La palabra Navidad sonó como un escopetazo en casa de los Alvear, y en los oídos del padre de Sólita, y en los oídos de Gracia Andújar, quien cada día iba a misa a rezar por Cacerola, y en los oídos del padre Forteza, que tenía también el presentimiento de que no vería nunca más a Alfonso Estrada. Porque Navidad significaba que el "general invierno" de Rusia, tan temido por todos, caería inexorablemente sobre la División, contrariamente a las optimistas previsiones del general Sánchez Bravo.
Pilar estaba azorada, no comprendía. ¡Chorizo, mortadela, aguinaldo de Navidad! ¿Era todo lo que podía hacerse? ¿Y por qué su propia vecina, una mujer que ocupaba el piso del mismo rellano y que por las mañanas vendía fruta en la plaza de Abastos, conectaba cada tarde la radio para escuchar tranquilamente el "serial"? ¿A qué pedir "que contribuyese España entera", si la verdad era que todo el mundo continuaba viviendo su vida?
Pilar comprendió que la angustia era intransferible. Entonces se decidió a escribir a Mateo, adjuntándole en la carta una fotografía del neófito César.
Estoy bien, Mateo. Y el niño también, como podrás ver por la foto. Al nacer pesaba tres quilos y medio. Mosén Alberto lo bautizó. A los abuelos se les cae la baba mirándolo. Mi madre está en casa todo el día, ayudándome, aunque como te digo me siento perfectamente. ¡Ojalá tuviera yo la certeza de que tú puedes decir lo mismo! ¿Dónde estás, Mateo? Amanecer publica cada día la lista de los caídos. ¡Oh, Mateo, que Dios te proteja!
Mosén Alberto continuaba visitando a Pilar. Tenía la certeza de que con su presencia la consolaría, y era cierto. Llegó incluso a llevarle bizcochos, pues había oído que a Pilar se le apetecían. Mosén Alberto le aseguraba una y otra vez que a Mateo no le ocurriría nada malo. "Compréndelo, Pilar… Las misiones arriesgadas se las confiarán a los solteros". Mosén Alberto se había encariñado también con el bebé, y siempre pedía que lo pusieran en la balanza para llevar la cuenta de su aumento de peso. "¿Cuatro quilos doscientos? ¡Qué barbaridad! Ignacio acertó… Ese crío será un Sansón".
César Santos Alvear era el centro de la casa, su numen y su misterio.
– Pilar, hay que cambiar al niño otra vez. Tráete los pañales.
– Voy, mamá…
– ¡Ay, mi cariñito, mi rey, mi pequeñín…!
Cuando llegaba al piso don Emilio Santos, gritaba desde la puerta: "¿Dónde está el gran déspota? ¿Dónde lo habéis metido?".
Matías subía también todos los días, al salir de Telégrafos, al hogar de la plaza de la Estación.
– ¿Se puede entrar… o hay que pagar algo?
Ignacio guardaba en la cartera la primera carta que Ana María le escribió a raíz del nacimiento de César. Dicha carta terminaba así: "Nuestro primer hijo se llamará Ignacio".
Mateo vivía. Vivía perfectamente, como Pilar. Era de los combatientes que con más anhelo habían deseado entrar en contacto con el enemigo. Lucía en el pecho su estrella de alférez. Había nombrado asistente suyo a Alfonso Estrada, con el que se llevaba muy bien, y el cocinero de su sección era Cacerola. En cambio, había perdido de vista a los capitanes Arias y Sandoval, a mosén Falcó, a Sólita, a Rogelio e incluso a Salazar y a Núñez Maza. En el reparto de fuerzas que tuvo lugar poco después de relevar a las tropas alemanas en el extenso sector del lago limen, se había producido la dispersión.
Mateo participó con su batallón en la toma de Tigoda y de Nitlikino, y debido a la tenaz resistencia rusa vio caer a su lado a los primeros camaradas; pero el ejemplo dado por los jefes y su propia energía consiguieron que no perdiera ni un solo momento la serenidad. Cacerola temía por él, y también Alfonso Estrada. Hubiérase dicho que Mateo desafiaba a la muerte, la cual andaba siempre al acecho, debido a la artillería rusa. En cambio, los prisioneros rusos de que habían hablado los corresponsales de guerra en los periódicos españoles demostraban una sumisión incomprensible. Una pequeña escolta bastaba para vigilarlos. Cuidaban de arreglar caminos y de otros menesteres, y no aprovechaban las ocasiones que se les presentaban para huir. Al anochecer se recogían en las isbas y al día siguiente, con toda puntualidad, se presentaban a sus guardianes para reanudar el trabajo. Mateo decía: "El idioma ruso es un enigma; pero la psicología rusa es mucho peor: es el absurdo".
La llegada del telegrama puesto por Matías en Gerona coincidió con unos días de tregua concedidos a la sección que mandaba Mateo. Éste, al leer "nacido felizmente varón", lanzó un grito de júbilo que a punto estuvo de llegar a las estrellas. Alfonso Estrada, al oírlo, se acercó a su oficial y amigo y, una vez enterado del texto, se cuadró ante él y lo ascendió, sin más preámbulos, a teniente. Por su parte, Cacerola abandonó por un momento la carta que le estaba escribiendo a Gracia Andújar y juró por lo que él más amaba, que eran los candiles de luz temblorosa, que como fuere había de encontrar en alguna casucha rusa un biberón para regalárselo a Mateo.
Éste sintió muy adentro la paternidad. Y el dolor de no conocer a la criatura que algún día lo relevaría en el servicio de España si él sucumbía en aquella aventura, le punzó en el cerebro y en el vientre. Pero todo aquello lo espoleó, como los jinetes cosacos sabían espolear a los caballos, pues le infundió la idea clara de que teniendo un hijo ya no podía morir del todo.
El resultado fue que se presentó, voluntario para varios arriesgados golpes de mano; arriesgados por el terreno fangoso, por la presencia de guerrilleros en el bosque y por la gran cantidad de minas y de artefactos mortíferos que los rusos" habían sembrado alrededor. No importaba. Todo lo resistía con tan imperturbable calma que algunos de sus hombres lo llamaron "el suicida". No lo arredraban ni tan sólo las noticias que les llegaban de las muchas bajas que estaba sufriendo la División, la cual editaba una Hoja de Campaña en la que alguien escribió que "era una División exacta, porque no iba a dejar ningún resto".
En uno de dichos golpes de mano Mateo y sus hombres encontraron a varios compañeros divisionarios clavados en el suelo con picos que les traspasaban el cuerpo. Eran divisionarios que se- habían infiltrado el día anterior, a los que se había dicho: "Clavaos en el terreno", y que fueron sorprendidos por una patrulla enemiga. La visión era horrible; pero Mateo y sus hombres consiguieron desclavar a todos los muertos y darles sepultura, con cruces que no eran de hierro, como las que regalaba el Führer, sino de palo. Y consiguieron gritar luego, con voz ronca: "¡Presente!".
La divisa de los voluntarios ante el sufrimiento era sencilla: "No importa". Por lo demás, todos se las ingeniaban para aminorarlo. Mateo no sentía frío en los pies porque había cambiado sus botas por las de un muerto ruso. Un cabo gallego se había colocado, entre la lana y la piel, prendas de seda, de mujer, provocando con ello gran algazara. A su vez, Cacerola le había robado a un Unterofizier alemán una linterna de dinamo que se accionaba apretando una palanquita. La linterna emitía un hilillo de luz, pero al mismo tiempo una especie de silbido continuo que ponía nervioso a Alfonso Estrada. "Por favor, Cacerola, deja eso. Prefiero el acordeón. Y preferiría más aún la armónica de Pablito…"
Mateo tenía miedo, pero lo disimulaba; Alfonso Estrada, no. Alfonso Estrada tenía un miedo atroz, como no lo sintiera nunca en la guerra de España, en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat. Para vencerlo debía evocar la figura y los cilicios y la fe del padre Forteza. El muchacho que en la Delegación de Abastecimientos le había contado a Pilar tantos cuentos tremebundos, ahora temblaba, lo cual no le impedía sonreír y repartir, los domingos, entre las muchachas rusas del contorno, caramelos y miel.
Читать дальше