Alfredo Conde - Los otros días

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Premio Nadal 1991
Estudió Naútica en la Escuela Superior de la Marina Civil en A Coruña y Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela. Trabajó en la marina mercante y como profesor de varios colegios privados en Pontevedra. En su carrera política, fue miembro del Parlamento de Galicia y Conselleiro de Cultura en la Xunta. Posteriormente, ha sido miembro del consejo de administración de la Compañía de Radio Televisión de Galicia. Ha sido colaborador entre otros periódicos de El País, Diario 16, ABC o Le Monde, y columnista diario primero en La Voz de Galicia y posteriormente en El Correo Gallego. Entre los numerosos premios literarios que ha obtenido, destacan el Nacional de Literatura en narrativa en 1986 y el Nadal en 1991.

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Ignoro si Álvaro se dio cuenta de todo; pero se solucionó, del modo más sencillo, con una invitación a cenar.

– A mi edad apenas como nada; no tengo ya apetito y debo de cuidarme. Claro que tú, a la tuya, tampoco estás ya para muchos trotes y no te importará que lo hagamos frugalmente. Pero nos haremos compañía.

Me dijo el muy canalla. Después que hube aceptado y que quedó de manera patente clarificada su ansia de que, a partir de entonces, hiciésemos más intensa una relación inexistente hasta ese momento, se dedicó a ilustrarme por lo menudo de la rigurosa dieta a la que su edad lo inducía:

– De desayuno unas frutitas, un poco de queso, seis o siete mantecadas y un paquetito de galletas. A media mañana tomo las doce, y no me dejan tomar más que otras pocas galletas y, si acaso, unas lonchitas de jamón. Cosa de nada. Como un pescadito hervido, un filete a la plancha. Todo sin sal, insípido del todo. Nada de grasas. Algo de fruta, para quitar el sabor de unas cañitas de crema y, eso sí, el café no lo perdono con unas gotitas de aguardiente. Algún pecadito hay que consentírselo.

Había merendado algo, antes de que yo llegase, y cenó tal y como me había anunciado a base de quesos y frutas, de muchos y variados quesos y de bastante fruta. Concluyó tomando cerezas y uvas pasas en aguardiente.

– Muy buenas para coger un sueño sosegado y tranquilo, muy de agradecer a mi edad. Coge, rapaz, coge. ¡Ay si yo tuviera tus años!

Insistió el taimado justo en el momento en el que apareció en el salón la chica rubia de la televisión, la del coche fugaz en los alrededores de la Casa de la Santa, la del abordaje en plena calle.

Habíamos cenado, frugalmente, claro está, en el mismo lugar en el que había transcurrido el final de la tarde; sentado él en el sillón de orejeras, sentado yo en una silla con reposabrazos del otro lado de la mesa camilla que ocupaba una esquina de la amplia habitación sumida en una penumbra impropia de la clarividencia del viejo. O acaso no, acaso sí tuviese que ver con aquella personalidad llena de veladuras que había ido descubriendo, paulatinamente, después de tantos años de haberla tenido oculta.

En el momento en el que ella entró, mi tío continuó hablando como si nada hubiese sucedido; como si ninguna aparición se hubiese realizado. «Sabes, me dijo, que en tu Seminario fue encontrado el cadáver de un hombre el otro día. Estaba emparedado en el interior de una escalera ciega y, lo primero que se le vino encima al obrero, fue un cráneo que aún conservaba mechones de pelo. El pobre debió de morir apoyado en la pared que lo había aislado del mundo. Seguro que jugaste del otro lado de la pared siendo niño. Supongo que no te espeluzna el pensarlo.»

No fui capaz de espeluznarme. Ni siquiera de seguir el curso normal de la conversación que mi tío Álvaro había iniciado. Me limité a contemplarla a ella. Entró dominando el espacio que ocupaba, llenándolo no con el temor que lleva a los felinos a arquear el lomo para semejar más grandes, sino con la seguridad que proporciona la soltura y el conocimiento del territorio que se invade: le daba vuelo a su ropa, la ahuecaba al tiempo de separar los brazos del cuerpo y girar en redondo para sentarse de una forma más teatral de lo que yo hubiera sospechado nunca; sonreía de forma tan contenida que insinuaba una tristeza, falsa en su totalidad aunque probablemente cierta en su melancolía, pero que me produjo tranquilidad y confianza. Álvaro siguió hablando y yo la contemplé a ella.

En un momento determinado, cuando se produjo una pequeña pausa en el monólogo establecido por Álvaro, ella interrumpió cortésmente y se dirigió a mí:

– Ve como era usted, maestro.

Álvaro se sonrió y yo empecé a ser consciente del irreprimible movimiento de mi mano, sentí que iba a bailar desacompasada y nerviosamente, sin posibilidad de represión alguna y, de forma rápida e instintiva, decidí concentrar mi mente en algo lejano en el tiempo. De niño había temido morirme sin haber conocido mujer, sin haber sabido de mi capacidad para continuarme en otros seres. Recordé mi primera masturbación y los escasos sentimientos de culpa que me había producido o que, la alegría de la constatación realizada, habían reducido a su mínima expresión. Mi mano agitada como si estuviera repartiendo cartas de una baraja invisible, o contando unas inexistentes monedas, trajo a mi emoción de viejo la conciencia de una antigua culpa.

Fue todo cuestión de segundos. En segundos eres consciente de algo que ha de prevalecer en tu cerebro toda tu vida; en segundos, eres capaz de recorrer distancias siderales si transcurres sobre ellas con el poder de tu mente imaginativa y fértil; en segundos, pronuncias una enorme cantidad de palabras, frases enteras, conceptos abstrusos; en segundos, naces o te mueres y, el más corto vuelo, es una eternidad.

Apenas mi mano inició su temblequeo, ella la tapó con las suyas en una caricia, inesperada y protectora, que me sorprendió en su entereza, en su capacidad de ternura e, incluso, de rebeldía contenida. Sentí mi mano como si fuese un pájaro convulso retenido, con cálida firmeza, entre otras que se ahuecaban para no herirlo en el instante de constatar su debilidad; en el de impedir que se agotase en una huida que nunca sería posible y evitar, al mismo tiempo, que se golpease en un aleteo desesperado contra las cuencas cálidamente opresoras. Así mi mano y la suya.

La miré a los ojos, sorprendido de su madurez, y le busqué los años. No los tenía. Sus ojos aún esperaban sorpresas. No había las arrugas que suelen traer los años, cuando no los malos tiempos, ni el rictus amargo que se posa en la comisura de los labios. Era insultantemente lozana y no tenía una mirada sabia. Sin embargo había ahogado el temblor incipiente de mi mano.

Me pareció una mujer diáfana, luminosa, y temí enamorarme de ella. Nunca lo había estado, nunca las mujeres habían sido una ocupación fundamental de mis intenciones. Cuando fui abandonando mis obligaciones sacerdotales, no faltó quien sospechó una apasionada relación con alguien que yo, celosa y púdicamente, velaba; pero no fue así. Se trataba de otra mi forma de proceder oculta. Todavía hoy, cuando sé que mi enfermedad ha de conducirme indefectiblemente a la muerte, pero con una parada intermedia en la degradación no sólo física, sino también psíquica, me olvido de que no solicité mi reducción al estado laico y sólo en ocasiones soy consciente de una cosa y de la otra: de que no la pedí y de que sigo siendo sacerdote. ¿Lo sigo siendo? No tuve apasionados amoríos que me alejasen de mi ministerio, ni siquiera tuve aventuras. Las evasiones, al menos como yo las pienso, no se compran; se viven. Por no tener ni siquiera tuve arduas disquisiciones morales que me autojustificasen de mi deserción, ya que tampoco fue eso. No fui consciente de que iba abandonando mi ministerio, simplemente llegó un momento en el que dije «caray, pero si ya no soy cura» y, sin embargo, no hubo otro en el que afirmase: «vaya, si estoy hecho todo un músico, todo un director» porque, así como no nací cura, sí nací director de orquesta. No se aprende a dirigir. Se aprende a tocar el violín, pero no a dirigir. La necesaria fuerza de representación mental de la partitura que ha de tener el director no es algo que se pueda adquirir académicamente. Se tiene o no se tiene, igual que se toca o no se toca, se sabe o no se sabe tocar, ese instrumento, ese organismo viviente que es la orquesta.

Organizar la armonía es construir un universo cerrado en sí mismo. Es crear. Es ser un pequeño dios omnipotente que habita el universo que construye y lo transmite y lo enajena y, como un dios, es celoso de su gloria y ama a su criatura en tanto que la refleja, pero no la comparte, su gloria.

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