Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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Para comenzar, me cazaba en un renuncio.

– No es completamente mentira -me descargué-. He trabajado mucho sobre ella.

– Es gracioso. No creí que nadie leyera el libro, aparte de algún chiflado como la profesora esa de Princeton que anduvo enredando para reeditarlo. Por eso no me opuse. ¿Dónde lo encontraste?

– En la biblioteca pública de Brooklyn.

– Dios santo -exclamó-. Hace cincuenta años que no voy a una biblioteca pública. ¿Tú has ido mucho a las bibliotecas públicas, Pertúa?

– Por fuerza -respondió Pertúa-. Mis padres no tenían dinero para pagarme los libros que necesitaba en la universidad.

– Eso quiere decir -explicó Dalmau-, que sólo iba a leer libros de economía. Pertúa no es un literato, como nosotros, Hugo. No entiende que pueda utilizarse el papel para escribir algo que no sirve para nada y que además es sustancialmente fingido.

No pasé por alto que Dalmau me había asimilado a la categoría de literato. No lo dejó ahí, en una alusión.

– Conseguí tu libro -desveló-. Melisa Chaves, de la editorial, nos escribió diciendo que habías ido por allí a preguntar por mí y que le habías dejado una novela, y el título. Hubo que revolver bastante, en España, para que me enviaran un ejemplar. Pero lo conseguí. Me lo han leído, y te felicito. Tienes madera, ya lo creo. Sólo te falta entregarte. Si uno no se entrega, por mucha madera que se ponga, no termina de pasar nada. Es siempre así, en la vida, y aunque fastidie un poco, si lo meditas, resulta justo. Pertúa me ha dicho que al trabajo sí te has entregado, todos estos meses.

– He hecho lo que he podido. No tiene mérito. Es mi costumbre, en el trabajo.

– ¿Y te ha interesado lo que has visto?

Olfateé que la interrogación tenía otro sentido, aparte del aparente. No albergaba grandes esperanzas de resultarle ingenioso a Dalmau, o no albergaba más de las que albergaba de resultárselo a Pertúa, y éstas eran bien pocas. Sin embargo, quise darle una contestación que fuera más allá de aquel sentido aparente:

– Me ha enseñado aspectos insospechados, si había de servir para eso.

– ¿Por qué había de servir para nada? -cuestionó-. Si quieres saber mi impresión, el mundo de los negocios, hoy día, no presenta el más mínimo aliciente intelectual. Se ha convertido en algo gratuitamente inextricable, como la teología académica, que todo el mundo sabe que es una ciencia muerta. El mundo financiero de hoy se basa, en definitiva, en la perpetua reinvención de la rueda. Hay que desconfiar de la proliferación de contratos y de mercados y de los pretendidos nuevos conceptos que los respaldan. Lo único que se inventan son nombres, querido amigo. Al final, el hombre, en seis mil años de civilización, sólo ha creado un contrato, la compraventa. Lo demás son ganas de despistar, o de perderse en la hojarasca, y yo ya no busco despistar a nadie ni tengo tiempo para la hojarasca. ¿Sabes cuál es la única ciencia que me parece que conserva algún valor?

Dalmau, para haber rebasado los noventa años, razonaba con una rotundidad y una derechura escalofriantes. Tenía la edad en el cuerpo, y en la forma en que a veces alargaba los huecos entre las frases o los vocablos. Pero su mente era pujante, como si no hubiera transcurrido el tiempo por ella. Pertúa le escuchaba, inconmovible, mientras Dalmau menospreciaba la labor a que estaba consagrado, o eso creía yo, groseramente.

– La única ciencia es la psicología -se autorreplicó Dalmau-, porque siempre hay hombres, hombres y mujeres, como hay que dividir ahora, y conocerlos ahorra muchos aprendizajes irritantes e inútiles. A mí, que ya no me interesa casi nada, todavía me interesa la psicología. Aunque es una ciencia que a menudo se ha practicado de forma muy deficiente. He leído muchos libros de psicología que no eran más que jerga, o mera fisiología. Sin embargo, la psicología brilla en los lugares más imprevistos. A veces se aprende a conocer a los hombres, como uno no podía imaginarse, en los amanerados versos melancólicos de un poeta muerto a los veinte años, sin haber salido de su pueblo ni haber experimentado los peligros del mundo -se interrumpió, de repente, y precisó, abandonando su tono discursivo-: Creo que Pertúa no está encontrando estimulante esta conversación.

Pertúa se removió en su asiento. No había producido la más leve señal que pudiera interpretarse en el sentido que apuntaba Dalmau. No obstante, admitió:

– He cumplido con el trámite de acompañarlo aquí. Ahora quizá estoy estorbando, sólo.

– No me estorbas, Pertúa. Pero si quieres volver a tus ocupaciones, hazlo. No tienes por qué aguantar las tonterías que este muchacho me hace decir. Compréndelo, me recuerda mi juventud, eso inconcebible que pasó antes de que tú nacieras.

– Lo comprendo -dijo Pertúa, con reverencia, y se levantó. Se retiró sin ruido, sin perder en la sumisión un ápice de su grandeza, como defendía Avinash, el pequeño hindú malvado que le veneraba. Me quedé solo con Dalmau. Aquello, lo que había perseguido con ahínco y entusiasmo, lo que incluso había dejado de perseguir y dado por irrealizable, no me causaba una sensación perturbadora. Allí, en la atmósfera casi tenebrosa de su despacho, evocaba lo que había sentido en alguna ocasión hacía años, en mi tierra, bajo la nave de una de esas viejas iglesias que no visita nadie. La atmósfera de las iglesias tiene a la vez algo desolador y algo de invulnerable, quizá porque en ellas se ha dado siempre refugio y sepultura. Así era el despacho de Dalmau, un santuario sosegado y ajadamente triste.

– Ahí lo tienes -señaló Dalmau, cuando su ayudante se hubo ido-. Pertúa es el mejor ejemplo de la utilidad de la psicología. Desde hace años sólo me esfuerzo en elegir a los hombres, y ellos hacen por mí lo demás. Los hombres a los que elijo hacen muchas cosas que yo no sé hacer, de las que depende lo que poseo, pero a mí no me importa demasiado lo que poseo, así que tampoco me preocupo de esas cosas que ellos hacen, ni de alentarlas, ni de corregirlas. No merece la pena, puedo aliviarme de eso, mientras sepa elegir al hombre apropiado. Pertúa es el hombre apropiado, el más apropiado que he tenido. Y también es un psicólogo, y a veces un poeta, aunque él no lo crea. ¿Quieres tomar un café o alguna otra cosa? -ofreció, con súbita hospitalidad.

– No rechazaría un café.

– Lo encargaremos, entonces.

Dalmau apretó el botón de un aparato que tenía sobre su mesa, un antiquísimo intercomunicador. Diez o doce segundos después, sin prisa -la prisa no existía allí-, el artilugio expulsó al aire la voz de Matilde.

– ¿Sí?

– Que nos preparen café, Matilde -ordenó Dalmau, rehusando entrar en más detalle. Al inclinarse sobre el aparato le vi encorvarse por primera vez, y al hacerlo me pareció por primera vez el anciano casi imposible que en realidad era.

– Bueno, no sé por qué hemos terminando hablando de Pertúa -recobró el hilo Dalmau-. La decrepitud, que es el único nombre plausible que el castellano ofrece para mi condición, tiene estas servidumbres. Uno va de un lado a otro, como si anduviera sin brújula. Estábamos con nuestras comunes inclinaciones literarias. Ya te he participado lo que pienso de tu libro. Ahora cuéntame qué te atrajo tanto del mío.

No era difícil estar allí, frente a él, escuchándole. Dalmau estaba dotado para la elocución y me gustaba oír las inflexiones de su voz, más débil que la de un hombre joven, pero sin llegar al extremo grotesco al que edades muy inferiores a la suya reducen con frecuencia, con una invencible crueldad, a oradores antaño deslumbrantes. También me gustaba su levísimo acento norteamericano, con el que modelaba su español despacioso. Mientras fluían sus palabras, me preguntaba cuánto habría en ellas del idioma que había traído consigo, cuánto de lo que hubiera leído y cuánto del ejercicio oral que le hubiera sido dado durante todos aquellos años, con Pertúa u otros. Sí, era agradable, escucharle. Pero ahora era yo quien debía tomar la palabra ante Dalmau, y eso dudaba cómo hacerlo. Elegí no deformar lo que me brotaba del corazón. Imprudente o no, era mi único recurso.

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