– Hay un acuerdo -insistió Alfonso, ya apocado.
– Terminaremos de pagar lo que valen, señores. Yo no discuto con alguien a quien puedo comprar. Que tengan un buen día.
Salí tras él, como Rhoda, mientras Alfonso y los otros tres trataban en vano de comprender por qué les pasaba aquello. Cuando estuvimos fuera de la sala, Pertúa, de nuevo con su suavidad habitual, concluyó:
– Venir aquí a contar cuentecitos. Esta vaina va de verdad, joder.
Acaso un espejismo
Aunque yo lo había esperado y Pertúa lo había estado preparando, minucioso y sin alterar nunca el orden de los sucesos, cuando al fin vino pareció venir de pronto, como si algo se hubiera adelantado sobre lo que estaba previsto. Una tarde, después del almuerzo, no era todavía noviembre, aunque casi, Pertúa se presentó en mi despacho, abrigado para salir, y sólo dijo, sabía que yo entendería:
– Ponte lo que hayas traído para el frío. El viejo quiere verte.
Le llamó así, el viejo, y aun no habiéndole oído nunca llamarle de esa forma, deduje que quien quería verme no podía ser otro que Dalmau, a quien Pertúa, no había que engañarse por el apodo, respetaba por encima de cualquier otro ser en el mundo.
Bajé con él a la Quinta Avenida, donde paramos un taxi. Pertúa disponía de un coche privado y un chófer, de los que prescindía a menudo. Sostenía que la única forma de necesitar precauciones en Nueva York era llamar indebidamente la atención.
– A Canal Street con Bowery -indicó al taxista.
No pasé por alto el emplazamiento. Era un lugar cuando menos pintoresco, entre Chinatown y el borde del Lower East Side.
– He mantenido al viejo informado de tu comportamiento -reveló Pertúa, superfluamente-. Le ha gustado, incluso más, has despertado su curiosidad.
– ¿Por qué?
– Quién sabe. Las curiosidades del viejo son insondables. Él te contará, si quiere.
Durante el resto del trayecto fuimos en silencio. Pertúa no pronunciaba más palabras de las precisas, y se veía que en su opinión aquélla no era ocasión para pronunciar muchas. Yo, aunque había contado secretamente con ello desde hacía semanas, no daba crédito a lo que estaba viviendo. De algún modo, había superado las pruebas a que Dalmau me había sometido.
Pertúa guió al taxista hasta un inmueble bastante viejo y descuidado, en la acera norte de Canal Street, frente a los bazares de los chinos que al otro lado de la calle vendían camisetas y relojes falsificados a los turistas. Bajamos del coche y entramos en una insólita tienda, con aspecto de almacén antiguo. Lo que en ella se despachaba, según reparé al desfilar a toda prisa tras Pertúa junto a los estantes en que se mostraba la mercancía, era, simplemente, plástico. Plástico de todos los colores, en piezas de todos los tamaños y de todas las formas posibles: triángulos, circunferencias, esferas, estrellas de tres a infinitas puntas, cuentas de collar, barritas, pletinas, pirámides, conos, romboides; incluso había estatuas de jardín de plástico, de tamaño natural. Pertúa advirtió mi extrañeza.
– Te asombraría lo que factura esta tienda -aseguró-. No es mal negocio.
Al fondo de la tienda había un hueco a mano izquierda y en él un montacargas, porque sólo con gran benignidad podía calificársele de ascensor, si esa palabra conviene sólo a artefactos destinados a las personas. Junto al montacargas había un negro fornido, apilando cajas. Miró de reojo a Pertúa y siguió con su tarea. Mientras nos introducíamos en el ingenio elevador, Pertúa se vio en el deber o en la apetencia de informarme:
– En el almacén que había aquí antes trabajó durante años el viejo. Fue poco después de llegar a Nueva York, allá por los años veinte. Compró el edificio hace treinta años y desde entonces apenas ha salido de aquí.
El montacargas se detuvo ante un vestíbulo amplio, aunque ajado. Había dos puertas, a izquierda y derecha. Ante la puerta de la izquierda estaba sentado un hombre de unos cincuenta años y aspecto apacible. Pertúa le saludó y el hombre, tras devolverle el saludo, oprimió un pulsador. Acto seguido fuimos hacia la puerta de la derecha, que se abrió automáticamente. Al otro lado ya nos esperaba una mujer que rebasaba con largueza la setentena, aunque tenía aspecto firme. Saludó con afabilidad a Pertúa:
– Buenas tardes, señor Pertúa. ¿Hace mucho frío?
– El justo, Matilde -estimó Pertúa, dándole su abrigo-. Este es el señor Moncada. Vino de España, como el jefe.
– Bienvenido, señor Moncada -se aprestó Matilde-. Deje que me ocupe de su abrigo.
Entonces comprendí vagamente el sistema de seguridad de Dalmau, del que formaban parte la tienda (a la que sólo podía accederse por la fachada delantera, de eso me enteraría después), el negro que había junto al montacargas, el hombre sentado en el vestíbulo, y quienquiera que accionara el dispositivo que abría la puerta (no había sido el hombre, salvo que el pulsador fuera de efecto retardado, y tampoco debía ser Matilde, que ya aguardaba con las manos entrelazadas cuando giró la hoja sobre sus goznes). Cuando uno estaba ante Matilde, ya había sido admitido. En mi deslumbramiento sobrevaloré, sin embargo, la importancia que daba Dalmau a todas aquellas barreras mecánicas. La barrera principal, colosal e invisible, era la que había que saltar para averiguar que había que ir allí, a aquel polvoriento inmueble de Canal Street, a buscarle.
Matilde nos precedió por unos pasillos larguísimos. A ambos lados pude ir viendo que había habitaciones de tamaño considerable. Dalmau debía ocupar toda una planta del edificio, cuya fachada no era precisamente angosta. El piso, por llamarlo de alguna forma, era bastante oscuro, y aunque pisábamos alfombras que debían haber costado mucho dinero, no estaba decorado con ningún lujo. Al fin Matilde se paró ante una puerta corrediza de doble hoja. Golpeó dos veces, la abrió lo justo para pasar ella y desapareció en el interior. Medio minuto después, lapso durante el que Pertúa estuvo observando el techo, inmutable, Matilde salió y abrió completamente.
– Pasen, por favor.
Lo que entonces se ofreció a mis ojos fue un gran despacho con las paredes revestidas de madera noble, aunque algo deteriorada. Los estantes se veían atestados de libros. Las cortinas estaban echadas y toda la iluminación provenía de unas lámparas de pantalla mugrienta. Detrás de una mesa amplia, ante una de las librerías, había un anciano de cráneo pelado, ataviado con un sencillo traje gris, camisa blanca, y una corbata negra atada al cuello con un nudo muy grueso, o el cuello era demasiado delgado. Estaba erguido, y aunque no se levantó, su voz no tembló en absoluto cuando pidió:
– Venid aquí, Pertúa.
Su castellano era como el mío, sin la música, aunque la mantuviera normalmente sofocada, del de Pertúa. Siempre al lado de él, me aproximé a aquel anciano sucinto y vigoroso que nos esperaba, con las manos extendidas y apoyadas sobre su mesa; al fin, Dalmau.
– Dame la mano -se dirigió a mí, en cuanto estuve lo bastante cerca-. Los españoles apreciamos los gestos. Celebro conocerte.
Estreché su mano, alargada y tibia, y al ver que eso hacía Pertúa, me senté en una de las dos butacas que había ante su mesa. La tapicería de mi asiento era de cuero verde y estaba cuarteada. Recordé lo que me había dicho Sue Fromsett sobre sus problemas de visión y miré los ojos de Dalmau. Bajo las cejas blancas, aún pobladas, ya no eran de ningún color, y estaban casi apagados. No debía afectarle mucho el deterioro de la superficie de las cosas, al menos de las que no tocaba habitualmente, como aquellas butacas.
– Mi hija me contó que hacías una tesis sobre mi novela -dijo Dalmau, sin preámbulos-. ¿Es verdad?
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