José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– Se lo ruego -suplicó Donald, muy nervioso-. No se altere. El hecho de que Salvano ignore no cambia las cosas.
– Sí, sí que las cambia. Las cambia totalmente. Desde que recibí esta misión -cada vez es más difícil darle nombre…-, lucho constantemente para tratar de ver si mi actuación es digna… Quiero convencerme. Todos tenemos en la cabeza un dispositivo que nos hace despreciarnos si nuestros actos son ruines, usted lo sabe. Y yo temo mi propio desprecio, quiero evadirme de él… Pero usted ahora me dice que a Salvano le desagradan estas cosas, y que, por lo tanto, se las han ocultado. ¿Y qué le dirán luego, cuando todo termine? ¿Lo tienen ya pensado? ¿Tal vez que yo soy un terrorista inconsciente?
Donald no dijo nada. Parecía resignado a que el otro siguiera levantando la voz.
– ¿Sabía usted -continuó Angulo-, que el año pasado detuvieron en esta ciudad a un hombre que ponía bombas sin ton ni son? Se llamaba Burceña… y era un enfermo. Colocaba artefactos en lugares llenos de gente, por el placer de matar, por el gusto de hacer número con los cadáveres… No tenía objetivos sociales, ni políticos, no iba en contra de nadie. Era un perturbado, un maniático. A pesar de todo, le ejecutaron. Un hombre que coloca bombas sin saber por qué ni para qué lo hace, es peligroso… Se le mató sin entrar demasiado en detalles. Nadie quiso correr el riesgo de internarlo en un manicomio y ver luego que el manicomio estallaba por el aire… ¿No ha oído usted hablar de él, de Burceña?
Donald negó con la cabeza.
– Cuando Salvano ocupe el poder -siguió Angulo-, a lo mejor quieren hacerle creer que yo era parecido a Burceña. Un accidente fortuito, una circunstancia casual para Salvano en forma de terrorismo.
– Salvano -indicó Donald, con cierta sequedad- no ignora que un grupo de hombres lucha aquí, dentro del país, por su regreso.
– Salvano ignora -afirmó Angulo-. No sabe que un hombre cualquiera, yo, va a matar. Y que lo va a hacer para abrirle la puerta de este país.
– Hasta ese punto no sabe, es cierto. Yo ignoro lo que él imagina, pero él debe conocer que la lucha es una actitud activa, que es violencia…
– Violencia -meditó Angulo- es una palabra muy amplia. La muerte es concreta. También mi conciencia es algo concreto.
– Usted… No se enfade, por favor. Usted saca las cosas un poco de quicio. Las hace difíciles, complicadas…
Angulo se pasó una mano por el mentón. Tuvo la fugaz y extraña impresión de que estaba mal afeitado, de que la barba le crecía doblemente en aquellos días de tensión.
– No se enfade conmigo -pidió Donald, dulcemente-. Pero sí es cierto una cosa que usted dice: que la muerte es concreta. ¿Sabe qué asunto preocupa profundamente a Salvano, en estos días? La muerte de Alijo Carvajo. Porque el estudiante morirá ¿verdad?
– Naturalmente que morirá -dijo Angulo-. Es un chiquillo, pero será ejecutado.
– Es preciso que alguien lo haga -dijo Donald, con voz densa y baja. Y era bien claro que se refería al atentado-. Usted, o tal vez otra persona…
– Yo no he dicho que no vaya a hacerlo.
– Pero va a poner condiciones ¿no es cierto?
– Sí -y Angulo le miró a los ojos, por encima de la enrojecida nariz del extranjero-. Usted también las pondría. Una sola condición: que Salvano apruebe lo que deseamos hacer por él.
– Por él, no. Por el país.
– Está bien: por el país. Pero por el nuevo país que él, Salvano, nos ha prometido.
Donald tomó asiento, por vez primera. No parecía exactamente disgustado. Parecía meditar. Al cabo de un rato preguntó: "¿Es de todo punto imprescindible?" Y, al asentir Angulo, siguió meditando.
– Hablaré con él -dijo luego, con una sonrisa de circunstancias-. Ha sacado usted de mi visita más provecho del que cualquiera de los dos imaginaba.
– ¿Cuándo hablará con él?
– Prefiero que usted mismo me lo diga. Su asunto es, entre todos los que llevo, el primero en importancia.
– Entonces, pronto – decidió Angulo. Otra vez tenía húmeda la frente y se sentía profundamente cansado-. Cuanto antes, se lo ruego.
– Será muy pronto -prometió-. Mañana por la noche saldré para los Estados Unidos. Si tiene usted alguna noticia para mí, podría verme en el aeropuerto.
Y aún añadió, antes de marchar:
– No hable usted de esto con Jaramillo, ni con nadie, se lo ruego. Yo le volveré a visitar cuando regrese de Estados Unidos…
VEINTIUNO
No es posible -pensó Jaramillo. Contempló el cadáver de Constantino. El ratón tenía los ojos abiertos y fijos, como si no pudiera dejar de contemplar algo destacadamente sorprendente. Su rabo permanecía lacio, bajo la lupa. Era increíble la cantidad de pelos que descubría una lupa.
Con calma, Jaramillo irguió la cabeza. Dieron las once de la noche en el reloj de la Catedral. El corredor de la casa permanecía a oscuras, y no se oían ruidos. Se levantó pausadamente, ajustando los tirantes a sus huesudos hombros, y tuvo fuertes tentaciones de avanzar de puntillas. Pero no lo hizo. Llamó, sin levantar mucho la voz:
– Alicia.
Nadie contestó. Jaramillo salió de su despacho y fue hacia el cuarto de baño. Bajo la puerta asomaba un poco de luz, pero dentro no se oían ruidos.
– Alicia -repitió Jaranillo, con la cabeza pegada a la puerta-. Tengo que hablarte.
– Estoy desnuda -contestó una voz gruesa.
Jaramillo vaciló.
– Esperaré -dijo luego-. Ponte algo encima.
La puerta se abrió en seguida. Alicia estaba vestida con una simple combinación. Sus hombros eran macizos y robustos.
– ¿Qué quieres? -preguntó.
– Otro ratón -susurró Jaramillo. Estaba agitado.
– No sé de qué…
– Ha muerto otro ratón. Es el tercero.
– No me interesan tus ratones.
– Pero a mí, sí. No es posible que se mueran así, uno tras otro. Y siempre mis favoritos. ¿Qué le has dado?
Alicia avanzó un paso. Tenía un aire rotundo y seguro, pero había cierta insatisfacción en su mirada.
– Estricnina -dijo, suavemente-. Me lo recomendó un farmacéutico. Creo que mataré a todos ellos.
Jaramillo cerró los puños. Apenas si su cabeza sobrepasaba el pecho de ella. Era una mujer muy corpulenta. Sentía deseos de gemir, de arañar.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué? No es posible que sigas viviendo en esta casa, tú lo sabes. Me fui de aquel piso por no verte.
– Ya lo sé. Pero me diste una llave.
– No deseo realmente que estés aquí, que duermas aquí. No puedes quedarte. Yo soy el dueño, y no puedes quedarte. No puedes seguir matando mis ratones, Alicia.
– Eres un viejillo -dijo ella. Pero su voz no podía ser suave, era demasiado bronca-. No tengo otra cosa.
– Sabes que te odio -razonó él, consciente de su debilidad-. No sé por qué quieres estar aquí. No lo comprendo…
VEINTIDOS
La azafata se detuvo, indecisa, en el centro del pasillo del avión. Hacía varios minutos que los motores estaban en marcha. Los pasajeros, con los cinturones de seguridad colocados, pensaban que era fastidioso que partieran con una hora casi de retraso.
Con andares largos y desenvueltos, se dirigió a un hombrecillo, totalmente vestido de negro, que contemplaba sin interés las luces que señalaban la pista de despegue.
– ¿Señor Donald? -le preguntó.
El hombre se volvió, afablemente.
– Sí -dijo. Era fácil advertir que la azafata le había sobresaltado. Su amabilidad era dolorosa-. Soy yo.
– Acaban de traer esto para usted -y ella le entregó un pequeño sobre amarillo-. Muy urgente.
– Gracias -dijo Donald.
Pero no abrió el sobre. Solamente cuando las ruedas fueron descalzadas, unos segundos antes de que el reactor iniciara su embestida hacia la noche, lo rasgó. En el interior había una simple nota escrita a máquina: "La sentencia ha sido firmada. El estudiante será ejecutado la semana próxima". Nada más.
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