– No sufra por mí -repuso Pertúa, en español-. Mi idioma materno es el suyo. Sólo les ruego que si tienen dificultades hagan que alguien traduzca para Rhoda. Es irlandesa, o de origen irlandés, quiero decir, y no entiende bien el español.
Pertúa comenzaba sin piedad, humillando a Alfonso, que había estudiado en Harvard (aunque fuera uno de esos cursillos de unos meses para poner en las tarjetas), a cuento de su habilidad para expresarse en inglés. Pero no se detuvo ahí:
– Creo que conocen a Hugo Moncada. Lleva varios meses colaborando conmigo y no creo necesario explicarles por qué me acompaña hoy.
Los cuatro me dieron la mano, con notable compostura, vistas las circunstancias, mientras en sus cabezas debían sucederse todo tipo de pensamientos catastróficos acerca de eso que Pertúa no había creído necesario explicarles. Pertúa se dirigió a continuación al lado que nos correspondía de la mesa y se dejó caer sobre un sillón, sin preocuparse de cómo quedaba su americana, ya bastante arrugada (mis antiguos jefes habían debido hacer un encargo ex profeso a sus sastres, sobre todo Alfonso, que venía hecho un pincel, con su traje gris humo). Rhoda y yo nos sentamos flanqueándole y sacamos nuestros blocs de notas. Pertúa se limitó a cruzar las manos y a esperar. Las notas que había tomado la noche anterior estaban en su papelera desde poco después de tomarlas. Pertúa anotaba para memorizar, no para poder olvidar lo anotado, como casi todo el mundo.
Alfonso, que siempre había sido el más echado para adelante de los cuatro, tomó la responsabilidad de la exposición. Se aclaró la garganta y procedió en inglés, en atención a Rhoda, sin la ignominiosa impericia del saludo. Sus muchachos, mis antiguos compañeros, habían hecho un excelente trabajo. Las transparencias que se fueron proyectando mientras Alfonso hablaba eran de todo punto irreprochables. Aunque probé, no capté el más mínimo error, algo más que sobresaliente para unas transparencias, porque seguramente aquéllas habían terminado de elaborarse a uña de caballo, como todas las transparencias, unas pocas horas antes de que cogieran el avión. Alfonso, por su parte, no hizo nada mal su parte. Superado el nerviosismo inicial, se las arregló para presentar las magnitudes de la firma y sus perspectivas con un tono efectivo, e incluso a ratos con una audacia bien dosificada. Sin duda había reservado sus mejores bazas para el final, donde le tocaba detallar las estrategias para el futuro del equipo directivo, o sea de ellos, por el momento. Al oír en sus labios la palabra estrategia me acordé de Avinash, que sólo creía en lo que podía tocarse y desdeñaba a los hacedores de cábalas y pronósticos. Miré de soslayo a Pertúa. Hacía rato que había cruzado los brazos y abatido un poco la barbilla, y en aquel instante empezaba a cerrar los ojos. Más allá, Rhoda asistía a los esfuerzos de Alfonso con un gesto impenetrable. Esto, la combinación de la somnolencia de Pertúa con la quietud impasible de Rhoda y mi presencia inverosímil, alteró un poco la concentración de Alfonso. Sin embargo, con una actitud heroica, siguió hasta el final. Para entonces, Pertúa ya parecía profundamente dormido. No lo estaba. Tan pronto como Alfonso hubo comentado la última transparencia, abrió los ojos y se volvió primero a Rhoda y después a mí. Yo no tenía la compenetración precisa con Pertúa como para transmitirle mi opinión con una mirada, así que mientras me observaba me limité a pensar que Alfonso había hecho una buena exposición, por si él podía leerlo. También pensé que si el propósito de Pertúa era integrar la firma en el grupo, debía despedirse a Alfonso y a los otros tres, que procurarían engañarnos con bonitas transparencias siempre que pudieran. No lo pensaba por rencor, sino por lealtad a quien ahora era mi jefe, aunque era bastante absurdo tener escrúpulos sólo por un pensamiento, como si Pertúa pudiera en realidad leerlo.
– Muchas gracias, Alfonso. Una excelente exposición -dijo al fin Pertúa.
– Gracias -se apresuró Alfonso, a quien nadie había enseñado a desconfiar de un elogio.
– Sin embargo - however, se demoró Pertúa, para que Rhoda no tuviera ningún problema en entenderlo-, hay un pequeño problema.
– ¿Qué problema? -saltó Alfonso, otra vez demasiado colérico.
– No tienen para nada en cuenta los objetivos básicos del grupo. Quien les ha hecho esas diapositivas del final -dijo les ha hecho, y diapositivas, y se refirió a ellas y no a lo que Alfonso había dicho, aunque había permanecido con los ojos cerrados-, desconoce obviamente cuáles son nuestros propósitos globales, nuestro, ¿cómo les traduzco approach?
– Enfoque -apunté.
– Nuestro enfoque del negocio.
Alfonso y los otros estaban lívidos. Podía oírseles tragar saliva, sobre todo a Arturo, el más cobarde de todos, que debía fundamentalmente su suerte a influencias familiares y siempre había estado, hasta entonces, bien atrincherado en su despacho.
– Cuando cerramos la operación -siguió Pertúa, como si hablara al acaso pero adelantando sus piezas en un impecable orden de maniobra-, les hicimos entrega de una documentación que les recomendamos que estudiaran. La portada era a color, no tan vistosa como las diapositivas que han traído -volvió a decir diapositivas marcando la palabra, no mucho-. Tal vez por eso la confundieron con unos folletos publicitarios que no tenían mayor relevancia. En esos folletos, señores, se detallan nuestros objetivos, nuestros propósitos, nuestro, cómo era, nuestro enfoque del negocio.
– Hemos estudiado esa documentación -improvisó Alfonso, fatalmente.
– Por favor, señor. Yo soy un poco indio, al menos alguien de mi familia, una bisabuela, creo, lo era. Pero Rhoda y Hugo no lo son, y yo, indio y todo, no soy imbécil. Ténganos un respeto, aunque sólo sea por la mucha plata que hemos puesto en su firma y por el tiempo que hemos dedicado a escucharlo atentamente.
Pertúa pronunciaba sus palabras, con las que el suelo iba desapareciendo bajo los pies de Alfonso, con una humildad exquisita.
– Por tanto -ahondó, inmisericorde-, he aquí que nos encontramos con una situación de cierta insatisfacción mutua.
– Hay algo -se lanzó Alfonso, con innegable coraje-, un punto de nuestros acuerdos, que quizá haya que traer a colación aquí.
– ¿Qué punto es ése? -preguntó Pertúa, con solicitud.
– Ustedes se comprometieron a respetar una cierta autonomía en la gestión de la firma, con arreglo a su operativa tradicional y al entorno peculiar del mercado español.
Operativa tradicional y entorno peculiar. O mucho me equivocaba o era el tipo de locuciones vacías que no iban a agradar a Pertúa.
– Una mierda su autonomía de gestión -estalló Pertúa, aunque sin alzar demasiado la voz, porque el otro no creyera que se forzaba por él, supuse-. Los hemos comprado, señores, y su firma es nuestra y hacen lo que se les mande. ¿Qué carajo son, aprendices?
A Alfonso nadie debía haberle llamado antes aprendiz. Por cualquier lugar que otro pisara, él siempre había pisado antes. Hubo de refugiarse en el orgullo:
– Cuando negociamos con ustedes creímos que eran caballeros.
– Qué caballeros ni qué niño muerto. Somos los dueños, ahora. Y no sé en España si las cosas van de otra manera, Hugo me lo habría dicho, pero aquí a nuestros empleados no los pagamos por tener otra idea del negocio. Ni siquiera aunque sea mejor, así que fíjese si encima es una pavada.
– Bien. En ese caso, como dijo antes, tenemos un problema -dedujo Alfonso, altivo.
– Pero un problema bien pequeño -ponderó Pertúa-. Ahora mismo llaman a las mujeres, les dicen que dejen de gastar el dinero de la empresa, lo mismo si se han ido de compras a la avenida Lexington o a ver al MoMA pinturas que no entienden, y las agarran y se las llevan de vuelta a España. Mañana mismo se planta allí una persona con poderes para hacerse cargo de todo, y ustedes se están quietecitos si no quieren tener a los abogados más hijos de puta de su país persiguiéndolos hasta debajo de las bragas de sus madres. ¿Clarito?
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