Era forzoso esperar que los vencedores desapareciesen tras las ondulaciones de las montañas en el horizonte. Y cuando las serpenteantes columnas fueron engullidas por el desnivel de los montes y la distancia absorbió las partidas de guerreros que formaban la retaguardia, de los montes circundantes comenzaron a brotar las gentes que permanecieron ocultas. Se abalanzaron todos en carrera por la pendiente, en dirección a los muros, que encerraban lo que ya sólo era un campo de ruinas y cementerio.
Sabía de los hermosos edificios labrados de fina cantería con que se adornaba aquella santa ciudad, por lo que me impresionaba hallar el recinto cubierto de informes restos humeantes, pues desde cerca era mayor la desolación.
Cantaron los poetas este apocalipsis; señalaron que tal fuera la destrucción que se dudaba del mismo emplazamiento de la ciudad, borrada sobre la tierra. Hubiera resultado cierto de no quedar los bloques tallados esparcidos sobre el terreno, las ornamentaciones que engalanaron las fachadas de viviendas, palacios y templos, piezas de ricos dinteles y ventanas, ménsulas y gárgolas, trágicos testigos de la furia que se abatiera sobre ellos.
Nos extendimos por las ruinas, la mirada ansiosa en su búsqueda por entre montones de cuerpos mutilados por espantosas heridas, retorcidos en la agonía de su dolor. A nuestro paso se espantaban las nubes de cuervos y grajas, y pesados buitres que se movían entre graznidos en señal de protesta por nuestra intrusión, y apenas si aleteaban o saltaban para separarse de nosotros, sin renunciar a sus presas.
No era difícil clasificar los cadáveres por sus vestiduras y armas sarracenas, cuya profusión testimoniaba el vigor de los brazos vikingos. Nos complacía que sólo de vez en vez apareciese un vikingo entre los cuerpos derribados, al que no conocíamos.
Finalmente percibimos la llamada de nuestros compañeros, que se habían separado para abarcar más terreno, quienes solicitaban acudiésemos, lo que hicimos presurosos.
Me doy cuenta de que mi experiencia guerrera, adquirida en la expedición a la Normandía, no había endurecido mi espíritu lo suficiente, pues el espectáculo me resultaba penoso. Una simple ojeada permitía adivinar que en aquel lugar sostuvieron la más enconada de las batallas, según se acumulaban las víctimas: llegaban a constituir montañas y barreras los mahometanos que sucumbieron al filo de nuestras espadas. Allí encontramos mayor cantidad de vikingos muertos, rodeados siempre de centenares de enemigos, lo que demostraba la ferocidad de la lucha y el vigor de las espadas, pues vendieron muy caras sus vidas los hombres del norte.
Aquel escenario nos reservaba un acerbo dolor al descubrir a nuestros propios guerreros muertos, conocidos y amados. Hasta que llegamos a un claro donde, apoyado contra unas piedras, erguido, aparecía el cuerpo del rey, mi padre, las armas fuertemente sujetas en sus poderosas manos, ahora sin vida, como si estuviera tomando un breve descanso, mientras contemplaba la multitud de sarracenos vencidos que yacían a sus pies. Parecía reposar, después de acabar con todos los enemigos.
Noté sellados los labios de mis compañeros, por el asombro y el dolor. En aquel instante habíase convertido en certidumbre lo que antes sólo fuera un presentimiento. Ahora los hallamos, gloriosamente muertos en el combate en la plenitud de su vigor, como desean los guerreros vikingos, pues detestan la enfermedad que puede aniquilarles en el lecho, sobre la paja.
Los rostros apretados por la angustia, era la inmovilidad la que presidía la contemplación del rey Thumber, guerrero divino que nos parecía inmortal en su fuerza y astucia. Yo mismo advertía en mi pecho la pugna de los sollozos, y un río de lágrimas acudía a mis ojos. Hasta que Longabarba y Mintaka vinieron a mi lado y en el contacto de sus brazos me transmitieron el ánimo y valor necesarios para afrontar la desgracia.
Sentí que no me encontraba solo. Sabía que un príncipe estaba obligado a ocultar sus sentimientos filiales, y exhibirse ante los guerreros como un capitán animoso, fuerte y decidido, en quien todos pueden confiar pues se encuentran protegidos en su presencia, en la paz y en la guerra, con su amor y su justicia, a los que prodiga regalos y bebe con ellos el hidromiel de los festines y la sangre de sus enemigos.
Nunca me sometiera la vida a tan cruel prueba. Me supuso el mayor esfuerzo recuperarme, pues aunque entre vikingos se hiciera gala y ostentación de impasibilidad ante la adversa fortuna, y aun ante la misma muerte, al poseer la mitad de mi alma cristiana resultaba más vulnerable a la flaqueza que mis compañeros y camaradas, que se encontraban pendientes de mis reacciones para conocer mi fortaleza.
Sobre la tumultuosa, aunque muda, expresión de nuestros íntimos sentimientos, voló la palabra mágica de Mintaka, el bardo que siempre glorificó al rey, su fiel y leal compañero. Pienso cuan fuerte debía de ser su dolor al contemplar al camarada, al mejor amigo, al hermano, que fuera Thumber para él durante toda la vida, las campañas, avatares, fiestas y batallas que compartieron, los momentos tristes y alegres que pueblan una existencia. Un amigo de esta clase no se muere sin llevarse parte de nuestra propia vida.
«¡Vedlo! ¡Campeón entre los valientes guerreros! ¡Si alguno está manchado de sangre por la espalda, se debe a la rosa que, al salir, abrió el dardo que orado su pecho! ¡Gloria a los que vendieron su vida en el combate! ¡Contemplad cómo sus labios escupen desprecio hacia sus enemigos! Sus pupilas, todavía brillantes, muestran la burla que les inspiraron.
«Cercados por la multitud de los creyentes de Alá, formando con los escudos una muralla tan fuerte como una montaña, apretados en fila como el caparazón de una tortuga, segando con las espadas el aire que gemía por las heridas de sus ágiles molinetes, mantuvieron su línea los valientes hijos de Thor, respondiendo con sus pesados aceros a los golpes, cubiertos con los redondos escudos, sin que los brazos tuvieran momento de reposo. Innumerables y feroces eran los enemigos que les acosaban, que cargaban a cada instante con renovado esfuerzo, de tal modo que los constantes golpes sobre los escudos, y el batir de las espadas entrechocando en la ofensiva y defensa, unido a los gritos que para amedrentar a su contrario prodigaban todos, resonaba entre los muros y era devuelto por el eco de la montaña un estruendo ensordecedor, enfebrecidos por el sabor de la sangre que les bañaba los labios desde sus propias heridas, o salpicada del contrario, el cual la expulsaba a borbotones desde la cabeza hendida, el hombro partido, el pecho convertido en volcán.
«Asistidos por Alá, que les amparaba con su fuerza, luchaban los sarracenos como poseídos, acosando sin tregua a nuestros bravos guerreros, que les respondían con ardor, derribando filas enteras de oponentes que eran pisados y rematados, mientras volaban sus almas al paraíso que les promete su dios.
«Durante dos días, bajo el rigor del sol ardiente y el hielo de la gélida luna, los hijos del desierto pagaron con sus vidas la osadía de retar a los fieros seguidores de Odín, cuyos gritos sonaban como rugidos de león. Hasta que en la tercera jornada de ininterrumpido combate, sin tiempo para comer ni descansar, ni reparar fuerzas, enfrentados a continuas oleadas de enemigos que de refresco acudían a vengar a sus muertos, fueron debilitándose sus brazos, aunque jamás el ánimo, hasta contemplar finalmente rotas sus filas y a los adversarios asediándoles por los flancos, atacados por todos lados. Entonces usaron sus espadas para arrojarlas contra los pechos de sus contendientes, muchos de los cuales exhalaron el alma por su atrevimiento, y se sumergieron en las tinieblas; esgrimieron luego el hacha gloriosa, que siega cabezas y hiende hombres y corceles bajo el impulso poderoso de los valientes brazos vikingos.
Читать дальше