– En fin, Hugo, me has buscado, y no te ha sido sencillo dar conmigo. Ahora aquí estás, en esta habitación oscura. Perdona por eso. Desde que me falla la vista prefiero que haya poca luz, por no tener ansia de ver, o para irme acostumbrando a la ceguera, si le da tiempo a venir. Sin duda tendrías alguna expectativa, cuando fuiste hasta Wisconsin siguiendo mi rastro. Y ahora, ¿qué te parece este viejo enfermizo y fanático? Acaso un espejismo.
– No me parece un espejismo -le rebatí, aunque igual hubiera podido apoyarle-. Esperaba que fuera viejo, claro, quizá más. Otras cosas no las esperaba. Todo lo que he visto durante estos tres meses, este edificio, Charlotte.
– Lo que has visto durante estos tres meses es accesorio. Olvídalo -Dalmau sacudió una mano hacia un lado, para reforzar su conminación-. Si te he hecho venir ha sido porque Pertúa me ha contado que lo que te encargaba lo hacías con pundonor pero sin vocación. Me inclina en tu favor tu pundonor, pero más me inclina que no tengas vocación por los asuntos de dinero. Mi dinero no forma parte de mí. El edificio y Charlotte, por el contrario, son un buen resumen de lo que soy. Y reconozco que me hace ilusión resultar inesperado, a los noventa y cinco años. Debe ser la última vez que va a suceder. ¿Qué crees que esperaba yo de ti?
– No lo sé.
Dalmau se inclinó sobre su mesa y obligó a sus ojos gastados a hacer el trabajo de atrapar mi imagen. Nunca supe cómo ni qué veía.
– Quiero que vengas más veces, Hugo. Matilde te dará el número, llámala y ella te dirá si puedes venir. Hay días que me duele la cabeza, días que no respiro bien, días que lo devuelvo todo. Pero todavía tengo otros como hoy, en los que soy casi una apariencia completa de persona. Llama de vez en cuando y algún día será uno bueno, y podrás venir. Haremos que Charlotte nos traiga café y hablaremos. De ti, de mí, de este lugar extranjero, de la patria. ¿Por qué te lo pido? Esto es como tocar la piel de Charlotte, pero se trata de otra piel más sutil, la del alma, algo que ni Charlotte ni nadie como ella pueden brindarme. ¿Querrás hacer el sacrificio por mí? Piensa que es posible que tú no ganes nada.
– Al contrario. Será un placer -aposté.
– Bien. Es tarde. Haré que te acompañen.
Fue Charlotte quien vino. Me despedí de Dalmau como le había saludado, con un simple apretón de manos, porque los españoles apreciamos los gestos, y a veces nos bastamos con ellos. Luego fui tras la ligera figura de Charlotte por aquellos pasillos cavernarios en los que su juventud florecía para aquel espectro de hombre, y recibí mi abrigo y una tarjeta con un número telefónico de manos de Matilde. Cuando estuve de nuevo en Canal Street, enfrente de los bazares de los chinos, me costó aceptar que aquellas tiendas asediadas por los turistas formaran parte del mismo universo.
La patria lejana
Estábamos en el despacho. Había llamado por la mañana y Matilde me había dicho que Dalmau tenía un día bueno. Eran las cinco de la tarde, aproximadamente, aunque allí dentro nunca se sabía. Dalmau sorbió un poco de su café y postuló, solemne:
– Cuando yo me fui, España ya había perdido todo. La culpa la tuvo la influencia francesa. Esto lo supe después de irme, en los libros, porque mientras estaba no me daba cuenta de mucho. Una vez leí en un libro muy raro, de un francés cuyo nombre no recuerdo, una descripción de cómo cabalgaban los soldados españoles que partían hacia las guerras de Flandes. Al francés le cautivaba la insolente apostura, en sus propias palabras, de aquellos hombres. El español era un imperio menesteroso y polvoriento, como todo el mundo sabe, pero tenía grandeza. Todo eso se acabó cuando nos pusieron rey francés y empezaron a hacerlo todo a su estilo. Desde entonces ningún francés ha podido sentirse cautivado, como aquel que miraba a los soldados que se iban a Flandes. Desde entonces, ellos y todos los demás nos han mirado por encima del hombro, como a unos imitadores poco aventajados. No imaginas cuántas cosas son francesas en España. Desde el pan hasta la organización administrativa. Madrid, nuestra ciudad, es una ciudad francesa, levantada sobre las ruinas de una genuina ciudad española. La maldita Ilustración, Hugo.
– No puede decir eso en serio.
– Claro que lo digo en serio. La España del Santo Oficio podía ser bestial, y hasta absurda, pero tenía algo que la España afrancesada no tiene: personalidad. Por eso se la respetaba, y no en vano. Ahí tienes el episodio de Flandes, por ejemplo. Maastricht, esa ciudad de la que ahora tanto se habla en Europa y que pronto convertirán en una especie de ídolo, si no lo han hecho ya, la tomaron a sangre y fuego los tercios de Alejandro Farnesio. Y aunque fuera una guerra de religión, no eran mojigatos. Nada esteriliza más el cerebro que la mojigatería, que ahora está tan extendida. Por cierto, la mojigatería es una tara protestante. En Flandes la Inquisición tenía un método delicioso para desenmascarar a los herejes: el que no era borracho, ni mujeriego, ni jugador, seguro que profesaba la nueva religión, así la llamaban. Como el marqués de Bradomín de Valle-Inclán, aquellos españoles esperaban menos la salvación que ser eternos por sus pecados. Porque creían en el infierno, y no les importaba en absoluto merecerlo. Muchos de los españoles que había cuando yo me fui, merecían también el infierno, por pecados bastante más ruines, pero ya no creían en él. Otra costumbre francesa, ya ves.
– Se está burlando. Todo es una broma -me quejé.
– Te juro que no. Yo ya he perdido el sentido de la conveniencia, Hugo. Lo que me arrastra me arrastra y lo que no me arrastra lo descarto. ¿Qué pasa, que era malvado e injusto? Lo que menos me preocupa es el bien y la justicia. Nunca hay bien ni justicia, sólo apariencias mejor o peor trabadas. El bien y la justicia sólo tienen valor para los desgraciados, y los desgraciados nunca han organizado el mundo. Ni cuando los bolcheviques.
Dalmau, como todo sentimental, también yo lo era, tenía una vena radical que él, al contrario que tantos otros sentimentales, había resuelto no reprimir. Después de nuestras primeras entrevistas, me fui habituando a ella, a su erudición desordenada y vehemente y a los datos heterogéneos que poseía de la realidad contemporánea, de la que a veces conocía detalles inusitadamente precisos y otras ignoraba las cuestiones más generales.
– En cualquier caso -precisé-, España ya no es afrancesada. Ahora influyen mucho más los Estados Unidos. Incluso en la forma de hacer las ciudades.
– Eso he oído. Qué terrible error. Este es un país por muchas razones admirable, pero endiabladamente insulso. Es un país protestante. Y está lleno de optimistas. El optimismo es el germen de todos los desastres humanos. El optimismo social lleva a los guetos. El optimismo económico, el liberal lo mismo que el marxista, al agravamiento de la pobreza. El optimismo científico, a la bomba atómica. El optimismo artístico, al arte automático. Esta gente es disciplinada, y así puede sobrevivir a su optimismo. Pero los españoles son indolentes. Será una catástrofe.
– Puede que los españoles de hace sesenta años fueran indolentes. Ahora muchos trabajan doce horas diarias.
Esta información pareció sorprenderle. Pero no fue gratamente.
– Peor aún -exclamó-. Acabarán haciéndose americanos. Tendrán miedo de las palabras y de los sentimientos, y tomarán el café aguado. No sabes lo difícil que es conseguir que te hagan un café como éste. No hay nada como el café español -proclamó.
El café que traía Charlotte, en efecto, era fuerte y denso, tanto que las primeras veces me costó asimilarlo, hecho como ya estaba al uso local.
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