Juan Millás - El mundo

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Premio Planeta 2007
Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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En esto, pasó junto a mí un grupo de cuatro o cinco manifestantes con los que cambié impresiones. Me dijeron que ni se me ocurriera ir hacia Moncloa, que a esas horas se habría convertido en una ratonera, así que alcancé con ellos la carretera de La Corana, donde tras separarnos me puse a correr absurdamente, yo solo, hacia Puerta de Hierro. Corrí hasta que se dejó de escuchar el ruido de las sirenas y aún luego continué andando desorganizadamente por el borde de la carretera hasta la altura del hipódromo, donde permanecí sentado en una piedra sabiendo que en ese instante era el hombre más solo del universo. Cada poco, venían a mi cabeza las imágenes de María José siendo arrastrada de los pelos hasta el furgón de la policía. ¿Acaso podía yo haber hecho algo?

Más tarde encontré el modo de regresar a Madrid por Reina Victoria, atravesando la zona de los colegios mayores, que permanecía en calma. Cuando de madrugada llegué al barrio, observé que salía una luz del ventanuco que daba al sótano de la tienda de Mateo, el lugar desde el que en otro tiempo había visto la Calle. Me agaché sobre la acera, para asomarme discretamente, y vi al padre de María José con expresión de pánico, rodeado por tres o cuatro individuos con aspecto inequívoco de policías. Habían puesto la bodega patas arriba y la estaban registrando palmo a palmo. Al día siguiente nos enteramos de que María José pertenecía al Partido Comunista y que escondía en aquel sótano, camuflada entre el género de la tienda de su padre, abundante propaganda subversiva. Resultaba irónico que Mateo buscara el comunismo fuera de casa teniéndolo dentro.

Tendrían que pasar otros doce o trece años para encontrarme (o desencontrarme) una vez más con María José. Fue en el 79, quizá en el 80. Para entonces, yo había publicado dos novelas, Cerbero son las sombras y Visión del ahogado. Gracias a las críticas obtenidas por esta última, me invitaban a dar charlas de vez en cuando en instituciones culturales, actividad que compatibilizaba sin problemas con mi trabajo en Iberia, de donde no me despedirían hasta el 93. En este caso la invitación procedía de la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde daba clases Gonzalo Sobejano, un reputado hispanista que había tenido la generosidad de dedicar un extenso trabajo a estos dos libros.

Se trataba de la primera vez que recibía una invitación de una universidad y la primera que viajaba a Nueva York, por lo que llegué a la ciudad de los rascacielos en un estado de excitación y de pánico comprensibles. Cuando me senté a la mesa desde la que tenía que impartir la charla (yo la llamaba charla para relajarme y los organizadores, para atribularme, conferencia), vi delante de mí un público de profesores y alumnos de español que me observaba con curiosidad. Me presentó un docente con barba leninista que contó de arriba abajo el argumento de Cerbero son las sombras. Minutos más tarde, cuando empezaba a destripar el de Visión del ahogado, distinguí a María José entre el público. Ocupaba un lugar situado hacia la mitad de la sala, al lado del pasillo. Naturalmente, me morí de la impresión, pero hice como que continuaba vivo para no dar el espectáculo (tenía experiencia en las dos cosas: en que ella me matara y en disimular que estaba muerto).

Había imaginado tantas veces que María José asistía a una de mis intervenciones públicas que creí encontrarme dentro de una de aquellas fantasías que elaboraba y modificaba de forma minuciosa durante días y semanas enteros, a veces con sus noches. Continuaba, de adulto, imaginando historias con el mismo tesón que de niño. Y las que imaginaba ahora no eran menos delirantes que las de entonces. Y bien, el caso es que me encontraba a punto de impartir una conferencia en una universidad de Nueva York (un sueño) y que entre el público se encontraba María José (una quimera). Volví a mirar a la mujer situada hacia la mitad de la sala, junto al pasillo, y comprendí entonces que se parecía a María José, pero que no era ella. Para ser exactos, unas veces era ella y otras no. Ahora, me decía, la miraré de nuevo y no será ella. Pero sí lo era. Ahora dejará de serlo. Y a lo mejor dejaba de serlo, pero sólo durante unos instantes. Si fuera ella, pensaba, buscaría mis ojos como yo buscaba los suyos. Sin embargo, estaba atenta a lo que decía mi presentador, al que yo, por cierto, había dejado de escuchar hacía rato. Al fin, para atenuar la impresión, decidí que se trataba de una alucinación discontinua.

Aunque me había comprometido absurdamente a hablar de la relación entre mis dos novelas publicadas y la agonía del franquismo (tema muy de la época), al abrir la boca me salieron las primeras palabras de una charla que había pronunciado mil veces de forma imaginaria en el interior de esa fantasía en la que María José asistía a una de mis intervenciones públicas. Diserté, en fin, sobre la importancia de lo irreal en la construcción de lo real, ilustrando mi exposición con un relato según el cual en mi barrio, cuando yo era pequeño, había un ferretero cuyo hijo iba a mi colegio. Como éramos amigos, un día me confesó en secreto, y tras hacerme jurar que no se lo contaría a nadie, que su padre era en realidad un agente de la Interpol. La ferretería constituía, pues, una tapadera bajo la que llevaba a cabo su verdadera actividad. Que en un barrio del extrarradio de Madrid, en aquellos años de plomo, hubiera un agente de la Interpol, nos redimía del sarampión y de las ratas y de los piojos y de la sífilis y del hambre y de la poliomielitis… Naturalmente, a partir de aquel instante empecé a dirigirme al padre de mi amigo con un respeto y una admiración sin límites.

Pasaron los años, continué mi relato dirigiéndome a la mujer que se parecía a María José y que me observaba con el mismo punto de indiferencia con el que había escuchado a mi presentador, y nos hicimos mayores sin que yo hubiera echado en cara nunca a mi amigo aquella mentira infantil.

– Pero hace poco -añadí- volvimos a encontrarnos y le invité a comer para recordar viejos tiempos. En realidad quería preguntarle cuál de aquellos dos padres -el imaginario o el real- había sido más importante en su formación. Me dijo que el irreal, sin duda alguna, es decir, el agente de la Interpol. De él había recibido los mejores consejos, las mejores orientaciones, él había sido su verdadero ejemplo de conducta, el modelo que había que seguir, mientras que del padre real -el ferretero- tenía pocos recuerdos, casi todos malos.

El hecho de que la expresión de la mujer no mostrara ninguna emoción frente a mi historia, pese a que a esas alturas me dirigía a ella como si no hubiera más gente en la sala, me confirmó en la idea de que no se trataba de María José.

Cuando terminé de hablar, algunas personas se acercaron a la mesa para saludarme o para que les firmara un libro. Entre ellas, vi avanzar por el pasillo a aquella quimera. Y a cada paso que daba se iba convirtiendo un poco más en la María José real, de modo que cuando estuvo frente a mí resultó que era completamente ella. Nos dimos un beso y le pedí que me esperara unos instantes, mientras atendía a las personas que se habían acercado a saludarme. Me dijo que no me preocupara, que iba a asistir a la cena que la universidad había organizado a continuación en mi honor.

Y bien, resultó que daba clases en la Universidad de Columbia, donde preparaba también un trabajo sobre la novela española de los 50. Me había seguido, dijo, desde la publicación de mi primer libro, sorprendida de que aquel chico de su calle se hubiera convertido en novelista.

– Gracias a ti en parte -le dije.

– ¿Y eso?

– Si luego me acompañas al hotel, te lo digo.

– De acuerdo.

Con aquella perspectiva, la cena y su sobremesa se convirtieron en una tortura. Pero llegó a su fin, como todo en la vida, y me encontré caminando al lado de María José con idéntica torpeza a la de cuando era niño, sólo que entonces nos encontrábamos en un suburbio de Madrid y ahora en el centro de Nueva York. Cada uno por su lado había logrado fugarse de aquella condición infernal, de aquel barrio espeso, de aquella calle húmeda.

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