Juan Millás - El mundo

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Premio Planeta 2007
Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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Al llegar a casa, tras dejar las galletas en la cocina, tomé el cabo de una vela, lo prendí, y me encerré en el cuarto de baño para cerciorarme de que los diez céntimos que me había dado Mateo eran de verdad diez céntimos. Y lo eran. Se podía vivir de espiar, te pagaban por ello. ¿Qué más daban entonces las malas notas, los suspensos? Nunca más volvería a preguntarme qué iba a ser de mí porque ya lo estaba siendo: era un espía de la Interpol que se encontraba, en calidad de infiltrado, en un mundo al que no pertenecía.

En cuanto a la golosina, se trataba de un «pan de higo», un dulce de forma rectangular con una porción de la pulpa de esta fruta entre dos galletas muy delgadas. Costaban dos reales (cincuenta céntimos), pero a veces llevaban dentro, de regalo, una moneda que tenía un agujero en el centro y cuyo valor equivalía al precio de la golosina. Creo que aquellas monedas adquirieron tras su desaparición cierto valor numismático. Pues bien, nada más desenvolver el pan de higo y morderlo, mis dientes tropezaron con una dureza que era, en efecto, el premio de dos reales protegido por un papel de celofán. Di por supuesto que Mateo me había dado aquella golosina sabiendo que tenía premio. Cuando sucedió lo de la peseta de mamá, en la playa, no advertí que había sido ella. Ahora, en cambio, atribuía lo que sin duda no pasaba de ser una casualidad a la intencionalidad del espía. Todo al revés.

En esto, vino la luz, pero no desapareció con ella el encantamiento. Salí del cuarto de baño y me incorporé a la vida familiar fingiendo ser uno de ellos, aunque mi madre, que era adivina, me preguntó si me pasaba algo.

A partir de aquel día, y con una periodicidad semanal, entregué a Mateo un informe minuciosamente elaborado que él escondía en el compartimiento secreto de la caja registradora y a cambio del que me entregaba diez céntimos. Nunca más volvió a darme un pan de higos, lo que de un lado me decepcionó y de otro me gustó. No se podía ser al mismo tiempo un agente de la Interpol y un crío que suspirara por aquellas golosinas. Nuestra relación como espías se limitaba a este intercambio de informes y dinero. Jamás cruzamos una palabra sobre nuestra actividad clandestina. Las paredes oyen, decía un refrán muy utilizado en aquella época por nuestros padres. Y las paredes oían, en efecto, pues de acuerdo con mi colección de cromos sobre el FBI y la Interpol, el mundo (ya entonces) estaba sembrado de micrófonos ocultos.

Pero Mateo tenía otra cosa que me interesaba: su hija María José, aquella especie de fantasma que atravesaba la calle sin que nadie reparara en su presencia. Era tal su levedad, su ligereza, quizá su insignificancia, que fantaseé a menudo con la idea de que se tratara de un fantasma al que sólo a mí, por alguna misteriosa razón, me estaba permitido distinguir. A diferencia de Luz, la belleza oficial, pero vacía, de la calle, María José daba la impresión de estar habitada por alguien (y por alguien que sabía cosas de mí).

Pero si a María José no la veía nadie, tampoco ella nos veía a nosotros. Pasaba a nuestro lado y sólo yo volvía la vista disimuladamente para aprenderme su rostro como el que se aprende una canción. Tenía unos ojos un poco saltones en los que, si querías (o si lo necesitabas, como seguramente era mi caso), podías advertir un movimiento de asombro, quizá de pánico. Sobre ellos, había unas cejas muy anchas y muy negras que oscurecían esa zona de la cara provocando la impresión de que observaba la vida desde un callejón lóbrego. Sus labios, finos y un poco torturados (especialmente el superior), sugerían la existencia de un malestar permanente, pero aceptado con una forma de sumisión perturbadora. Y llevaba una cola de caballo (muy común entre las chicas de la época) que en vez de arrancar de la nuca, como la de Luz, salía absurdamente de la coronilla, como un manantial, desembocando casi al nivel de la cintura. Todos estos accidentes físicos se daban en el territorio de una línea, pues su delgadez era tal que parecía haber sido hecha sin levantar el lápiz del papel. Resultaba sorprendente que aquella raya llamada María José pudiera soportar el peso de un uniforme colegial tan abundante como espeso.

Aquella primavera, cuando cambió el uniforme de invierno por el de verano, advertí en su cuerpo una trasformación portentosa: tenía pechos. Quizá resulte exagerado llamar pechos a aquellas dos provocaciones que aparecieron debajo de su blusa, pero en un cuerpo tan lineal parecían, si no una calamidad natural, un acontecimiento extraño. Nadie reparó tampoco en la aparición de sus pechos, excepto yo, que comencé a desfallecer por ellos. Resultaba del todo incomprensible que siendo míos (de quién si no) aparecieran en un cuerpo distinto, ajeno, impracticable. De hecho, me costó más contactar con ella que con su padre, en cuyas manos reposaba la seguridad del universo.

En clase, mientras el profesor decía no sé qué cosas junto al encerado, imaginaba que María José y yo nos casábamos, convirtiéndome de este modo en el hijo de Mateo (en aquella época, los yernos llamaban padre o papá a sus suegros, lo que los convertía, en cierto modo, en hermanos de sus mujeres: el incesto siempre al acecho). En mis sueños, me acogían entre ellos y con el tiempo me ocupaba de la tienda de ultramarinos (de la tapadera). Durante el verano fingíamos que nos íbamos a la casa del pueblo, pero viajábamos en realidad a Estados Unidos para hacer cursos de espionaje. María José y yo tendríamos varios pasaportes de diferentes nacionalidades y utilizaríamos unos u otros en función de cómo estuvieran las cosas o adonde nos dirigiéramos, pues no sería raro que con el tiempo me encargaran la realización de algún trabajo al otro lado del Telón de Acero.

Conocía perfectamente sus horarios, sus hábitos, sus rutinas, de modo que un día, haciéndome el encontradizo, la abordé cuando salía del colegio. Puesto que los dos nos dirigíamos a casa, fingí que me parecía normal acompañarla, así que me coloqué a su lado intentando ajustar mis pasos a su ritmo y empecé a hablar de cualquier cosa. Como ella, más que andar, se deslizaba, mi trote, a su lado, resultaba algo grotesco. Yo era consciente de esto, también de que mis zapatos estaban torcidos, que mis calcetines no se sostenían sobre las piernas, que mis pantalones cortos eran demasiado largos (un gracioso de mi clase decía que resultaba imposible saber si eran largos que me estaban cortos o cortos que me estaban largos), que mi camisa era un desastre. De todos modos, balbuceé, creo, alguna frase inconexa a la que ella no respondió. En un par de ocasiones, dada nuestra proximidad (la acera era muy estrecha), el envés de mi mano derecha rozó el de su mano izquierda, de la que sostenía la cartera, provocando en mis extremidades una serie de desórdenes motores que intenté ocultar con palabras atropelladas sobre esto o aquello. Poco antes de alcanzar nuestra calle, María José se detuvo y sacó de la cartera un lápiz y un pedazo de papel en el que escribió con la mano izquierda (¡con la mano izquierda!): «No puedo hablar, estoy de ejercicios espirituales.»

Se trataba de una salida completamente inesperada para mí, por lo que me limité a asentir firmemente con la cabeza, dando a entender que me hacía cargo de la gravedad de la situación y que solicitaba sus disculpas, no había estado en mi ánimo interrumpir su recogimiento espiritual. Por otra parte, María José daba siempre la impresión de estar de ejercicios espirituales, lo que convenía mucho a sus formas físicas, incluso a su fondo inmaterial. La acompañé, pues, sin pronunciar una sola palabra, hasta la tienda, donde hice con las cejas un gesto de despedida.

Dios aparecía cuando menos lo esperabas, ya fuera en forma de hombre que te preguntaba por qué rompías un farol, ya en forma de chica realizando ejercicios espirituales. Desde que era agente de la Interpol me había olvidado de Él, como si la religión ya no formara parte de mi proyecto existencial. Eso no quiere decir que hubiera dejado la confesión, la comunión o la misa (habría sido imposible: eran obligatorias), sino que las practicaba también como tapadera de mi actividad clandestina. En alguna ocasión, por cierto, estuve tentado de incluir en mis informes semanales los movimientos llevados a cabo por los curas del colegio, pero el instinto me señalaba acertadamente que no debía hacerlo. Llegué a escribir un par de borradores sobre el prefecto de disciplina, al que le gustaba pegar a los niños; no hacía otra cosa a lo largo de la jornada. Pegaba en horario de jornada partida, de nueve a catorce y de quince treinta a diecinueve. Por fortuna, el colegio era muy grande y, de no ser que le atrajeras mucho, podías pasar sin que te pegara quince o veinte días. Yo no era uno de sus preferidos, por lo que apenas abusaba de mí.

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