Juan Millás - El mundo

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Premio Planeta 2007
Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: «Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina.» Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.» Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela.

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Entonces estrené unas botas de color marrón. No sé cómo llegaron a casa ni por qué fueron directamente a mis pies, pero se trataba de la primera vez que estrenaba algo, por lo que cada minuto del día era consciente de ellas. Me llegaban hasta el tobillo, de forma que ceñían todo el pie, trasmitiendo una rara sensación de seguridad al resto del cuerpo. Proporcionaban a mis piernas una ligereza sorprendente, como si estuvieran impulsadas por un aliento invisible. En uno de los cromos de la colección sobre el FBI y la Interpol salía un zapato cuyo tacón se desplazaba hacia un lado dejando al descubierto un receptáculo secreto, donde se podían esconder un microfilm y una cápsula de cianuro. Los tacones de mis botas tenían un grosor semejante al del zapato del cromo, pero no eran móviles. A mí me gustaba imaginar que el interior contenía un pequeño motor que aminoraba la fuerza de la gravedad. ¿Cómo explicar, si no, la ligereza que adquiría cuando las llevaba puestas?

Se acoplaban al cuerpo como la masa al molde. En mi fantasía constituían una extensión de mi piel, de tal manera que por la noche, más que quitármelas, me las tenía que extirpar. Debido al uso intensivo al que las sometí y a su probable mala calidad, pronto se manifestó sobre su superficie un conjunto de grietas que yo intentaba aliviar aplicando sobre ellas, a modo de ungüento curativo, una capa de jabón de cocina. Pese a mis cuidados, las grietas no tardaron en convertirse en heridas abiertas por las que asomaban, a manera de vísceras, los calcetines. Guardo un recuerdo muy penoso de la agonía de aquellas botas fabulosas.

Un día nos echaron a un compañero y a mí de clase, por hablar. Salimos del aula y nos sentamos en el suelo, junto a la puerta, con la espalda apoyada en la pared y las piernas extendidas, como un par de cómplices. Me dijo que había en su casa una granada de mano de la guerra que le gustaría enseñarme, pero que su padre le tenía prohibido sacarla a la calle. Le indiqué que podía ir yo a verla. Entonces, observando críticamente mis botas, heridas ya de muerte, apuntó:

– Es que mi casa es de mucho lujo.

Con frecuencia, el enemigo de clase es tu compañero de pupitre. «Mi casa es de mucho lujo» parecía una variante del «Tú no eres interesante (para mí)». Si uno es capaz de imaginar a lo que se llamaba lujo en aquella época y en aquel suburbio, tampoco tendrá dificultades para hacerse cargo del estado alcanzado por mis heroicas botas, que morirían puestas, en acto de servicio, después de que se hubiera practicado sobre ellas una forma de encarnizamiento terapéutico que incluyó decenas de intervenciones quirúrgicas y varios trasplantes de órganos procedentes de otros zapatos muertos. Tengo desde aquella experiencia la convicción de que el calzado es, de todas las prendas de vestir, aquella que cuenta con una vida propia más activa. Le rendí homenaje en No mires debajo de la cama, novela sobre un matrimonio de zapatos a la que guardo un afecto especial.

Mi casa es de mucho lujo. Yo no era uno de ellos. Yo no era de allí. Pero de dónde era.

Entonces cayó en mis manos un ejemplar de la revista Selecciones del Reader's Digest, publicación de carácter popular que incluía novelas condensadas, para facilitar su lectura. La abrí en algún instante de aburrimiento y tropecé con el relato de un hombre que al vaciar la casa de su madre muerta tropieza con una carpeta llena de recortes de periódicos escondida en una especie de doble fondo de un armario. El hombre, sentado en el borde de la cama de su madre, comprueba que proceden de periódicos de hace cuarenta años y que se refieren a un suceso que, a juzgar por el tamaño de los titulares, debió de provocar en su día una gran conmoción social. Daban cuenta, en fin, del secuestro, llevado a cabo a plena luz del día y en una calle céntrica, de un recién nacido al que su cuidadora había dejado en la puerta de un comercio, dentro de su cochecito, mientras entraba a comprar el pan. Cuando instantes después volvió a salir, había desaparecido. El cochecito se encontraría más tarde abandonado en un callejón, sin rastro del bebé.

Los recortes estaban ordenados cronológicamente, de modo que la historia se leía casi como una novela por entregas. El bebé pertenecía a una familia adinerada cuyos padres, a través de la prensa, apelaban de manera periódica a los sentimientos de los secuestradores para que les devolvieran a la criatura. Pasado el primer mes, la policía empezaba a desconfiar de que apareciera, pues durante ese tiempo nadie se había dirigido a la familia pidiendo dinero, de donde se deducía que o bien no se trataba de un secuestro con fines económicos o bien los raptores, asustados por la repercusión del suceso, se habían deshecho del niño. Dadas las influencias de los padres y la alarma provocada por el caso, no se dejaba por investigar una sola vía, pero todas, unas detrás de otras, conducían a sucesivos callejones sin salida. Con el paso del tiempo, la noticia iba pasando a un segundo plano, aunque durante algunos años, coincidiendo con el aniversario del rapto, se entrevistaba de nuevo a los padres, que manifestaban la convicción de que su hijo continuaba vivo en algún sitio.

A medida que el protagonista de la novela lee aquellos recortes, va comprendiendo que el niño raptado era él. Y que la secuestradora fue la mujer a la que había tomado por madre, cuyo fallecimiento acababa de llorar.

Recuerdo las sensaciones físicas que sufría el personaje de la novela al descubrir el secreto de su vida, porque yo las padecía al mismo tiempo que él, como si al conocer su historia estuviera acercándome peligrosamente a la mía. No he olvidado el temblor de mis manos cada vez que pasaba una página ni las alteraciones que la emoción producía en la superficie de mi piel y en el ritmo de mi respiración. Aquella revista, que tenía por cierto la forma de un libro, se convirtió en el único objeto no opaco de cuanto me rodeaba. Más aún: estaba poseído por una extraña trasparencia, pues mientras leía me era dado ver físicamente al hombre que, sentado en el borde de la cama de su difunta madre, pasaba un recorte tras otro del periódico al tiempo que la sangre se retiraba de su rostro y la boca se le quedaba seca. Podía verlo leyendo una entrevista en la que su madre verdadera relataba cómo eran sus días hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo, esperando que se produjera una llamada, rezando para que llegara una carta, implorando que apareciera una señal. La madre verdadera venía fotografiada en varias ocasiones. Era una mujer joven, guapa, bien vestida, serena y muy educada en su dolor. En algún momento, tomando como buena la hipótesis (una entre tantas) de que podía haber llevado a cabo el rapto una mujer sin hijos, se dirigía a la secuestradora pidiéndole que intentara imaginar su sufrimiento y asegurándole que serían generosos con ella si devolvía a la criatura. Podía ver las fotos del padre, un hombre mayor que la madre o quizá envejecido por la barba que ocultaba su mentón y por el sufrimiento de aquellos días. Me era dado asistir de un modo extraño a la llegada de la noche en aquella casa donde la herida provocada por la ausencia del bebé se manifestaba como un desgarrón insoportable. Podía contemplar a aquella mujer dando vueltas entre las sábanas, presa de una desesperación trágica, pero noble, con la dignidad que proporcionaban los muebles de estilo, profusamente descritos en las páginas de la novela, y las figuras de porcelana que velaban su insomnio. ¿Cómo era posible que, habiendo sólo letras, yo viera solamente imágenes?

Pero al mismo tiempo, arrastrado por el itinerario emocional del personaje del relato, veía también a la secuestradora (la falsa madre) pasar por delante del establecimiento a cuya puerta se encontraba el cochecito con el niño. La veía detenerse y contemplar embelesada al crío, que quizá en ese instante movía seductoramente los brazos en dirección a ella. La veía mirar al interior de la panadería, dudar unos instantes, y finalmente empujar el cochecito con naturalidad, como si fuera suyo. La veía ahora, una vez recorridos los primeros metros, apresurarse para alejarse de la zona. La veía tomando al niño en sus brazos y abandonando el cochecito en el callejón en el que más tarde lo hallaría la policía. La veía llegando al portal de su modesta casa, subir las escaleras corriendo, para evitar el encuentro con algún vecino. La veía entrar jadeando en su morada, un ático de una sola pieza con la pintura de las paredes desconchada y la cama revuelta. Veía a la secuestradora depositar al niño sobre esa cama. La veía desnudarlo para adorarlo entero y hacerse cargo de la posesión sentimental que acababa de adquirir. La veía comprando biberones con cara de sospechosa, cada día en una farmacia distinta, siempre muy alejadas del barrio donde se había producido el secuestro. La veía urdiendo planes sucesivos para inscribir el bebé a su nombre sin ser descubierta. La veía cambiando de barrio primero, de ciudad después, la veía fingiendo un embarazo, un parto. La veía sacando adelante al niño con un esfuerzo heroico, fregando escaleras, cosiendo prendas ajenas hasta altas horas de la noche. Podía ver al crío crecer alrededor del cesto de costura, de la máquina de coser. Podía verle preguntar a su madre por qué no tenía padre. Podía escuchar la explicación de la secuestradora, según la cual su padre había muerto en la guerra, en cualquier guerra, siempre había una a la que imputar las desapariciones de los hombres. Podía, en fin, hacerme cargo de aquellas vidas imaginarias como si fueran reales, pese a que trascurrían en un país y en un tiempo que yo no conocía. Pero podía, sobre todo, seguir el proceso mental por el que el personaje del relato va comprendiendo, a medida que lee aquellos recortes de prensa, por qué había tenido durante toda su vida aquella sensación de extrañeza respecto a cuanto le rodeaba. Él no era de allí, él pertenecía a otro mundo del que había sido arrebatado. No sé de qué forma misteriosa yo hacía mío aquel proceso cuando le veía levantarse atónito de la cama de su falsa madre y caminar con uno de los recortes del periódico en la mano para comparar, frente al espejo, las facciones de su rostro con las de sus verdaderos padres. Y es que, sorprendentemente, el que se levantaba de la cama y se acercaba al espejo era yo. Y yo el que en los días posteriores a aquel hallazgo viajaba hasta la ciudad en la que vivían los verdaderos padres del personaje (mis verdaderos padres) y merodeaba por los alrededores de su casa para verlos salir. Era yo el que me asombraba de la vida que podía haber llevado si las cosas no se hubieran torcido de aquel modo. Yo el que pensaba la manera de abordar a mi verdadera madre -ya una anciana- para decirle he regresado, madre, soy tu hijo. Sin dejar de vivir en un mundo completamente opaco, puesto que todo mi cuerpo permanecía en él, me había trasladado increíblemente a los espacios del relato. ¿Cómo era posible?

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