Juan Millás - El mundo

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Premio Planeta 2007
Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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Durante esa época, y mientras consideró que me necesitaba, fue amable conmigo, incluso publicó una crítica sobre Letra muerta en la que calificaba aquella novela mía de excelente. Luego, a medida que sus relaciones editoriales se afianzaban, volvió a poner entre los dos la distancia habitual, que rubricó con una crítica demoledora sobre Papel mojado, otra novela mía de la época que, pese a su reseña, funcionó muy bien. En general, observaba frente a mí la actitud perdonavidas de los escritores que no escriben. La Historia, pese a sus esfuerzos, continuaba sin alumbrar al lector capaz de comprenderla, por lo que iba retrasando indefinidamente su proyecto de publicar (y quizá de escribir).

En la actualidad, y pese a sus sucesivos fracasos como responsable editorial, goza de la protección de un grupo en el que vegeta a la espera de la jubilación. Entretanto, publica críticas marxistas en medios marginales habiendo logrado crearse una pequeña reputación de intelectual perseguida. Predica un comunismo pintoresco, enemigo de la homosexualidad y adicto a los juicios sumarísimos, con el que se ha abierto un nicho de mercado en el que carece de competencia. Es, de todas las personas que he conocido, la que menos partido obtuvo del privilegio de ser zurda. No se casó ni tuvo hijos. Ya no hablamos nunca y cuando coincidimos en algún acto público, fingimos no reconocernos. Jamás me perdonó que la hubiera ayudado a salir adelante cuando volvió a Madrid. Tampoco que, más tarde, le prestara un dinero que me pidió para pagar el alquiler y que me devolvió, cuando me había olvidado de él, a través de una tercera persona.

Al poco de publicar Dos mujeres en Praga, mi agente me pidió un relato de ciencia ficción para una revista argentina cuyo director se lo había solicitado encarecidamente. Le dije que no era mi registro, pero arguyó que se trataba precisamente de que escritores que no guardaban relación con el género se acercaran por una vez a él. Accedí finalmente por razones de cortesía y escribí un cuento en el que se narraba la historia de un alpinista que se extravía en medio de una tormenta de nieve. Cuando anochece, y encontrándose ya a punto de perecer de frío, distingue en una de las paredes de la montaña una ventana de la que sale una luz amarilla. Aunque sólo puede tratarse de una alucinación, consigue ascender por las irregularidades de la pared, llena de placas de hielo, hasta alcanzar el espejismo y asomarse a él, distinguiendo al otro lado del cristal lo que parece el salón de una casa con una chimenea en la que arde un tronco de leña. También ve, sentada en una butaca de cuero, a una mujer que sostiene un libro en la mano derecha y una copa de vino en la izquierda. A los pies de la mujer reposa un perro grande. A través de la ventana que separa el mundo del alpinista del de la mujer llegan las notas de un violín procedentes de lo que parece un aparato de alta fidelidad situado al lado de la chimenea.

El escalador, al borde ya del desfallecimiento, golpea el cristal para llamar la atención de la mujer, que levanta los ojos con expresión de extrañeza. Al poco, y dado que no distingue bien lo que ocurre, se levanta de la butaca, va hacia la ventana y la abre descubriendo con cierta sorpresa al hombre que se encuentra al borde del desfallecimiento. Impulsada por un movimiento reflejo, le ayuda a penetrar en el salón, cerrando la ventana tras él, pues el viento ha alcanzado tal violencia que amenaza con inundar de nieve la vivienda.

Tras ayudarle a despojarse de las prendas propias de un alpinista, le sirve un consomé caliente mientras el hombre le cuenta que había salido con idea de coronar una cumbre, cuando le sorprendió una tormenta que no habían anunciado los partes meteorológicos. En apenas unos minutos la nieve creció medio metro y tuvo que buscar amparo en una grieta. Tras ponerse el sol, las temperaturas habían caído en picado, sin darle tiempo a buscar un refugio para pasar la noche. Y en éstas, cuando daba por seguro que había llegado su fin, descubrió en medio de la montaña una ventana iluminada que logró alcanzar haciendo acopio de sus últimas energías.

Como es lógico, el hombre está seguro de encontrarse dentro de una alucinación que tiene lugar mientras agoniza de frío en la grieta en la que sin duda permanece encajado al modo de una cucaracha. Pero como la casa es tan acogedora, la mujer tan amable, el perro tan manso y el fuego tan caliente, decide fingir que se cree lo que le pasa. Después de todo, ¿qué tiene que perder? Le sorprende, no obstante, que a la mujer no le parezca extraña la situación, pues pasado el primer movimiento de asombro da la impresión de estar viviendo algo, si no completamente normal, posible.

Pasadas las horas, el hombre sospecha que al atravesar aquella ventana ha atravesado también una dimensión de la realidad. Se encuentra, en efecto, en una época que no es la suya. La casa parece estar situada en una especie de no-lugar. Lo advierte al darse cuenta de que la mujer no entiende determinadas referencias geográficas que él cita cuando le narra su aventura. La vivienda posee adelantos que si bien se intuían en la época de la que viene el hombre, aquí constituyen una realidad material. La sospecha de que ha ido a caer en una época más avanzada que la suya desde el punto de vista tecnológico se confirma cuando la mujer le invita a pasar la noche en la casa, ofreciéndole la habitación de invitados, cuya ventana, sorprendentemente, da a una playa del Caribe. Bastaba cambiar de habitación para cambiar de clima y de paisaje. Cuando el hombre se queda solo, abre la ventana y escucha el rumor del mar, que viene de allá abajo, junto a un olor muy intenso a algas y una humedad característica del trópico. Deduce entonces que se encuentra en el interior de una vivienda cuyos adelantos virtuales permiten que cada una de las habitaciones se asome a un panorama diferente, en función de los deseos del inquilino. No obstante, y agotado como está por la experiencia de la nieve, se acuesta y duerme ocho horas seguidas.

Al día siguiente, tras pasar por el cuarto de baño e incorporarse al desayuno, advierte que su presencia produce en la dueña de la casa una incomodidad que no había percibido la noche anterior. Tras investigar las causas con cautela, deduce que la mujer le había tomado por un elemento virtual más del paisaje que se apreciaba desde el salón. Pero al darse cuenta de que tenía verdaderas necesidades fisiológicas y que producía la misma suciedad que un hombre analógico, comprende que su presencia es el producto de un error, de un cruce de dimensiones, de un desajuste mecánico que no formaba parte del proyecto original de la vivienda, por lo que decide telefonear a sus constructores para informales sobre lo sucedido. Los constructores llegan, analizan al visitante y alcanzan en seguida la conclusión de que se trata, en efecto, de una anomalía que corrigen fumigándolo con un líquido que le hace desaparecer. El montañero se llamaba Juan José y la dueña de la casa María José. Pero podía haber sido al revés. Uno de los dos vivía en la dimensión equivocada.

CUARTA PARTE . LA ACADEMIA

Tras aquel «Tú no eres interesante (¿para mí?)», y el cese voluntario de mis actividades como agente de la Interpol, la opacidad se acentuó. Era opaco el patio del colegio; eran opacos los curas y los compañeros; opacos los libros de texto; opacos mis hermanos y los confesionarios y las absoluciones; opacas las misas; eran opacos Dios y el diablo y opacas las horas de la vigilia y el sueño; el frío era opaco y opacas las discusiones de mis padres; opacos los bultos de todos los pasillos y opacas las acelgas que se manifestaban cada noche en los opacos platos desportillados de la cena. Era opaco yo, entre las sábanas, y opacas las manos con las que me tapaba desesperadamente los oídos para no escuchar las peleas de los mayores. Eran opacas mis fantasías sexuales y opaco mi sexo. Eran también opacos los meses y los años, que pasaban unos detrás de otros, como la procesionaria. Era opaco el futuro.

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