sólo un escondite. A lo mejor era también una celda.

Y Bastian ve cómo el ex policía se acerca a las rejas y tras examinarlas las sacude con fuerza, verificando su solidez en un gesto muy parecido al que hizo Vera cuatro años atrás. ¿También ella pensó que podía ser una celda?

El ex policía, sin mirar siquiera a Bastian, se adentra de pronto en el estrecho pasillo que conduce a la estancia principal de la bodega. Bastian aguarda expectante. Le asalta la fantasía de que, transcurridos unos segundos, tendrá lugar un cruce de disparos entre Julián y el cadáver, que se revolverá furioso al ver invadido su hogar. Pero el silencio se alarga, y acaba por ser aún más inquietante. La fantasía del indeciso Bastian visualiza ahora la imagen del ex policía parado ante los restos de ceniza del cuerpo descompuesto que pudo pertenecer a Vera, y siente que incluso esos rescoldos apagados, polvo muerto y desperdigado por los aires vigorosos de cuatro inviernos, merecen ser protegidos frente al inmisericorde Julián. El impulso lo lanza a atravesar el pasillo, y tras un breve recodo curvado desemboca en la bodega. Su diestra, por el vicio adquirido de la memoria, recuerda el lugar de la pared donde se halla el interruptor de la luz y sus dedos lo buscan. Antes de encender, Bastian se paraliza por la escena que se siluetea al fondo, bajo la última luz crepuscular que se cuela en la bodega por los altos ventanucos enrejados. Julián se halla en pie, parado ante algo que Bastian no puede ver, aunque en el acto intuya que es la causa de su estremecimiento. Es el momento inaplazable de la verdad desnuda, y Bastian pulsa el interruptor.

31

Es posible, físicamente posible, que pueda producirse de súbito la quietud absoluta en los seres vivos.

Bastian lo comprueba en propia carne ante la mujer del restaurante. Quietud absoluta, brutal, electrificada. Parálisis de los músculos y del espíritu, silencio riguroso en las vísceras expectantes, también inmóviles. El alma y el corazón atrapados en su movimiento cero.

Vera, ha pensado nada más verla. Vera, vuelve a pensar al acercarse y verificar que el parecido es tan grande, inverosímil de puro exacto, que tiene que ser ella. Y, sin embargo, hay un elemento diferenciador, todavía impreciso, que abre la puerta de la duda.

Durante el primer instante, la magia del parecido físico la ha traído para él desde la muerte, y la excitación es tan similar a la felicidad que podría merecer ese nombre a pesar incluso de las rabias adormecidas y los reproches, que ya comienzan a agitarse.

Da otro paso. Aún ignora cómo actuará. No puede acercarse sin más y saludarla tranquilamente, tampoco agarrarla de la solapa y maldecirla por su traición. Así habla la mente. ¿Y el deseo? Abrazarla. Permanecer unido a ella. Largo rato, largo rato, largo rato… Luego, lo que sea. Toda lógica se desbarata. La alegría instintiva se desboca como una mortal crecida de río ante la que nada puede la muralla endeble del odio largamente meditado.

Es en el siguiente paso, a dos metros de la mesa, cuando vuelve a adquirir protagonismo el elemento diferenciador, esa anomalía a punto de explosionar que todavía no logra definir. ¿Por qué la mujer no alza la vista? A la fuerza ha debido de percibir que alguien se halla plantado ante ella, mirándola… ¿Por qué no me miras?

Pero la mujer no parece verlo, y esa inexplicada invisibilidad le sirve para examinarla en detalle. La mujer pincha distraídamente con el tenedor brotes de ensalada mínimos que mordisquea con indiferencia, como si su boca fuera la boca de otra persona o comer fuera una molesta pero inevitable imposición de la vida. Igual que comía Vera, sólo porque hay que alimentarse.

Viste un jersey de cuello vuelto color ciruela bajo el traje de ejecutiva, pantalón y chaqueta oscuros. Bastian casi siempre vio a Vera desnuda o casi desnuda, bien a punto de desnudarse o bien a punto de vestirse, y de nada sirve cotejar el recuerdo indeleble de su pletórica piel bronceada con la palidez otoñal que se adivina en las manos y el rostro de la desconocida que come sin ganas. ¿Son sus manos las de Vera? ¿La zurda que desliza el dedo índice sobre la revista apoyada en la mesa, como si señalara algún dato especialmente importante, es la misma que lo masturbaba con avidez glotona para, de repente, parar y dejarlo al borde del éxtasis una vez y otra vez y otra vez? ¿Y esta diestra que agita nerviosamente el tenedor sostenido en el aire mientras los dientes mastican es la misma diestra que le aferraba la mano en los paseos por Padrós o le acariciaba el pecho y el vientre durante las largas conversaciones en el lecho? Han pasado cuatro años… ¿Quién es capaz de recordar durante tanto tiempo unas manos? Pueden haber adelgazado o engordado, la piel puede haberse ajado, segregado manchitas… Va a entrar en el examen del rostro cuando cree reconocer de pronto la anomalía, el elemento divergente entre la mujer del pasado y la del presente. Es el pelo, que muestra un corte distinto y también otro color. Vera llevaba el pelo muy corto y muy rubio, provocativamente amarillo; la mujer que sigue sin percatarse de su presencia luce melena hasta los hombros, y aunque su pelo es también rubio, aparece entreverado de tonos ceniza, como si el peluquero hubiera buscado apagar su color, desconectar el amarillo, o ella le hubiera pedido una ruptura radical de imagen. Tal vez ésa era la idea: cambiar de apariencia, ocultarse… Los ojos podrían suponer la prueba definitiva, las personas son su mirada, pero la mujer los oculta bajo unas grandes gafas opacas. ¿Otro disfraz? Porque lo cierto es que impiden a Bastian ver la cara en condiciones adecuadas para tener la certeza del sí o la certeza del no. Y es entonces cuando, proveniente del mundo real exterior a ellos, acontece el estallido.

El camarero trae el segundo plato y se dirige a la mujer con natural desparpajo, como si fuera cliente habitual, incluso de diario.

– Albóndigas con tomate. Cuidado, la cazuela quema.

Con gesto ágil, retira el plato con las sobras de ensalada y pone sobre la mesa las albóndigas humeantes y luego, con naturalidad que a Bastian le parece cariñosa y llena de respeto, toma la mano derecha de la mujer y la dirige hasta el plato. La desvalida diestra queda en el aire, suspendida un instante. Después se posa sobre el mantel y comienzan los dedos a deslizarse tanteando, hasta que topan con el borde de la loza. La zurda rastrea en busca del vaso de agua, y cuando llega a tocarlo los dedos escalan por el cuerpo cilíndrico de cristal hasta ceñirlo y elevarlo hacia la boca. Una vez ha bebido, la mujer lo devuelve a su sitio sobre el mantel, comprobando previamente con los dedos de la otra mano que no hay obstáculos en el camino, y toma el tenedor para seguir comiendo. En esos breves instantes, un mazazo invisible ha golpeado el pecho de Bastian. Siente dolor intenso, un repentino ahogo, retrocede con pasos titubeantes, sostenido a duras penas por sus piernas desfallecidas, hasta apoyarse en la mesa de otros comensales, metiendo casi la mano en el plato de uno de ellos. Le increpan en tono jocoso, pero él sólo es capaz de sentir terror. Corre, sale a la calle, la cruza y huye del restaurante a toda prisa, con la cabeza baja como un delincuente que temiera ser reconocido o supiera de repente que toda su vida minuciosamente erigida en los últimos años con ladrillos de mentira acaba de desmoronarse, aunque aún no sepa con exactitud cómo, ni debido a qué. Sólo corre, sólo puede correr. Sólo huye, sólo puede huir como hace cuatro años.

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