Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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Está ciega. Humberto. El alfiler.

Y por encima de la ira siempre en llaga hacia Vera, más allá de su traición, más allá del odio que no pudo exterminar al deseo, mucho más allá de la pena, el dolor y la melancolía destructora, surge ante sus ojos una imagen jamás entrevista que lo desmorona todo y convierte en trizas la nada… Vera, cuatro años atrás, encadenada tras sufrir quién sabe cuántas atrocidades, Vera torturada hasta la extenuación o la locura mientras ve venir sin prisas hacia ella, hacia sus ojos, el puntiagudo alfiler tras el que sonríe Humberto. ¡La capturaron! ¡Por eso no vino a por mí! Un vómito repentino le obliga a agacharse doblado entre dos coches, y esa reacción física le sirve de aval para esta nueva versión de su vida que, a pesar de todos los derrumbamientos que implica, ansia creer. ¡No pudo venir porque la atraparon! Bastian comprende que todo fue distinto a como siempre lo imaginó. Pero ¿distinto de qué manera? Las preguntas se disuelven ante una urgencia mayor contra la que choca de frente. No puedo perderla por segunda vez. ¿Cómo he podido irme del bar? Podría extraviarse entre estas calles nunca recorridas antes, y se lanza a una enloquecida carrera de retorno. Si pierde a la ciega, después de haberla tenido literalmente al alcance de la mano, se volverá loco, podría matarlo la cólera contra sí mismo. Acelera sin dejar de buscar en cada escaparate y en cada esquina, al borde del colapso, detalles reconocibles del recorrido anterior, y cuando surge desbocado desde una bocacalle y se topa con el restaurante, casi llora de felicidad, como si constituyera una victoria titánica sobre el destino haber sabido regresar al local. Cruza, abre la puerta y sí, la ciega continúa allí donde la dejó, removiendo su café mientras guarda en el bolso el dinero de la vuelta. Al comprobarlo expulsa un bufido eufórico, y recuperada en parte la capacidad de pensar con frialdad, decide salir de nuevo para apostarse frente a la puerta.

Apenas un par de minutos después, la ciega sale a la calle y se detiene un instante para abrocharse un chaquetón de cuero que acaba de ponerse sobre el traje. Alza el cuello para protegerse la nuca, y este detalle nimio de desvalidez ante el aire frío desencadena en Bastian una inesperada oleada de ternura que es incapaz de explicar o controlar. Capturaron a Vera tras el ataque a Amir o Amin, está cada vez más seguro de que lo hicieron otros sicarios con los que nadie contó, cuando corría a reunirse con él para escapar juntos con el botín. Me amaba. Todo era cierto. Y ahora voy a comprobarlo. La estatura de la ciega es más o menos la misma que recuerda de Vera, pero la entidad física de los amantes también se desdibuja con el paso del tiempo. Por la altura podría ser Vera y también no serlo, y Bastian aguarda impaciente que se eche a andar para tener más datos. La ciega, como si buscara subrayar visualmente su condición de invidente, extrae del bolso un bastón blanco que despliega antes de enfilar la acera hacia la izquierda, pegada a la fachada con toda cautela. Bastian cruza a toda prisa, e instantes después se encuentra siguiéndola, dos metros por detrás de ella. ¿Qué leía en el restaurante?, se pregunta de pronto. Un texto en braille, obviamente. Pero ¿sobre qué tema? ¿Y eso qué importa?

Un cuerpo camina, una persona camina. No importa si se dirige hacia o regresa de, si va o viene. No importa el origen ni la meta, sólo la esencia que portamos. ¿Y cuál es la de esta ciega que camina indefensa ante la vida sobre sus zapatos bajos? Ésa es otra negación de la memoria, de la posible verdad recién revelada. Vera, en Padrós, caminaba siempre apresurada sobre tacones altos, impaciente por llegar a donde fuera para arrasar y partir de nuevo, fuera su destino el sexo con él o el encuentro fatal con Amir o Amin.

¿En qué parte falló el plan que ella presentó como infalible? Él, un pobre fracasado de provincias sin proyecto vital, no sabía lo suficiente de tramas criminales como para valorar si era así o no, pero siempre creyó que Vera, aunque fuera por la influencia de Humberto, poseía la necesaria experiencia. Para ella, apostada con los prismáticos en la atalaya del acantilado desde donde se dominaban los apartamentos, todo era muy simple. El emisario de Humberto llegaría con el dinero aquel miércoles de junio y al día siguiente, jueves, ella recogería en la ciudad las armas que había adquirido en el mercado negro. Bastian recuerda cómo esa expresión, «recoger las armas», le estremeció. Por primera vez pensó que todo podía ir en serio, que debía apartarse de esa mujer lo antes posible, que la muerte podía estar ya hospedada en Padrós, esperando el momento de salir a las calles. Por ello se negó a llevarla en coche, y Vera, decepcionada por su cobardía, herida por lo que llamó su traición, hubo de tomar el autobús, aunque a su regreso al día siguiente él fue a esperarla y la tensión de las horas previas al atraco volvió a unirlos, a fundirlos en ese abrazo único e infinito que, durante los cuatro años posteriores hasta hoy, él ha considerado repugnante mentira. Ese abrazo falso es, en realidad, lo único que le ha importado siempre. Todo lo demás le parecen minucias de una disputa entre delincuentes. Fue el abrazo, y la traición que comportaba, lo que le lanzó al miedo, a la huida, a la desolación.

Sin embargo, la ciega podría traer ahora la negación de toda aquella oscuridad. Camina despacio, todos sus movimientos parecen hipotecados a las coordenadas de rumbo que le va suministrando el extremo del bastón blanco, y en esas circunstancias los datos que Bastian puede extraer resultan falsos, confusos como mínimo. Si es Vera, sus pasos titubeantes lo contradicen y niegan, y Bastian resuelve que tiene que ir un poco más allá. Cuando la mujer se detiene ante un semáforo es la oportunidad para tomarla del brazo, tocarla con la esperanza de que el contacto entre ambos responda con el chispazo de siempre. Se coloca a su lado y la mira de reojo, con el corazón presionándole la yugular en el cuello. Es un disimulo absurdo, ridículo, ya que ella no puede ver, y se permite entonces mirarla con impunidad que le resulta remotamente vergonzante, indigna de quien fue, de quienes fueron. ¿Son sus labios, su perfil, sus mejillas? Imposible saberlo; en un rostro, la expresión lo es casi todo, y la ciega, en las antípodas de la alegría vital que derrochaba Vera, muestra una crispación resuelta, perenne, que la hace diferente, opuesta. ¿Acaso no es cierto que si el rostro de la felicidad se entristeciese drásticamente dejaría de parecer feliz? Pues así ocurre en esta cara: es la de Vera pero no es la de Vera. Puede ser tan sólo, ¿por qué no?, una inocente mujer ciega que se parece mucho al fantasma de Bastian. Esta opción se vuelve veraz y le hace sentirse ridículo en su cabezona persecución. Cambia para los peatones el disco verde, y Bastian ciñe el antebrazo de la mujer, que asiente con un breve gesto seco de agradecimiento. Cruzan, él aprieta cada vez más, y desplaza arriba y abajo la mano por ese brazo que sólo emite señales mudas, del todo distorsionadas por el grosor del chaquetón y de la ropa debajo de él. Ya en la otra acera, todavía se niega a soltar la presa hasta que es la propia ciega la que, un poco extrañada y todavía irreconocible bajo las gafas que en la distancia corta parecen aún más anchas, se desembaraza de él con una levísima sonrisa, inimaginable hasta unos segundos antes, y una palabra musitada apenas entre dientes:

– Gracias…

La voz.

¿Ha sido la voz que hace cuatro años pronunció la misma palabra con similar brevedad cuando él, tras la tensión generada por no haberla llevado la víspera a la ciudad se ofreció para acompañarla al día siguiente hasta la entrada de la torre de apartamentos, y esperarla cuando saliese con el dinero? ¡Era tal el miedo a perderla que se impuso sobre el miedo a Humberto!

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