– ¡Pues mira por dónde -afirmó Ignacio- a mí me parece que soy mejor que antes!
Moncho, en aquel momento, enfocaba con su máquina un alto ciprés. No sabía si fotografiar su base o la punta afilada hacia el cielo, muy parecida al campanario de San Félix.
– No digas tonterías. Antes de la guerra eras ya un ser puro. Tú estás inmunizado. Te lo dice un médico… Y ahora, después de haber conocido a tus padres, comprendo el porqué.
Eso último emocionó a Ignacio. Por un instante se sintió efectivamente un santo. Amaba a aquel ciprés, al mundo colectivo, amorfo y loco, a sus padres, a Moncho… ¡Lo amaba todo!
– Gracias por el piropo, Moncho.
– No hay de qué.
Por fin se sentaron. Y guardaron un largo silencio. La memoria los llevó de nuevo a recordar las horas que habían pasado juntos en la alta montaña, al lado de una hoguera y bajo el firmamento estrellado. Les llegaba tenue el rumor del Ter que bajaba acariciando, puliendo, afinando los guijarros.
Ignacio rompió la pausa.
– Pensando en todo lo que has dicho, me pregunto si querrás tener hijos…
También en esta ocasión Ignacio supuso que Moncho se tomaría un tiempo para contestar. Y tampoco acertó. Moncho dijo:
– Rotundamente, no.
Ignacio hizo una mueca.
– Ahí está. Me lo temía… Y va a ser una lástima.
– Gracias por el piropo, Ignacio.
Llegó la hora de ir a casa de Pilar. ¡Paradójica situación! Pilar, ajena a las opiniones de Moncho, estaba a punto de dar a luz. El doctor Morell calculaba que faltaba un par de semanas para el gran acontecimiento. La hermana de Ignacio preparó en honor del huésped un almuerzo de postín. Moncho procuró en el diálogo tratar temas frívolos, pero resultaba difícil. Amanecer, dando razón cumplida a sus argumentos, había publicado aquel día la noticia del primer divisionario muerto: el camarada Luis Alcocer Moreno, teniente de aviación, hijo del alcalde de Madrid. Pilar aludió al hecho, aunque consiguió hacerlo sin llorar. Moncho se abstuvo de aplicar sus teorías. Se dedicó a cantar las excelencias del crío que iba a nacer. "¡Estoy seguro -profetizó- de que se parecerá a César!".
La alusión fue del agrado de Pilar, que a medida que iba observando y oyendo a Moncho pensaba: "¡Marta sería feliz con ese hombre! Si pudiera concertar una entrevista…" Don Emilio Santos quedó también prendado de Moncho, entre otras razones porque éste se interesó mucho por él, por su enfermedad ya superada y por su estancia en la cárcel. Don Emilio Santos acabó contándole lo que siempre contaba desde que 'La Voz de Alerta' le informó: que las cruces que él había grabado en la pared con la uña del pulgar, los detenidos de turno la habían convertido en hoces y martillos. Moncho exclamó: "¡Oh, claro! Es la ley".
El almuerzo se prolongó. Moncho se puso en el café tal cantidad de azúcar que Pilar se llevó las manos a la cabeza. El muchacho dijo: "No te preocupes… Dulce veneno, ¿no te parece?".
Pilar asintió. Y luego, inesperadamente, añadió:
– ¡Ojalá hubieras estado aquí cuando se marchó Mateo…!
Ignacio miró a su hermana.
– ¿Por qué dices eso? Tampoco hubiera conseguido nada.
Pilar jugueteaba con la cucharilla.
– Sí, claro, ya lo sé…
Segundos después se produjo lo impensado. Pilar se desmayó sin más. La cabeza le cayó sobre el pecho. Hubo general alarma. Menos mal que Moncho estaba allí… Moncho abrió la ventana y actuó de forma determinante. "Pilar, respira hondo, así… Eso es…"
Cuando la muchacha recobró el conocimiento, preguntó:
– ¿Dónde estoy? -Y a continuación balbuceó-: ¡Oh! Perdonadme…
Don Emilio Santos le aconsejó que se acostase, pero Moncho desaprobó la idea.
– ¿Por qué? Todo eso es natural.
Pilar corroboró:
– Desde luego. Ya estoy bien.
Pero momentos después rompió a llorar inconsolablemente.
Ignacio y don Emilio Santos permanecieron inmóviles, sin saber qué hacer. Moncho, en cambio, se levantó y acercándose a la ventana, la cerró.
Moncho e Ignacio salieron en el instante en que el reloj del despacho de Mateo, al que don Emilio Santos cuidaba siempre de dar cuerda, marcaba las seis. Se dirigieron hacia el Café Savoy. Ignacio caminaba inquieto. De pronto, llegados a la plaza del Marqués de Camps, se detuvo. Era evidente que un pensamiento le hervía en la mollera.
– Moncho… -le dijo-. ¿Por qué no te vienes a vivir a Gerona? ¿Por qué no instalas aquí tu laboratorio? No estoy muy seguro, pero creo que en Gerona no hay ningún analista de verdad…
Moncho siguió andando.
– Nos divertiríamos, ¿no es cierto? -comentó, como hablando consigo mismo.
– Eso no lo sé… -contestó Ignacio, reanudando la marcha para no rezagarse-. Pero para mí sería maravilloso.
Moncho empezó a mirar en torno. En una pastelería exhibían sólo licores y unas cajitas, en forma de gatos puestos en pie, que contenían Dios sabe qué clase de caramelos. Delante del espejo de Perfumería Diana un transeúnte se reventaba morosamente un grano que tenía en la nariz. Pasaban parejas cogidas del brazo. Y perros. Y niños.
– Tengo que pensarlo… -dijo Moncho.
Ignacio, al oír esto, casi pegó un salto.
– ¿De modo… que admites la posibilidad?
Moncho repuso:
– ¿Por qué no? -Se le veía concentrado-. Se me ha ocurrido desde que me apeé en la estación. Además, ya sabes que no quiero vivir en Lérida.
– Pero… -insinuó Ignacio, temeroso-. ¿Y la muchacha alemana?
Moncho alzó el mentón.
– ¡Bueno! No es seguro que eso vaya a durar siempre…
Ignacio estuvo a punto de cogerlo de la manga, de obligarle a dar media vuelta y darle un abrazo. Pero habían llegado frente al Café Savoy, en cuyo interior una viejecita solitaria y elegante se tomaba con fruición el extraño mejunje que allí servían.
– ¿Entramos?
Ignacio cedió el paso a Moncho. Y una vez dentro, miró el local con aire conocedor, saludando a los camareros detrás de la barra.
– ¿Dónde nos sentamos?
¡Por todos los santos, Ana María tuvo razón!: Gerona era un pañuelo. Allá al fondo, en las mesas que solían ocupar los enamorados, se encontraban Manolo y Esther. Ésta acababa de levantarse y Manolo hacía lo propio, como si se dispusieran a marchar.
Ignacio voló a su encuentro.
– ¡Un momento! -ordenó-. Quietos ahí…
Manolo y Esther, al reconocer a Ignacio, tuvieron una expresión alegre.
– ¿Qué ocurre? -Pensaron que el muchacho los andaba buscando.
– Me gustaría presentaros… a Moncho.
– ¡Cómo! ¿Está ahí…?
Ignacio se volvió hacia el aludido, indicándole que se acercase.
– Ése es Moncho -Segundos después añadía-: Y ésos son Manolo y Esther…
Moncho no parecía contrariado, sino al revés. Manolo y Esther le ofrecieron la mano, también visiblemente complacidos.
– ¡Caramba! Ignacio no hace más que hablar de ti…
– Sentémonos -sugirió Esther.
Pronto formaron una reunión alegre, que contrastaba radicalmente con la tenida en casa de Pilar. Por desgracia, la radio estaba conectada y la potente voz del locutor iba facilitando noticias. Era domingo. En la primera jornada del Campeonato Nacional de Fútbol el equipo del Barcelona, "reforzado por Pachín", había ganado por 5-0; el señor obispo pensaba instalar calefacción en el Seminario, cuyas obras de restauración habían empezado; etcétera.
Ignacio, que estaba eufórico, le pidió al camarero:
– Por favor, ¿querrá cerrar esa radio?
El camarero, sorprendido al principio, por fin se dirigió al mostrador y obedeció.
– ¿Qué queréis tomar?
La conversación se encauzó sin mayores dificultades. Manolo iba dándole vueltas a su verde sombrero tirolés, al tiempo que Esther, que llevaba uno de sus jerseys primorosos, mordisqueaba coquetonamente la medallita de oro que le colgaba del cuello. Inevitablemente pasaron revista a Gerona, a la impresión que le había causado al forastero. "¿Qué voy a deciros? Aquí no hay más que dos instituciones: la Catedral e Ignacio". Esther le preguntó a Moncho: "¿Cómo te las arreglas para tener ese color?". Ignacio se anticipó: "La montaña, Esther… ¿Es que ya no te acuerdas?". "¡Es verdad! Tendré que dedicarme al alpinismo…"
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