José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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– Sí -contestó-. Gracias.

Encendió la luz. Le picaba la espalda, tal vez había sudado demasiado. Buscó la caja de plástico y tragó la medicina con un poco de agua. Súbitamente desvelado, bostezó mientras ojeaba la etiqueta pegada a la caja de grageas. "… dosis de carbamida, unida a un gramo de tetraborato sódico, procura una reacción…" Suspiró, al apagar la luz, y tuvo la impresión de que el sueño tardaría en volver a sus párpados.

Repasó las escenas del día. Ya se perfilaban ciertos tonos grises y fríos por la ventana. No tardaría ni una hora en amanecer.

– Mire esta fotografía -le decía Leonardo.

Eran las cinco de la tarde, y el cielo estaba encapotado. Las lluvias se aproximaban día a día. En la foto, aparecía un niño de rostro hundido, de la mano de un hombre joven y grueso. El hombre joven parecía haber sido captado en un momento de gran satisfacción personal.

– Entonces tenía seis años -glosó Leonardo-. El que está con él es su hermano.

– Sí, le conozco: el doctor Carvajo. Un hombre desagradable.

– Asustado, diría yo. Teme que el expediente de su hermano le salpique y estropee la carrera.

– ¿Es competente, como médico?

– Mediano, nada más. No tiene muy buena fama, además. Parece que más de una vez ha tenido que dar explicaciones al Colegio de Médicos.

– ¿Abortos?

– Drogas. Y también abortos, sí.

Segunda fotografía.

– ¿Quién es?

– Su novia: Elvira Lleras.

– Creí que ya no…

– Por lo visto, siguen a escondidas con lo suyo. La familia Lleras se opone. Dice que el chico no tiene salud…

El Presidente examinó a la muchacha, un poco vulgar, que aparecía retratada. Se hallaba en un campo de tenis, y su falda corta descubría unas pantorrillas vigorosas y firmes. Elvira reía, pero su risa no era capaz de borrar los rasgos austeros, casi rígidos, de su rostro.

– ¿Es verdad que está enfermo?

– No, exactamente. Estuvo tuberculoso, pero curó. Y a los catorce años le extirparon un tumor blanco de la cabeza. Mire esto.

En la nueva fotografía, Alijo Carvajo aparecía en la cama de un hospital. Sobre la almohada asomaba apenas un rostro pálido y cansado, de sonrisa triste. A su lado, su hermano, evidentemente satisfecho, miraba a la cámara en plena sonrisa.

– No me gusta nada este hombre. Sonríe demasiado…

– Aquí -y Leonardo le tendió una fotografía de gran tamaño-, aparece el chico dirigiéndose al Sindicato con no sé qué motivo. Renovación de Directiva, me parece.

Era un documento interesante. Alijo Carvajo aparecía subido a una improvisada tribuna. Tenía los brazos abiertos, como si ofreciera su inmolación a alguien. Varias docenas de estudiantes, a su alrededor, gritaban. Estaba bien claro que gritaban, que estaban transportados. Pero lo más curioso de la fotografía era observar el rostro del muchacho. No parecía el mismo de otras veces. Estaba transfigurado. En sus ojos se advertían una intensidad y una fuerza que, por contrastar tanto con su débil constitución, impresionaban mucho más. La mirada cansada y vaga de otras fotos había desaparecido por completo.

Después, las fotografías oficiales de ingreso en el Presidio. Un rostro obstinado, flaco, de ojos fríos. Pero en aquellos ojos no había temor, ni tan siquiera inquietud.

– ¿Quién dijo que estaba asustado?

– Todos. Los guardianes, el doctor Martín… Es cierto que lo estaba.

– Aquí no lo parece.

– Era al principio.

– ¿Se le ha maltratado? Leonardo tardó un segundo en contestar.

– No.

– ¿De verdad? Entiéndeme, Leonardo. No quiero preguntarte si me engañas, naturalmente, sino si no te habrán engañado a ti los del B. A. S.

– Espero que no.

– Tendrías que verle, hablar con él…

Leonardo no se había atrevido a preguntar para qué.

– O mejor -rectificó el Presidente-, verle los dos.

– ¿Usted también?

– Sí. ¿Por qué no? ¿Sería la primera vez que yo visitaba el Presidio?

– No, desde luego. Pero no hay necesidad de que… Podrían trasladarle aquí.

– No. Iremos allí.

– Como usted quiera. ¿Cree, sinceramente, que conseguiremos alguna cosa?

– No voy a conseguir nada, Leonardo, sino a verle. Tengo curiosidad. Me hubiera gustado que este chico luchara a mi lado…

– Pero ya es tarde, por desgracia,

– Sí, muy tarde. -El Presidente contempló aquel rostro enfermizo y resuelto que se clavaba en sus compañeros. Era imposible que aquel muchacho fuera capaz de dobleces o hipocresías-. ¡Qué lástima, lo del policía!

Suspiró, con fuerza. Hizo girar su almohada: el sudor de sus mejillas y frente la habían humedecido. Una luz más precisa que brotaba no se sabía dónde daba a los objetos del dormitorio una apariencia engañosa, de cosas vivas pero en letargo.

Más tarde, habían leído los informes. Eran las seis de la tarde.

– La Universidad Occidental -leía Leonardo-, anuncia que no reanudarán las clases hasta que Carvajo no sea puesto en libertad.

– ¿Estudiantes?

– Estudiantes y profesores.

– ¡Tontos!

– El Comité del Cauca -siguió Leonardo-, desea hablar con el Presidente de la República y llegar a un acuerdo. El escrito es de un tono suave, moderado. Dan los nombres de las personas que integrarían el Comité. Todos ellos estudiantes, y de las familias más conocidas del Cauca.

– Por supuesto. No me interesa.

– Los del Este han destacado delegados en todas las Universidades. Quieren adoptar una postura idéntica, crear una fuerza estudiantil común…

– La fuerza ya está creada, y es común. ¿No han pedido nada?

– Nada. Dicen necesitar tiempo.

– ¡Tiempo! -El Presidente apretó los labios-. Eso es, precisamente, lo que hemos de negarles: tiempo.

– Es cierto: jamás una causa estudiantil ha sido tan popular como ésta. En el Cauca, los obreros de una fábrica se sumaron a una manifestación de estudiantes.

– ¿Qué dicen los observadores?

– Todos están pesimistas…

– ¡Pesimistas! Pero ¿qué dicen?

– Los observadores -puntualizó Leonardo, con sumo cuidado-, no se atreven a pronunciarse con toda libertad, diría yo. Por ello, no son claros. Pero auguran lo peor, si el chico muere.

– Lo peor -el Presidente se pasó una mano por la frente-. ¿Qué es lo peor, Leonardo?

– No lo sé -confesó el Subsecretario-. Pueden llegar muy lejos.

Sí, sí que podían llegar muy lejos, pensaba el Presidente por la noche. Estaba seguro de que ya no volvería a dormir. Tal vez hubiera sido mejor que aquella noche no tomara la pastilla y se quedara dormido hasta el alba. Pero, por otra parte, estaba su vejiga. Lo malo del caso era que, a la mañana siguiente, su rostro aparecería cansado. La falta de sueño hacía estragos bajo sus ojos.

Al final de la jornada, una muchacha sonrosada, llena de aplomo, había penetrado en su despacho. ¿Eran las siete y media de la tarde?

– ¿Cómo te llamas?

– Elvira Lleras.

– ¿Eres la novia de Alijo Carvajo?

– Sí.

– Otras personas me dicen: "Sí, Excelencia" -sonrió el Presidente.

– Sí, Excelencia -repitió ella, sin simpatía. Tenía excesivo aplomo.

– Bueno -el Presidente miró innecesariamente unos papeles. Era una estupidez que hubiera hecho aquel inciso-. ¿Cuántos años tienes?

– Dieciséis.

– Tu novio ¿es de la misma edad?

– Unos meses mayor que yo. Tres meses.

– Sois un par de chiquillos. ¿No te parece? Tu familia ¿está conforme con el noviazgo?

– No, no lo está.

– ¿Y eso?

– Tienen sus motivos. A mí no me interesan.

– O sea, que no os importa, y seguís adelante con lo vuestro.

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