María José se había recostado sobre la cama, para llorar más a gusto, y se había quedado dormida. No sabía cuánto tiempo llevaba dormida como antes no había sabido cuánto tiempo llevaba llorando. Entonces me callé, exhausto, justo antes de decirle que qué casualidad también que yo me hubiera hecho novelista y que ella se hubiera hecho crítica literaria. Éramos, aparentemente, las dos partes de un todo. Lo que me habría gustado averiguar era si se había hecho crítica literaria después de saber que yo era novelista o antes, para deducir quién había empezado a perseguir a quién.
Pero estaba dormida y no era cosa de despertarla para preguntarle una cosa así. Yo, en cambio, estaba excitado, de modo que me levanté y registré su bolso en busca de otro canuto. Busqué la caja metálica de la que había sacado el primero como en otro tiempo buscaba el éter en el taller mi padre, también como en otro tiempo olía la gasolina del depósito de su vespa. Y allí estaba la cajita de metal, que abrí y en la que encontré tres o cuatro canutos más, una chica muy previsora, aunque quizá no muy marxista, no sé qué habría dicho Marx de esto de las drogas, de las drogas blandas, para más iniquidad. Seguramente la hierba era una droga pequeño-burguesa, una droga de clase media, de quiero y no puedo, una droga sin ambición formal ni instinto de cambio, una droga de mierda. Encendí el canuto, me senté en una butaca que había en un rincón de la habitación y me lo fui fumando yo solo, muy despacio, atento a sus efectos, no quería acabar mal la noche, aunque la noche se había acabado ya porque se percibía una claridad lechosa (claridad lechosa, qué expresión) al otro lado de la ventana. Me levanté para observar de cerca aquella claridad, para comprobar si de verdad era lechosa o se trataba de un tópico sin fundamento, pero en lugar de la claridad lechosa del amanecer vi la claridad lechosa de un edificio de oficinas de cristal que había delante del hotel y cuyos despachos estaban encendidos mientras un ejército de limpiadoras portorriqueñas, mexicanas, dominicanas y demás pasaba las fregonas por los suelos y las gamuzas por las mesas. Parecía que habían aplicado a la realidad un corte desde el que se podía apreciar la vida humana como en el corte de un hormiguero puedes apreciar la de las hormigas. En el piso tercero, un encargado blanco acosaba sexualmente a una limpiadora negra. El mundo.
María José se despertó a las nueve de la mañana.
– ¿Qué haces? -preguntó al verme sentado en la butaca, con los pies sobre el borde de la cama y los ojos abiertos al futuro.
– Se me ha aparecido una novela -dije-, una novela que escribiré dentro de unos años, todavía no estoy preparado, y que se titulará Tonto, muerto, bastardo e invisible.
– ¿Y qué hora es?
– Son las nueve.
Entró corriendo en el baño y salió al poco medio recompuesta. Le pregunté si quería desayunar, yo la invitaba en mi hotel de la calle 42 de Nueva York, todo pagado por la Universidad de Columbia, pero me dijo que no, que la acompañara si quería a la estación (Grand Central), que estaba allí mismo, a cuatro calles, porque se le había hecho tarde para algo. Estaba seca, desabrida, brusca, antipática, intratable, quizá se arrepentía de haber llorado o de haber dormido o de haberme escuchado, quizá se arrepentía de trabajar en Columbia.
Nos despedimos en la puerta de la estación, con dos besos por persona, y yo regresé al hotel despacio, mientras las aceras se llenaban de gente y revivían los escaparates de las tiendas. Fue entonces cuando noté que estaba ocurriendo algo que al principio no supe distinguir, algo como un murmullo, un rumor, un enjambre de abejas… Me detuve para poner todos mis sentidos al servicio de la percepción, miré a mi alrededor y comprendí que estaba viendo la Calle, o sea, el mundo, y que yo me encontraba dentro de él. Sin dejar de estar en Nueva York, lo que era evidente, estaba en mi calle, en la calle de Canillas del barrio de la Prosperidad, en Madrid, observando desde la bodega del padre del Vitaminas la realidad, que era exactamente así. Mi calle era todas las calles. Volví al hotel y estuve escribiendo tres o cuatro horas seguidas en la cafetería, mientras la gente pasaba por la calle. Al mediodía regresé a la estación, me coloqué en una parte alta del vestíbulo y vi el mundo. Entonces me acordé de que alguien me había recomendado que visitara el Oyster Bar, un establecimiento subterráneo que hay en esa estación donde se sirven las mejores ostras de Nueva York. Bajé y me quedé atónito. En aquella especie de refugio atómico, sentados en bancos corridos, una multitud subterránea consumía ostras y cerveza con una dedicación enfermiza. La escena me trajo a la memoria un día que arranqué la corteza de un árbol muerto y sorprendí a un grupo de escarabajos en plena actividad existencial. El Oyster Bar tenía algo profundamente biológico, pese a las carteras de piel colocadas al lado de sus dueños y las corbatas. Aquello era de nuevo el mundo, es decir, la Calle.
No volvería a tener noticias de María José hasta tres o cuatro años más tarde. Su padre había muerto y al hurgar entre sus pertenencias había encontrado el cuaderno de notas del Vitaminas, que me hizo llegar a través de mi editorial, junto a una carta en la que justificaba su envío asegurando que aquel cuaderno me pertenecía más a mí que a ella, lo que era evidente. Me decía también que, dada por finalizada su experiencia americana, impartía clases de literatura española para extranjeros en una universidad norteamericana con sede en Madrid. Finalmente, me pedía ayuda para conectar con el mundo editorial, que le interesaba más que el de la enseñanza.
Eché un vistazo al cuaderno del Vitaminas, cuya prosa me pareció admirable. Su capacidad de observación sólo estaba a la altura de su imparcialidad. Era preciso como un bisturí (eléctrico) y neutro como un atestado policial. «El hijo del droguero», decía una de sus notas, «se peina a veces con la raya a la izquierda y a veces con la raya a la derecha. A veces, con el pelo hacia atrás». O bien: «Cuando Ricardo, el de la Guzzi, vuelve de trabajar a las siete y media de la tarde, una mujer del tercer piso sacude una alfombra pequeña por la ventana.» O bien: «Siempre que el fontanero pasa en su moto con una taza de retrete en el sidecar, el carbonero coloca en la acera, frente a su tienda, una carretilla con leña menuda.»
Leídas despacio, tantos años después, aquellas notas formaban un tejido de coincidencias en las que habíamos vivido atrapados y cuyos hilos eran nuestras vidas. El lienzo se había deteriorado por sus bordes, como el cuaderno del Vitaminas, pero su trama, de la que yo formaba parte, permanecía intacta.
En aquellos momentos, yo coordinaba una colección de clásicos policíacos y de aventuras dirigida al público adolescente. Cada volumen incluía un epílogo que situaba la obra publicada en su contexto histórico y literario, ofreciendo asimismo una breve biografía del autor y una reseña que facilitaba la comprensión de la obra, orientando al estudiante de cara al comentario de texto. La iniciativa había sido un éxito, por lo que la demanda de personas capaces de escribir aquellos epílogos era creciente. María José aceptó ceñirse al formato que yo mismo le expliqué y se incorporó al grupo de colaboradores con resultados mediocres: entregaba siempre al borde de la fecha de cierre los textos, a los que yo tenía que colocar los acentos y las comas, signos de puntuación que quizá le parecían pequeño-burgueses, pues me lanzó una mirada de condescendencia cuando le rogué que pusiera más atención a estos aspectos. Sí demostró en cambio una habilidad especial para las relaciones públicas, pues sedujo a los directivos de la editorial y acabó dejando las clases para trabajar en el sector.
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