Juan Millás - El mundo

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Premio Planeta 2007
Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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La cena había tenido lugar en un restaurante situado en los alrededores del MOMA y mi hotel se encontraba en la 42, cerca de Grand Central, la célebre estación a la que me he referido en otro momento. Estábamos en primavera y la temperatura era agradable, por lo que decidimos caminar por la Quinta Avenida hasta la altura de mi calle. La conversación y los cuerpos fluían con dificultad hasta que le conté el deslumbramiento que supuso para mí descubrir que era zurda. Le dije que durante mucho tiempo, después de aquella revelación, quise ser zurdo, horizonte al que aún no había renunciado del todo. También le relaté mi sueño de escribir una novela zurda.

– ¿Qué es una novela zurda? -preguntó.

– No sé -dije-, una novela escrita con el lado izquierdo, una novela que resulte tan difícil de leer con el lado derecho como cortar un papel con unas tijeras de diestro utilizando la mano izquierda.

Rió cortésmente, pero me aseguró que estaba lejos de alcanzar ese objetivo. Había leído mis novelas, a las que se refirió como si no hubieran logrado estar a la altura de ella como lectora. No lo dijo de un modo brutal, pero sí de un modo claro. Tal como lo entendí, le parecían dos novelas bienintencionadas, pero pequeño-burguesas, sin ambiciones formales, sin instinto de cambio. Advertí que también ella había imaginado en más de una ocasión un encuentro como el que estábamos protagonizando y para el que tenía preparado un discurso demoledor. Comprendí también que ahora creía en la crítica literaria como en otras épocas había creído en Dios o en la lucha de clases. Yo regresaba a Madrid al día siguiente, quizá no nos volviéramos a ver en otros doce o trece años, de modo que podía haber dicho cuatro cosas amables sobre mis libros y aquí paz y después gloria, pero parecía dominada aún por una necesidad feroz de hacerme daño. Tuve la impresión de que al escribir y publicar con cierto éxito aquellas dos novelas pequeño-burguesas, poco ambiciosas formalmente, etcétera, había alterado de forma intolerable el orden de un escalafón imaginario (todos lo son) en el que María José, hasta que mis libros irrumpieran en las librerías, había ocupado uno de los primeros puestos. Le pregunté si escribía y dejó entrever que sí, aunque lo hacía para un lector todavía inexistente, por lo que no podía ni soñar en encontrar editor. Mientras la Historia alumbraba a aquel lector superior, y para colaborar a su advenimiento, había decidido dedicarse a la crítica literaria.

Todo aquello me producía una pena sin límites. El destino nos proporcionaba la oportunidad de cerrar una herida y nosotros hurgábamos en ella en busca del hueso. Me callé dispuesto a no alimentar su rencor ni mi lástima. Entonces me preguntó por qué le había dicho que yo era novelista gracias, en parte, a ella y le recordé aquella frase (tú no eres interesante para mí), así como la coma que había colocado entre el «interesante» y el «para mí» a fin de no suicidarme.

– Siempre quise -añadí- preguntarte si aquella coma la había puesto yo o la habías puesto tú. De modo que te lo estoy preguntando ahora.

– Si la hubiera puesto yo -dijo-, no serías escritor. Eres escritor porque la pusiste tú, porque generaste recursos para contarte la realidad modificándola al mismo tiempo que te la contabas.

Me pareció que se ablandaba un poco y desistí de mi mutismo anterior, aunque explorando zonas conversacionales poco comprometidas o neutras. Le pregunté por sus padres, de quienes me dijo que seguían más o menos bien.

– Siempre soñaron -añadió- que estudiara Económicas para ayudarlos a crecer. Mi padre llamaba crecer a hacerse rico.

– ¿Y tú?

– ¿Yo qué?

– ¿A qué llamas crecer?

Se detuvo un momento observándome como a un marciano.

– ¿De verdad no sabes a lo que llamo yo crecer?

– Quizá sí, pero quiero que pongas palabras a lo que creo.

Y le puso palabras sin pudor a lo que ella llamaba crecer, que resultó consistir en un conjunto de ambiciones de manual de izquierdas expresadas con un lenguaje parecido al que años más tarde descubriríamos en los libros de autoayuda. En eso, al menos (en llevar unos años de ventaja a la explosión de la auto-ayuda), sí parecía una adelantada.

Entretanto, llegamos a mi hotel, frente a cuya puerta nos detuvimos y nos miramos a la cara. Ella peinaba la cola de caballo de toda la vida, quizá sujeta con la misma goma. Por lo demás, llevaba unos pantalones vaqueros y una chaqueta del mismo tejido sobre una camiseta roja. Las cejas, tan anchas y tan negras, parecían ocultar a alguien que no era ella y que sin embargo me miraba desde sus ojos. Continuaba habitada, pero no parecía ser consciente de ello. Tuve la fantasía de que todavía podía ocurrir algo entre nosotros (entre quien la ocupaba y yo, quiero decir), de modo que la invité a tomar una copa en el bar del hotel. Eran casi las dos de la mañana. El bar, tal como yo había previsto, estaba cerrado, por lo que sugerí que subiéramos a mi habitación. Dudó unos instantes, pero al fin me siguió hasta el ascensor.

Me habían dado una habitación doble, de modo que ella se sentó en el borde de una de las camas y yo, tras sacar las bebidas de la nevera y servirlas en un par de vasos, en el de la otra. Me pareció que la situación, violenta como todas las nuestras, resultaba por primera vez más difícil para ella que para mí. Entonces sacó del bolso una caja de metal de la que tomó un canuto de hierba que encendió con naturalidad, pasándomelo tras un par de caladas. Yo tenía una relación complicada con la hierba. Me hacía un efecto exagerado, no siempre en la misma dirección. Cuando me caía bien, volaba. Cuando no, me provocaba ataques de pánico que se prolongaban tanto como duraban sus efectos (he relatado, en parte, mis relaciones con esta droga en La soledad era esto). Di una calada cautelosa y otra un poco más decidida, evitando beber del whisky que me había servido, para no mezclar. Me cayeron bien, muy bien incluso, relajándome de la tensión de todo el día (de toda la vida para hablar con exactitud). Me eché hacia atrás, apoyando los codos sobre el colchón, y observé a María José con una sonrisa.

– ¿De qué te ríes? -dijo ella.

– No me río. Es la cara que pongo cuando me sale bien una frase. Esta frase me ha salido bien. Llevo horas imaginando que acabaríamos así, en mi habitación, solos.

– ¿Llevas horas imaginando esto?

– En realidad -respondí-, llevo toda la vida imaginando esto.

– ¿Y cuál es el siguiente paso, la siguiente frase?

Con la seguridad que me proporcionaba la hierba me incorporé como si me encontrara en el interior de un sueño y acerqué mi rostro al de ella, buscando sus labios. Pero me detuve unos centímetros antes de alcanzarlos, sin dejar de observarla, y en ese instante descubrí que quien me miraba desde sus ojos era el Vitaminas, que estaba dentro de ella.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Me he acordado de tu hermano -dije regresando a mi posición inicial-. Fui muy amigo suyo. A veces me he preguntado -añadí como si se tratara de una idea antigua, aunque se me acababa de ocurrir en ese instante- si le buscaba a él en ti.

– Pues lo puedes buscar en otra parte -dijo con frialdad pasándome el canuto de nuevo-, porque apenas tuvimos relación. Seguramente lo conociste tú mejor que yo.

Sería por los efectos de la hierba, pero lo cierto es que al otro lado de los ojos de María José se encontraba mi amigo de la infancia. Se asomaba a ellos como a un balcón, haciéndome guiños, buscando mi complicidad, quizá invitándome de nuevo a ver la Calle, esta vez desde la cabeza de su hermana, que tenía también algo de sótano. Intenté, tras dar otra calada, entrar en ella, en la cabeza, con idénticas precauciones con las que en otra época bajaba al sótano. La cabeza de María José era más oscura que la bodega de su padre, pero imaginé que llevaba una vela con la que me iba alumbrando a través de las galerías que componían su pensamiento, sus contradicciones, sus miedos, sus convicciones de manual marxista de autoayuda. Y de este modo, paso a paso, llegué a la zona de los ojos y me coloqué junto al Vitaminas, para ver qué había al otro lado. Y al otro lado estaba yo, recostado sobre la cama de enfrente, coqueteando con mi historia. Observado desde los ojos de María José, veía en mí a un novelista joven que se encontraba en un hotel de la calle 42, en Nueva York, en Manhattan, en el centro del mundo como el que dice. Quizá un novelista equivocado, un tipo que acertaba en las cuestiones periféricas, pero al que se le escapaba la médula. Un tipo bien intencionado, de izquierdas desde luego, pero de una izquierda floja, uno de esos compañeros de viaje, un tonto útil, aprovechable en los estadios anteriores a la Revolución, pero a los que convenía fusilar al día siguiente de tomar el poder. Un tipo, por qué no, con el que se podía follar, incluso al que se podía leer para hacer tiempo, mientras las condiciones objetivas hacían su trabajo y las contradicciones internas del sistema aceleraban la llegada de la Historia.

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