José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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A Julio le ocurrió algo singular. Mientras estuvo en la cárcel pensó mucho en su mujer. Más de lo que nunca se habría figurado. Y en cuanto doña Amparo Campo, muy emperifollada para recibirle, se le echó en los brazos lloriqueando, él, por un momento, se conmovió; pero a los pocos segundos, al ver por encima de los hombros de su esposa la lámpara de hierro forjado, los libros, los discos, la tortuga en un rincón, volvió a sentirse el amo, seguro de sí. La nieve le había alegrado como a un chiquillo, recordándole algunas excursiones a la Sierra, desde Madrid.
Las llaves. Hizo tintinear sus llaves. ¡Todo había pasado! Hubo un momento en que temió. Cuando el rostro del comandante Martínez de Soria intensificó el color de sus manchas rojas. Pero había vuelto a la vida… Solo consigo mismo, con su sombrero ladeado, su boquilla, su mujer, la popularidad, sus conocimientos, la Logia. Julio había adelgazado en la cárcel. Ojos negros, de almendra, tez aceitunada. La silueta de Julio sobre el fondo de nieve hubiera sido africana. Julio siempre decía: «La Cultura musulmana es centrípeta. Incluso sus jardines giran alrededor de un centro». En su caso, el centro era él mismo, el jardín era la Logia, la cultura, el mundo. Le parecía de buen agüero que al ángel de la Catedral le faltara la cabeza. Ahora esperaba la reunión con el comandante Campos, con el director del Banco Arús, con el coronel Muñoz, con los arquitectos Massana y Ribas… Se puso el batín rojo, recorrió el piso canturreando: «…y el pastor siente el gozo en su corazón».
Los hermanos Costa discutieron con Laura. ¡Había exagerado! Era una chiquilla. Aquello era cosa de hombres. En fin, bien está lo que acaba bien. Laura no sabía si alegrarse o no de la liberación de sus hermanos. Le dolía en las entrañas abandonar a sus obreros. «¡Pobres, qué iba a ser de ellos!» Sus hermanos se oponían a la guardería infantil. Era evidente que sus hermanos se opondrían a todo aquello en que ella pudiera tomar parte. «¿No te basta con tu tercio? No te faltará.»
Pilar estaba encantada con las fiestas. Mateo y su padre habían comido en su casa, invitados por Matías Alvear y Carmen Elgazu, precisamente el día de la nevada. Ignacio parecía de mal humor; en cambio, Mateo estuvo muy brillante. Contó cosas interesantísimas sobre España, sobre El Escorial, sobre niños de Segovia que se ponían pezuñas de cerdo en la punta de los dedos, sobre cuchillerías de Toledo en que los obreros trabajaban tumbados boca abajo, con un perro en la espalda para calentarse. Dijo que había que arrancar las pezuñas de aquellos niños, hacer que aquellos obreros trabajaran de pie, premiar a tales perros e ir todos juntos, con frecuencia, a afilar los cuchillos en las piedras de El Escorial. Pilar le oyó embobada y le pareció que comprendía muy bien a Castilla y lo que Mateo quería decir. Le pareció que se explicaba mucho mejor que antes el flequillo de Marta Martínez de Soria, su seriedad y sus vestidos negros. Luego fueron a sacar fotografías de la nevada. ¡Subieron al campanario de la Catedral, extraño privilegio! ¡Qué grandiosidad! Gerona entera a sus pies, la inmensa llanura blanca hasta Rocacorba, el Ter hasta muy lejos, serpenteando. «¡Mirad, mirad, allá está nuestra casa!» ¡Cómo cambiaba de sentido el mundo con sólo elevarse cincuenta metros, cien metros! ¡Qué cerca se oían las campanas -qué miedo-, qué distinto el aire que se respiraba, qué lejos quedaban las cloacas! Todos tenían frío. Nadie pudo encender su mechero, excepto Mateo; Ignacio quedó ensimismado. De vez en cuando volvía su mirada hacia la cárcel, luego hacia el ángel decapitado. Mateo comentó riendo: «¡Algún día pondremos ahí la cabeza de un francés!» Carmen Elgazu se horrorizó; luego dijo, suspirando: «¡Qué tristes serían las ciudades sin campanarios!» Matías añadió: «Y sin cúpulas de Correos».
En el Museo mosén Alberto respiraba satisfecho. Por fin iba a poder reintegrarse de lleno a su labor. Año nuevo, vida antigua. Sus dos sirvientas se volvían locas de contento. Ahora le tendrían todo el día en casa otra vez. «¡Que Dios se lo conservara!»
Los Alvear recibieron una inesperada visita: Murillo, al salir, fue a dar las gracias a su patrón, Bernat, por los cestos de comida, y Bernat le dijo: «Chico, a quienes tienes que dar las gracias es a los padres de César y al chico. Escríbele una postal al Collell». Murillo, que había engordado, subió al piso de la Rambla. Matías, Carmen Elgazu e Ignacio le recibieron en el comedor. «Les agradezco mucho lo que han hecho por mí -les dijo el comunista de la gabardina sucia-, Francamente, no sé qué hacer para corresponder.»
De pronto vio el Sagrado Corazón presidiendo el comedor.
– Les moldearé dos imágenes -dijo-. Espero que las aceptarán, César me las había pedido.
– ¿César se las había pedido?
– Sí. Un Francisco de Asís y una Clara.
Ignacio, al oír aquellos dos nombres, sintió como si le dieran dos golpes en el pecho.
– ¡Se lo agradecemos mucho! -exclamó Carmen Elgazu.
Murillo se fue. ¿Por qué no tendría él una familia como aquélla? ¿Por qué siempre solo? En la barbería comunista los camaradas le habían recibido como a un hermano. Incluso Cosme Vila le había dicho: «Camarada, el Partido Comunista local considera tu reclusión como un acto de servicio que has prestado. Te doy la enhorabuena en nombre de todos. Y en cuanto editemos nuestro periódico publicaremos tu nombre»; pero no era lo mismo. Navidad, y solo. «¿Y por qué aquellos camaradas, teniendo hogar, preferían pasar las Navidades en la barbería? ¿Y qué diablos hacía Cosme Vila allí? Empleado de Banca, pertenecía a otra clase… Bueno, bueno, de momento tenía que modelar y pintar lo mejor posible un Francisco de Asís y una Clara.»
Era Navidad. En casa de don Jorge se siguieron los ritos tradicionales. Hubo candelabros en la mesa, besos en la frente, hubo misa del Gallo. Las sirvientas recibieron un soberbio obsequio. La esposa de don Jorge quería ponerse zapatillas para andar por el piso, pero lo tenía prohibido. Don Jorge jugó con sus hijos con camaradería excepcional. Al ajedrez con el heredero, Jorge; a la oca con las tres hijas; construyó una grúa con el mecano del benjamín de la familia. Y, sobre todo, ordenó que se respetara la nieve del balcón. La nieve del inmenso balcón de don Jorge sería la última de la ciudad en derretirse.
El notario Noguer y su esposa sintieron no tener hijos. Sentados junto a la lumbre, repasaron álbumes familiares y hablaron de los años que llevaban juntos, alcanzando la época del noviazgo. Lo mismo le ocurrió a don Pedro Oriol. Don Santiago Estrada permitió que sus hijos le vertieran media botella de champaña en la cabeza. Sus ojos, aniñados, lloraban de felicidad. Corrió a gatas por el piso, levantó los brazos como un orangután y persiguió a su esposa por el pasillo. El día de la nevada tomaron todos juntos el tren y se fueron a La Molina a esquiar.
«La Voz de Alerta» tuvo unas Navidades menos cómodas. Su clínica dental se vio abarrotada. Le bajaban clientes de toda la provincia, con un pañuelo en la cara. Eran los turrones. El turrón despertaba dolor de muelas a los que tenían alguna pieza cariada. Dolores no hacía más que lavar ropa blanca. «La Voz de Alerta» ensuciaba una bata blanca por día y cuando llegaba al Casino, agotado, se tumbaba en el sillón y exclamaba: «¡Ah, en cuanto la gente me ve se queda con la boca abierta!»
«La Voz de Alerta» había llevado a la redacción de El Tradicionalista , a su despacho, recuerdos del 6 de octubre. Un pedazo de la bandera separatista que fue izada en el Ayuntamiento, la bala que mató al comandante jefe de Estado Mayor.
Tocante al comandante Martínez de Soria… su hogar rebosaba satisfacción. ¡Por fin había terminado la labor del Tribunal! Había sido una pesadilla. Y además… los hijos habían llegado de Valladolid. La esposa del comandante y Marta no cabían en sí de gozo. El comandante disimulaba su ternura y miraba a los dos muchachos con cierto aire inquisitivo. Sin embargo, de pronto sonreía y les ponía la mano en el hombro, paseándose de este modo, en medio de los dos, a lo largo del piso, mientras ellos, de vez en cuando, se arreglaban el nudo de la corbata sobre la camisa azul.
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