Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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3.

Exhibición de Pertúa

Hacia mediados de octubre, hacía ya un par de semanas que iba todos los días a la oficina del Rockefeller Center. La inmensa morena de la recepción me recibía ya como un habitual y se me había habilitado un despacho, mucho más pequeño que el que había tenido en la compañía de inversiones. En contrapartida, y una vez cerrado el trabajo especial con el que me había incorporado, la información que ahora aparecía en la pantalla de mi ordenador era mucho más suculenta; a veces lo era tanto que llegaba a intimidarme. Aparte de eso, mi trabajo no difería mucho de lo que había hecho antes o de lo que había hecho en España; en muchos aspectos, aunque no en todos, era sólo una cuestión de escala. Las reuniones con Pertúa se habían incrementado hasta alcanzar una periodicidad semanal. Ahora ya no eran encuentros sociales, y no sólo intervenía él, sino que la mayor parte del tiempo era yo quien tenía que dar cuenta de cómo iban las cosas en las parcelas que se me habían asignado. Como jefe, aunque siempre estuviera entre nosotros, condicionándolo todo, la forma en que habíamos entrado en contacto, Pertúa era exigente y directo, pero no como esos jefes que son directos por no dar sensación de titubear, lo que les hace tomar a menudo el recto camino del precipicio o el todavía más recto camino a ninguna parte. Pertúa siempre tenía los oídos abiertos, se tomaba su tiempo, y cuando arrancaba iba a donde dolía, a donde faltaba algo. Además, se guiaba más a menudo por el instinto que por el cerebro, por lo que nadie soñaba con urdir añagazas que pudieran desorientarle. Cuando señalaba un error, había que admitirlo y corregir, porque también era intransigente. Podía permitírselo, y todos sabíamos por qué: siempre se había informado suficientemente. Lo leía todo, incluso lo aburrido o lo mal escrito. No valoraba especialmente la retórica, aunque podía practicarla.

Seguíamos sin hablar de Dalmau. Tres meses después de entrar a su servicio, seguía sin saber gran cosa de él, aunque cada vez sabía más de lo que poseía, si eso es conocimiento acerca de un hombre. De todas formas, me cuidaba de exteriorizar la más mínima ansiedad al respecto. Suponía que entre otras se me estaba sometiendo a una prueba de paciencia, y no tenía motivos invencibles para no superarla. El trabajo distraía mi tiempo y mi mente y Sybil reparaba mi alma. Me gustaba el otoño en Nueva York, aunque se avecinara el frío, y me sentía optimista. También lo estaba mi familia, incluida mi siempre reacia hermana, al saber que tenía un trabajo que no era peor que el que había abandonado en España y que iría a visitarles aquellas navidades, como cumplía a un hijo que no estuviera desequilibrado, accidente que habían llegado a temer de veras meses atrás. Y no tenía prisa respecto a Dalmau, sobre todo, porque me asistía la certidumbre cada día creciente de estar cerca de él. Una tarde, la propia Sybil, con quien, como con Pertúa, el asunto de Dalmau había adquirido tácitamente desde el principio la categoría de tabú (nunca mencionado, siempre presente), quebrantó la prohibición. Paseábamos por Brooklyn Heights Promenade, como muchas otras tardes. Me había aficionado de nuevo a hacerlo, desde que pasaba la mayor parte del día en Manhattan, y a Sybil no le importaba acompañarme. Sin que nada le diese pie a ello, como una observación casual, dijo de pronto:

– Espero que puedas conocer pronto a mi abuelo. Verás que es un gran hombre, aunque no ha tenido suerte en la vida.

Haciendo un esfuerzo, continué la conversación, como si fuera normal:

– ¿Dónde vive tu abuelo?

Sybil se detuvo y extendió el dedo hacia la isla cubierta de rascacielos.

– Ahí. Desde hace más de mil años.

No me atreví a preguntar más y Sybil terminó por cambiar de asunto. Sus palabras sobre Dalmau se me quedaron dando vueltas en el cerebro, y desde aquella tarde, en la que confirmé que la indicación que traía la nota biográfica de su libro {en la actualidad vive jubilado en Nueva York) no era un engaño, no pude dejar de percibir una invisible presencia cada vez que cruzaba a la isla.

Aunque no solía pasar en la oficina tanto tiempo como Pertúa, a quien nadie habría podido aspirar a batir en ese aspecto, cuando una noche de aquel octubre, a las nueve, Myrtle se acercó por mi despacho para ver si estaba, todavía me encontraba en él. Ella ya llevaba la gabardina puesta y se disponía a irse. Atendía a Pertúa durante la mayor parte de sus ingentes jornadas, y aunque ya no era joven, como creo haber consignado, todas las mañanas tenía la cara radiante y la mente rápida. Había llegado a congeniar, con Myrtle.

– No sabía si seguirías por aquí -dijo, en voz queda.

– Ya me iba.

– El jefe quiere verte. Si quieres irte, le diré mañana que ya no te encontré.

– No es necesario que mientas por mí, Myrtle, aunque me turba que pienses en hacerlo.

– En serio. Temo que sea largo.

– No te preocupes. Hasta mañana.

Cuando fui al despacho de Pertúa lo encontré con Rhoda, una colaboradora escogida que se encargaba de supervisar las operaciones del grupo en Europa. Era una mujer de unos cuarenta años, concienzuda y brillante, por lo que se contaba, y a la que se comparaba con el propio Pertúa. No me había relacionado mucho con ella, hasta entonces.

– Pasa, Hugo -me invitó Pertúa, al verme asomar por la puerta.

Me aproximé a la mesa sobre la que estaban trabajando. Tenían mucha documentación, tomos, gráficos, un bloc de notas infestado con la minúscula caligrafía de Pertúa y otro con la inclinada letra de Rhoda. De reojo me pareció leer palabras en español, en los tomos abiertos, pero no quise mirar más por no ser indiscreto.

– Te he llamado porque estoy viendo con Rhoda algo en lo que estoy seguro de que puedes sernos de mucha ayuda. Una ayuda insustituible, en realidad.

Me intrigaba en qué podía ayudar yo, y de forma insustituible, cuando se ocupaba de todo una máquina imparable como Rhoda, si su fama era justa. Quizá deduciendo lo que estaba pensando, Pertúa me dio uno de los tomos y me indicó que lo abriera. Empezaba con unos estados financieros y seguía un informe, y a medida que pasaba aquellas hojas iba dando menos crédito a mis ojos. Todo estaba escrito en español, como había atisbado, pero eso no era lo único familiar.

– Es una pequeña firma -constató Pertúa, quitándole importancia-, pero nos pareció interesante, un buen complemento a nuestras inversiones en España. Pujamos y sus dueños resultaron estar abiertos a venderla. Así que la hemos comprado. Rhoda firmó todos los papeles en Madrid la semana pasada.

Mientras iba relatando todo aquello, Pertúa se deleitaba observando cómo reprimía yo mis emociones. Si aquello podía considerarse una debilidad por su parte, ya tenía un ejemplo que darle a Avinash.

– Mañana llega aquí el equipo directivo -añadió-, que de momento son los anteriores dueños. Nos informarán acerca de sus planes y si nos convencen los confirmaremos. Si no, buscaremos a otros. Los abogados se han ocupado de que podamos prescindir de ellos con una indemnización moderada. Tú los conoces a todos. Quisiera que estuvieras mañana con Rhoda y conmigo y nos ayudaras a decidir.

Así fue como lo dijo, tú los conoces a todos, como si dijera a ti ya te han sido presentados, para constatar en voz alta el hecho de que Dalmau había comprado la firma para la que yo había estado trabajando durante años, en España, y que al día siguiente irían a pasar examen quienes habían sido mis jefes, o más que mis jefes, y se me ofrecía entrar a formar parte del tribunal calificador.

– Claro -respondí, aturdido.

El examen no tuvo lugar en las oficinas del Rockefeller Center, sino en otras, de ocasión, cerca de Wall Street. Se había dispuesto una sala con todos los medios, y cuando llegamos allí ya estaban los españoles, esperando. Sólo habían venido los cuatro socios, ahora ex socios, lo que me hizo respirar. Por nada del mundo habría querido ver a mi ex jefe directo, a quien apreciaba, en aquel apuro del que no presagiaba que pudiera salir nada bueno para los examinandos. Fue Alfonso, al que mi amigo Bartolomé, desde su conciencia proletaria, afeaba su egoísmo desvergonzado y doctrinario, quien me reconoció primero, y palideció bruscamente al hacerlo. Puede que fuera por eso por lo que se trabó al saludar a Pertúa, con una estudiada fórmula en un denodado aunque oscuro inglés.

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