El obispo se encontraba afligido. Se percataba de que para la reina podían cerrarse, en aquel momento, todos los caminos que había pugnado por mantener abiertos, y le aterraba el presagio del horrendo sendero que puede recorrer la desesperación.
Concluyó su relato manifestando que Dios se valía hasta de nuestros errores para el cumplimiento de sus fines. La reina se había mostrado dispuesta a la evangelización de su pueblo, para sacarles de la oscuridad del paganismo.
Aguardaba algún comentario nuestro, sin duda. Mas nos hallábamos demasiado preocupados con cuanto habíamos oído. Ante nuestro silencio añadió:
«La reina se ha mostrado muy gentil en sus opiniones al referirse a vos, señor -se dirigía a Mintaka-; diríase que sus reservas se reducen a la influencia que podáis haber alcanzado con mi señor, el rey Thumber, y a vuestra religión.»
«Siendo así -sonrió Mintaka-, debo meditar si me conviene abrazar la vuestra para merecer la total confianza de la reina.»
Aunque sólo fueran palabras corteses las que se cruzaban, el obispo hizo un gesto, ponderando el placer que una decisión tal le produciría, y se dirigió a mí:
«Ya que vuestra madre os instruyó cuando niño en la fe cristiana, ¿pensáis celebrar vuestro matrimonio, cuando llegue el día, conforme a nuestras creencias? Pues la queja de vuestra madre es que parecéis haber renegado de nuestra doctrina: os considera en la actualidad más inclinado por los dioses paganos.»
Nunca hasta entonces se había planteado el dilema religioso, al menos con el rigor necesario para clarificar mis ideas y llegar a una puntualización. Pues era cierto que en mí se daban la mano ambas creencias, y tal dicotomía me llenaba de confusión, como en tantas otras cosas en que me hallaba dividido. Poseía dos culturas, dos religiones, dos órdenes de ideas y de valores, ¿o sólo me encontraba en la frontera entre dos mundos?
Mintaka debía de saberlo mejor que yo mismo, pues le había expuesto mis dudas aquella mañana, cuando le rogué me acompañase al santuario secreto de nuestras divinidades, excavado en la base del gran peñón negro de basalto, en cuya cima moraban, según era fe. Compañeros de los rayos y las nubes, de las águilas y las estrellas, del trueno y la lluvia.
Más por la presencia de Mintaka que por la mía concedió el gran sacerdote la autorización, y nos entregó la llave. Permitió que penetrásemos solos en aquella larga y profunda caverna, en cuyo más oculto seno se encontraba el santo, adonde sólo tenían acceso el sumo sacerdote y el rey. Ignoro de qué medios pudo valerse Mintaka para que nos fuera permitida la entrada: nunca me he explicado qué misterio lo hizo posible.
Comprobaba que Mintaka no hacía otra cosa que fomentar mi curiosidad, favorecer mi impulso, facilitarme lo que deseaba. Pero ni lo apoyaba ni se oponía.
Cuando llegamos al santo colocamos las antorchas en los soportes de la pared. Me llegué al lugar, situado en el centro de la amplia estancia, donde reposaba el libro sagrado que contenía todos los secretos del espíritu de los dioses, credo de nuestro pueblo, en que los sacerdotes y el rey bebían la sabiduría y aprendían el dictado divino para guía y gobierno del pueblo.
Ni siquiera se encontraba cerca de mí el bardo, como si careciera de interés en conocer los secretos que me habían arrastrado hasta aquel lugar, cuyo acceso era un privilegio. ¿Hizo valer mi condición de príncipe para lograr la autorización? ¿Se valió de su preponderancia, pues era tan respetado como el rey, y hasta más querido que él? Nunca se lo he preguntado. Lo cierto es que me acerqué al libro con la resolución de un ánimo desesperado, pues necesitaba saber, confirmar cuanto dudaba. Mintaka permanecía apartado; permitía que afrontara solo mi destino. ¿Llegaba por mi propio impulso o como consecuencia de cuanto había escuchado a este hombre?
La mano me temblaba cuando me atreví, finalmente, a abrir el libro y pasar sus pergaminos. Al principio me pareció increíble, mas continué examinando las hojas. Hasta que, convencido, hube de buscar los ojos de Mintaka, que aguardaba.
«Habéis llegado a un momento, príncipe, en que me demostráis que vuestras ideas crecen en amplitud y madurez, con vuestros años. Acabáis de comprender por qué las ideas expuestas al pueblo convienen al interés del rey y de los sacerdotes: las interpretan sobre unas páginas en blanco.»
No podía ocultar mi confusión, mi sorpresa e incredulidad.
«Ocurrió hace muchos años. Un antepasado vuestro destruyó el libro sagrado, pues su contenido se oponía a sus designios, y lo sustituyó por éste, vacío. Desde entonces la ley es pura interpretación del rey y del sacerdote, que siempre se hallan de acuerdo. Aunque ignoran que por encima de los razonamientos y las creencias existe una fuerza oculta que todo lo modifica, que promueve un secreto impulso que finalmente marca el rumbo. Me he preguntado muchas veces si es ése el verdadero espíritu de los dioses, o de un solo dios, o si es otra clase de fuerza la que gobierna la naturaleza y alcanza hasta a transformar la mente de los pueblos.» Aquí terció Longabarba, que escuchara mi relato con interés, para reconocer que en su mundo sucedían las mismas cosas, pues aunque permanecía escrito el código que les regía, también los reyes y los sacerdotes habían llegado, en muchos casos, a interpretaciones de acuerdo con las circunstancias, a través de los siglos, y siendo servidores se servían del pueblo.
«Hasta yo mismo, me confieso, he pasado muchos años obrando de acuerdo con la letra y he olvidado el espíritu. ¿Y a qué estado nos ha conducido esta situación?»
Mintaka argumentó:
«Cuando una cultura pierde el soporte moral que la sustenta, le sobreviene la destrucción. ¿Qué función creéis que desempeñan nuestros pueblos, empeñados en una lucha sin fin? Y si no hubiera violencia externa se generaría internamente, pues cada sociedad ha de renovarse para seguir adelante. He repetido que somos una cultura que concluye, para dar paso a otro mundo que comienza. ¿Cómo será esa ave fénix que ha de resurgir de sus cenizas?»
Ambos parecían contagiados de inspiración. Los escuchaba extasiado:
«Cuando el hombre prescinde de las normas sociales y religiosas que le han servido de base para la convivencia, el futuro nos está reclamando un nuevo código. Que será destilación de cuantas ideas y actos hayamos colocado en el alambique del presente.»
Longabarba asintió, y se dirigió a mí:
«Sin duda que también tendréis alguna opinión, príncipe.»
Era llegado el momento:
«Mucho he pensado sobre ello, obispo. Y debo confesaros mi confusión. De una cosa estoy absolutamente seguro: que muchos son los que no convierten en obras sus palabras. Así el rey Thumber como mi madre. Y en consecuencia ni siento en cristiano ni obro en pagano. Y sin embargo necesito creer. Pienso que vivimos unos tiempos en que el hombre aparece como enemigo del hombre, destruyéndose. ¿No existirá un nuevo espíritu naciendo en algún lugar?»
Mi interrogante tuvo el efecto de que los ojos de Longabarba y Mintaka se cruzasen, y se iluminaran sus rostros con una leve sonrisa. Imagino que pudiera ser de comprensión, pues que eran más viejos y sabios.
«He recorrido el mundo y sólo he encontrado un impulso natural, del que espero renazcan nuevas creencias», confesó Mintaka.
Entonces habló Longabarba, la voz pausada, el gesto bondadoso y paciente, como le era característico:
«Lo hay. Es más, debe haberlo, precisamos que exista. Se llama la Ciudad donde nace el Arco Iris. Acuden hombres de todos los países en busca de una nueva fe. Nunca estuve allí, pero tropecé por los caminos muchos peregrinos que caminaban en su dirección, penetrados de esperanza, y vi regresar a otros, iluminados. Siempre me acompañó el propósito de visitarla, cuando os hubiese encontrado.»
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