Alfredo Conde - Los otros días

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Premio Nadal 1991
Estudió Naútica en la Escuela Superior de la Marina Civil en A Coruña y Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela. Trabajó en la marina mercante y como profesor de varios colegios privados en Pontevedra. En su carrera política, fue miembro del Parlamento de Galicia y Conselleiro de Cultura en la Xunta. Posteriormente, ha sido miembro del consejo de administración de la Compañía de Radio Televisión de Galicia. Ha sido colaborador entre otros periódicos de El País, Diario 16, ABC o Le Monde, y columnista diario primero en La Voz de Galicia y posteriormente en El Correo Gallego. Entre los numerosos premios literarios que ha obtenido, destacan el Nacional de Literatura en narrativa en 1986 y el Nadal en 1991.

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Esa sensación de estar ante una guarida abandonada y llena de despojos que se experimenta delante de un barco desguazado, fue la que yo tuve al llegar al primer piso y ver el estado al que habían quedado reducidos los dormitorios de antaño, los tramos, como se les llamaba en el lenguaje del seminario. ¿Cuál era el nombre del tramo que visité en ruinas? ¿San José, Sagrado Corazón? No lo sé. Pero pude ver al aire el barrotillo de las mamparas que separaban, unas de otras, las camaretas de cada uno de nosotros. Eran habitáculos de unos dos por dos metros, abiertos por arriba, es decir, que concluían antes de alcanzar los altísimos techos del enorme salón abovedado, velados a la posibilidad de observación desde los pasillos por una cortina que no sé si recordar muy limpia.

Poco era lo que había dentro de cada celda. La cama, una mesita de noche, la silla, un pequeño armario donde guardar la brocha de afeitar, el cepillo de dientes y los demás útiles de aseo; también la palangana, una jarra con la que ir a por agua para lavarse, un pequeño espejo, la bacinilla. Cuando nosotros, los alumnos, nos íbamos a misa dos criados recorrían las enormes salas dormitorio transportando un caldero inmenso en el que iban vaciando el contenido de los orinales. Si simulabas, o realmente padecías, algún enfriamiento o proceso gripal podías oír, mientras permanecías en la cama durante la mañana, el rítmico ruido de la orina, resultante de la evacuación nocturna de cinco o seis docenas de vejigas, al ser vertida en el descomunal caldero y sentir de forma inmediata tu estómago medianamente revuelto con la tufarada olorosa que acababa por invadir todo el ámbito del dormitorio inmenso.

Una vez se me ocurrió defecar durante la noche en el orinal. Durante días permaneció el resultado de mi acción en el suelo de la bacinilla, sin que me lo retirasen de allí, hasta que me decidí a tirarlo por el balcón arriesgándome a Dios sabe qué. Calculé mal y, a lo largo de semanas, aquella huella de mi paso por el mundo, permaneció en la fachada de San Martín Pinario hasta que, el viento y la lluvia, consiguieron dar cuenta de ella.

Aún pude identificar, al menos esa convicción tengo, el lugar en el que transcurrieron tantas noches de mi infancia. ¿Aquel colchón desvencijado, sería el que yo llevé allí para yacer sobre él en los largos insomnios que padecí? No lo sé. Puedo afirmar que una tristeza enorme se apoderó de mí y que sentí ganas de sollozar. Tanta vida convertida en piltrafas, reducida a aquel espectáculo lamentable a través del que era difícil transitar; oculto a la vista de los transeúntes que caminaban, ajenos a todo ello, al otro lado de la imponente fachada barroca; tanta ruina en el interior de una fábrica grandiosa ¿querría significar algo? Seguro que no. Había que connotar tan sólo la evidencia de un mundo que se había consumido en sí mismo y ello había sucedido, ni para bien, ni para mal, para cumplir la inexorable ley histórica que obliga a que el hombre sea siempre el mismo y, sin embargo, mejor. Siempre habrá mediadores entre el hombre y todo aquello que su razón le vela; siempre habrá formas de re-ligar, de unir al hombre con la parte más oscura y oculta de sí mismo y habrá nombres para cada una de esas partes. A veces hasta podrá haber tantos nombres como hombres, porque Dios somos cada uno de nosotros, porque cada uno de nosotros somos su templo y habitáculo más amado. Templos del Espíritu Santo, eso nos afirmaron que éramos. Dios está en cada uno de nosotros y, cada uno de nosotros tenemos un dios, pequeño y accesible, que nos consuela de nuestras miserias, que nos reafirma en nuestras convicciones y nos fortalece en nuestras dudas.

¿Qué divinidad me aconsejó abandonar el tramo de San José y ascender a la torreta de Nuestra Señora de Lourdes? ¡Sabe Dios! Pero lo hice, subí a las torretas, al lugar en el que, en un tiempo, estuvieron los dormitorios para los más afortunados, o para los que gozaban de mayor recomendación; en cualquier caso, para los que disponían del privilegio de una mayor independencia, posible tan sólo en aquellos dos lugares en los que dormían seis personas, cada una de ellas en un dormitorio similar a los de los tramos. El abandono era exactamente el mismo. Idéntica la ausencia de luz, similar el deterioro, terrible su contemplación.

Fui de los más afortunados. Viví en una de las torretas, después de haber habitado los tramos, cuando hube superado las enfermedades de los primeros años, las ínfulas que siempre me guiaron hacia la ley del mínimo esfuerzo en todo aquello que no fuese de mi entera devoción. Por eso cuando decidí que la música era algo que no podía eludir y me vi en la posibilidad de compartir un espacio con dos de los compañeros más dotados para su ejercicio, dediqué mi tiempo a ser llenado con la amistad, la conversación y el estudio de aquellas dos personas. Hacerlo en su integridad significaba renunciar a dormir fuera del seminario con la frecuencia con la que siempre lo había hecho pues así se me había consentido.

Fue una época feliz. Dejé de vender la nata de la leche que ocupaba el gollete de la botella que, todos los días, me hacía llegar mi abuela y la compartí con mis dos condiscípulos. Solíamos bajar al primer piso a que, el organista de la catedral, nos diese clases de piano y lo hacíamos, a menudo, mordisqueando rebanadas de pan, que habíamos hurtado de la comida, untadas con la nata de mi botella. Éramos niños felices. Componíamos un buen trío. Emiliano López Xanela componía extrañas frases resultado de estrambóticas traducciones: «A solis orto usque ad ocasum» era el equivalente de «da sol en la huerta que es un caso…» y, cuando lo hacía, nos reíamos por los pasillos en los que, las risas, eran insolentes y, por ello, más gratas a nuestros oídos de niños. Mario Méndez Abalo, el otro de mis compañeros, podía afeitarse las cejas en un momento de depresión o euforia súbita, que ni se sabe, o pasarse el recreo cogiendo velocidad en una carrera que lo llevaba hasta la pared por la que conseguía ascender casi dos metros; o al menos eso creíamos.

¿Qué habrá sido de Emiliano? Mario murió estando en el seminario y siendo aún niños los tres. Apareció muerto una mañana y todavía hoy ignoro qué mal viento fue el que se lo llevó. Observé que se retrasaba y penetré en su camarilla. Estaba vuelto hacia la pared y posé mi mano sobre su hombro, para agitarlo, al tiempo que le decía «a solis orto usque ad ocasum»; pero no me respondió. Tiré de mi brazo, sin desasir mi mano, y su cuerpo se volteó hasta quedar boca arriba. Tenía los ojos abiertos y la mirada impasible y fría. Por su boca y por sus agujeros nasales asomaban unas enormes lombrices que huían del cuerpo muerto que hasta entonces habían parasitado.

Emiliano entró detrás de mí y me halló pálido y atónito, observando el rostro de la muerte por segunda vez en mi vida; pero yo no observaba la cara de mi amigo muerto. Lo hacía tan sólo con el reducto por el que asomaban las lombrices, tenía mi atención concentrada en ellas como si surgiesen de un abismo al que yo me asomase a través de su contemplación. Y así debió de ser. Al poco tiempo me sentí retirado de allí por dos prefectos de disciplina que me auparon en volandas, sosteniéndome por los codos, para llevarme a la enfermería y, de allí, a casa de mi abuela.

Cuando regresé al seminario, Mario era nada más que un recuerdo. Todavía lo es hoy, con sus lombrices asomando por los agujeros de su nariz, debajo de una mirada opaca y de una enmarañada melena producto de un breve y convulso sueño que lo alejó de nosotros.

Todavía estaba reconocible el dormitorio de Mario. Los azulejos blancos que protegían la pared de las salpicaduras del agua con la que se lavaba en la jofaina. La desvencijada mesilla de noche. Un somier deteriorado y lleno de óxido por todas partes. Antes de huir despavorido de allí y del recuerdo de mi amigo muerto, pude ver la base románica de las torres de la catedral, también la torre Berenguela, el convento de San Paio de Antealtares. Luego bajé a trompicones, asustado y disminuido, hasta que conseguí verme en la calle empujado por la mala visión que, el recuerdo, para mí había recuperado.

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