Juan Millás - El mundo

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Premio Planeta 2007
Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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– Ya.

Nos quedamos callados, evitando mirarnos a los ojos. Yo consulté el reloj con gesto de impaciencia, pues había decidido regresar ese mismo día a Madrid. Pero antes de que me diera tiempo a despedirme, el hombre empezó a contarme la historia de su hija, que se había matado en un accidente de tráfico, conduciendo una moto que le habían regalado cuando sacó el bachillerato. Repitió lo que hemos aprendido a decir en estas situaciones: que estamos preparados para la muerte de los padres, pero no para la de los hijos; que la muerte de un hijo implicaba un dolor con el que se podía pactar, pero no eliminar; señaló también que no era lo mismo no haber tenido hijos que haberlos tenido y perdido… No dijo nada que yo no hubiera escuchado en el cine o hubiera leído en las novelas, pero parecía que lo escuchaba por primera vez, pues su dolor, aunque repetido, parecía único. Después preguntó a quién habían pertenecido las cenizas de las que me había deshecho yo y le dije que a mis padres, pero no añadí nada más. No quería aumentar aquella intimidad que se estaba produciendo, a mi pesar, entre los dos. Le mostré mi solidaridad con la intención de fugarme de allí cuanto antes, pero él ya había empezado a decir que después de desprenderse de las cenizas de su hija se separaría probablemente de su mujer.

– Tal vez ésa es la verdadera razón de todos estos aplazamientos -añadió.

Le pregunté por qué asociaba una cosa a otra y dijo que no lo sabía, pero sentía que era así. Se me ocurrió, aunque no dije nada, que aquel hombre era capaz de convivir con el espectáculo de su propio dolor (quizá de su culpa), pero no con el de su mujer.

– Algunos días -continuó hablando- he pensado que si alguien me acompañara en el momento de arrojar las cenizas al mar, podría hacerlo. Pero no sé a quién pedírselo.

Comprendí adonde quería llegar y me disculpé asegurándole que tenía prisa. Después le tendí la mano, que apretó sin convicción, le deseé suerte y emprendí la retirada todavía con las bolsas de El Corte Inglés mojadas en las manos. Apenas había caminado unos pasos, cuando escuché su voz a mis espaldas. Me volví y dijo:

– Millas, écheme una mano.

Curiosamente, aunque Millas es también mi apellido, yo sólo escuché el de mi padre. Me vinieron a la memoria, de súbito, sus tarjetas de visita, los sobres que utilizaba para enviar sus facturas, el sello de caucho que estampaba junto a su firma… Millas. Fingiendo que yo también era Millas (pues en aquel instante el apellido se había desprendido de mí), lo acompañé hasta la orilla y le dije que debía destapar la urna con sus propias manos, él solo, que yo no podía ni debía ayudarle en eso. Le expliqué que al extraer la bolsa quizá se rasgara y parte de las cenizas escaparan a su control. Le señalé que no debía dejar los restos de su hija en la orilla, confiando en la violencia de las olas, porque las olas eran pacíficas. Le dije que si quería de verdad abandonarlas en el mar, tendría que avanzar un poco hacia el interior, tendría que mojarse. Tendría que mojarse. Me hizo gracia que una expresión utilizada por lo general en sentido figurado, para indicar que a veces en la vida es preciso correr riesgos, tuviera en aquellos instantes un valor literal.

El hombre seguía mis instrucciones dócilmente, como el neófito observa las advertencias del maestro. Quizá sólo necesitaba un narrador, una voz que al describir sus movimientos le empujara a ejecutarlos.

– ¿Y ahora qué hago con la urna? -preguntó absurdamente.

– Abandónela en la taquilla de la ropa y cambie de gimnasio -dije.

El hombre rió con franqueza. Noté que se había liberado de un peso, que había cerrado un capítulo de su vida, que había roto un encantamiento que lo mantenía atado a una situación indeseable. Mientras regresábamos hacia el paseo marítimo, le pregunté de quién había sido la decisión de comprarle una moto a su hija.

– De mi mujer -dijo-. Yo me oponía porque soy una persona llena de miedos. Me opuse en su día también a que naciera para evitarle sufrimientos. Soy ese tipo de enfermo, así que no le guardo rencor a mi mujer. Si hubiera que repartir culpas, mi pánico en relación a los peligros que acechaban a nuestra hija era más mortal que sus imprudencias. Sucedió y ya está.

Sucedió y ya está.

Mientras regresaba a Madrid, pensaba en ese sucedió y ya está. Recordé un día en el que paseando por el campo, en Asturias, me detuve frente a una vaca que estaba a punto de parir y comprendí que el embarazo había sucedido dentro de su cuerpo como el lenguaje sucede dentro del nuestro. Comprendí que yo, finalmente, no era más que un escenario en el que había ocurrido cuanto se relataba en El mundo. La idea resultó enormemente liberadora. Quizá no seamos los sujetos de la angustia, sino su escenario; ni de los sueños, sino su escenario; ni de la enfermedad, sino su escenario; ni del éxito o el fracaso, sino su escenario… Yo era el escenario en el que se había dado el apellido Millas como en otros se da el de López o García. ¿En qué momento comencé a ser Millas? ¿En qué instante empezamos a ser Hurtado, Gutiérrez o Medina? No, desde luego, en el momento de nacer. El nombre es una prótesis, un implante que se va confundiendo con el cuerpo, hasta convertirse en un hecho casi biológico a lo largo de un proceso extravagante y largo. Pero tal vez del mismo modo que un día nos levantamos y ya somos Millas o Menéndez u Ortega, otro día dejamos de serlo. Tampoco de golpe, poco a poco. Quizá desde el momento en el que me desprendí de las cenizas, que era un modo de poner el punto final a la novela, yo había empezado a dejar de ser Millas, incluso de ser Juanjo. Recordé una foto reciente, en la que aparecía García Márquez rodeado de admiradores jóvenes. Me llamó la atención la expresión de su rostro, como si se tratara de alguien que se estuviera haciendo pasar por el conocido escritor. García Márquez, pensé, ya no estaba del todo en aquel cuerpo. Me vinieron a la memoria también unas declaraciones de Francisco Ayala, pronunciadas en el contexto de las celebraciones de su centenario: «Qué raro», dijo, «me resulta escucharles a ustedes lo que dicen sobre mí». Tal extrañeza respecto a su propia vida sólo podía significar que él, en parte al menos, ya no estaba allí. Pero si no sabemos cuándo empezamos a ser Fulano de Tal, cómo averiguar en qué instante comenzamos a dejar de serlo.

No sé en qué momento comencé a ser Juan José Millas, pero sí tuve claro durante el viaje de vuelta (¿o el de vuelta había sido el de ida?) que aquel día había comenzado a dejar de serlo. Gracias a ese descubrimiento, el recorrido se me hizo corto.

Recuerdo que al llegar a casa estaba un poco triste, como cuando terminas un libro que quizá sea el último.

Juan José Millás

El mundo - фото 2
***
El mundo - фото 3
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