Juan Millás - El mundo

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Premio Planeta 2007
Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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Me había olvidado de Dios, decía, pero Él había regresado a mí utilizando a María José como vehículo. El misticismo de aquella chica fantasmal me señaló una dirección hacia la que dirigir (o con la que sublimar) los primeros ataques de la testosterona. Creo que comprendí oscuramente la relación entre las expresiones de dolor de las estatuas de la Virgen y aquellos desórdenes biológicos que ponían todo patas arriba. María José pertenecía a ese mundo de vírgenes dolorosas en el que todo estaba patas arriba y controlado al mismo tiempo.

No puedo hablar, estoy de ejercicios espirituales.

Guardé la nota entre las páginas del álbum de cromos sobre el FBI y la Interpol. Y cada vez que volvía a ella para saborear cada letra, cada palabra, evocaba el gesto de María José al escribirla. El hecho de que fuera zurda me pareció una señal. Significaba que también ella se encontraba en un mundo al que no pertenecía. Durante las siguientes semanas intenté actuar a ratos, por identificación, como un zurdo, descubriendo de este modo mi lado izquierdo. Quedé admirado de la poca atención que le prestamos. En casa, la única persona que advirtió que cogía la cuchara con la mano izquierda fue mi madre, que, sin decirme nada, me observaba con preocupación, quizá con curiosidad. Durante estos días remotos de mi infancia se fraguó, sin que yo lo supiera entonces, el argumento de Dos mujeres en Praga, una novela que publiqué en 2002 y que constituyó mi último homenaje a María José. En ella hay un personaje homónimo que pretende, siendo diestro, escribir una novela con la mano izquierda. Lo que persigue, en realidad, es escribir un relato zurdo, de izquierdas. A veces nos preguntan cómo surge el argumento de una novela y tenemos que callar o mentir porque la justificación real es demasiado inverosímil. ¿Cómo explicar que el de Dos mujeres en Praga comenzó a nacer entonces, cuando ni siquiera sabía que iba a ser novelista? Curiosamente, nadie me preguntó por qué aquel personaje se llamaba María José, cuando resulta evidente que no es un nombre de personaje de novela. A veces, en las novelas se filtran fragmentos de realidad que dejan manchas de humedad, como una gotera en la pared de una habitación.

Al día siguiente volví a hacerme el encontradizo con María José y le pasé una nota en la que le preguntaba cuándo terminaría los ejercicios espirituales.

Ella dejó la cartera en el suelo, entre las piernas, y sacó del bolsillo de la falda una pluma estilográfica con la que escribió «Mañana» en la palma de su mano derecha. Hice un gesto de asentimiento y la acompañé de nuevo hasta su casa en silencio absoluto, maravillado en esta ocasión por la pluma estilográfica. Podría contar con los dedos de una mano los compañeros que tenían pluma estilográfica. Mateo no sólo era espía, era rico también. Si algo faltaba para que me enamorara perdidamente de aquella chica, aquí estaba este dato económico que añadía un ingrediente de lucha de clases a una historia de amor.

María José terminó los ejercicios espirituales el viernes. Durante el fin de semana siguiente aceché la tienda de ultramarinos y sus alrededores, pero no salió o yo no la vi salir. Tenía, de la época en la que me relacionaba con su hermano, la experiencia de que podía disgregarse como una columna de humo ante tus propios ojos. Pero en esta ocasión ni siquiera llegó a manifestarse. Tuve, pues, que esperar al lunes, y hacerme una vez más el encontradizo.

– ¿Eres zurda? -le pregunté nada más abordarla, pues no se me ocurrió de qué otra cosa hablar.

– Sí -dijo deslizándose un poco más de prisa de lo normal, lo que me obligó a acelerar el paso.

Luego, mirando a un lado y a otro, como si estuviéramos vigilados, me explicó que al principio, en el colegio, habían intentado obligarla a escribir con la derecha, pero que su padre, tras consultar a un médico, fue al colegio y organizó un escándalo para que la dejaran trabajar con la izquierda. Eso era un padre, pensé yo suspirando por convertirme en su hijo. Le confesé que llevaba varios días intentando hacer las cosas con la izquierda (vivía con el lado izquierdo en realidad), pero que resultaba muy difícil.

– Tiene mucho mérito -añadí- hacerlo todo con ese lado del cuerpo.

– Si eres zurdo -respondió ella con una lógica aplastante-, no.

– Aun así -insistí yo.

Ella reconoció entonces parte de su mérito explicándome que el mundo estaba pensado «por un diestro y para un diestro». Me señaló, por ejemplo, que las tijeras no se podían utilizar con la mano izquierda, porque no cortaban, que los interruptores de la luz estaban situados en lugares donde la mano derecha llegaba antes que la izquierda, lo mismo que los pomos de las puertas, los utensilios de cocina y la cadena del retrete (alusión que no me gustó). Me lo explicó de tal modo que comprendí que vivía realmente en otro mundo, en otra dimensión a la que yo quería pertenecer también, a la que quizá pertenecía sin saberlo, pues me pregunté entonces si no sería un zurdo al que habían obligado desde la cuna a hacer las cosas con la mano derecha, de tal modo que había olvidado su verdadera condición. Si no pertenecía al mundo en el que me encontraba, y eso era evidente, tenía que pertenecer a otro, y ese otro podía ser el de los zurdos.

– ¿A ti qué es lo que más te cuesta hacer con la mano izquierda? -me preguntó ella de súbito.

– Abrocharme los botones de la camisa -dije, aunque estaba pensando en los de la bragueta, por lo que me puse colorado.

Ella asintió como si hubiera dado la respuesta correcta, lo que me llenó de seguridad. Nunca en mi vida me he sentido tan seguro de mí como en aquel instante. Los botones de mi camisa me hicieron pensar en los de su blusa y me la imaginé abrochándoselos, lo que hizo que mis pies tropezaran y diera un traspiés.

El trato con María José provocaba una acumulación continuada de excitación sin descarga, de ardor sin bálsamo, de exaltación sin caída. Me acostumbré a encontrarme con ella por las tardes, pues salía del colegio media hora después que yo. Supe, desde la tercera tarde, que estaba haciendo las cosas mal, pues si bien ella se dejaba querer (es un modo de decir que no me rechazaba abiertamente), tampoco aportaba nada a la relación. Un sexto sentido me decía que debía espaciar mis encuentros, disimular mi pasión, añadir a mi trato con ella una porción de indiferencia. Pero un instinto de destrucción más poderoso que el sexto sentido me empujaba a perseverar en el error. Lo cultivé con tanta minuciosidad que la historia apenas duró un par de semanas (en realidad duraría toda la vida, pero de mala manera, como veremos).

Un día, mientras caminábamos hacia nuestra calle, intenté tocar su mano derecha. Tomé la decisión de empezar por la derecha pensando que al ser zurda se trataba de una mano periférica, menos sensible o importante que la izquierda. Se opuso, como era lógico, asegurándome que lo que yo intentaba hacer con ella era pecado mortal. Añadió, para desconcierto mío, que desde los últimos ejercicios espirituales había aprendido a vivir como si fuera a morir al minuto siguiente. Se trataba de una recomendación hecha por el cura que los había impartido. Si te acostumbrabas a vivir como si fueras a morir al minuto siguiente, cambiaban todas tus preferencias (ahora habríamos dicho prioridades).

– Si me dejara tocar -añadió- y me muriera al minuto siguiente, iría al infierno por toda la eternidad.

Volví a casa perplejo, tratando de imaginar qué haría yo en aquel instante si fuera a morir al minuto siguiente. Desde luego, lo último que se me ocurriría sería masturbarme, que era lo primero que se me venía a la cabeza cuando no me iba a morir al minuto siguiente. Era cierto, pues, que las prioridades cambiaban. Y no sólo cambiaban, sino que se invertían. Cuando entré en casa, escuché a mi madre dando gritos a alguno de mis hermanos. Si supiera, pensé, que se iba a morir al minuto siguiente, lo abrazaría en vez de reñirle. Conté hasta sesenta, pero no se murió nadie. Por mi parte, viví varios días fingiendo ser zurdo y fingiendo que me iba a morir al minuto siguiente, de modo que acabé agotado física y psíquicamente.

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