Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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– Se mudó -dijo el cerero invitando a Orestes a entrar en la cerería, dejando el ruano arrendado en una argolla de hierro que había en la pared, junto a la puerta-. Se mudó a una casa en los arrabales, con todos sus maniquíes y floretes, y el criado finés de masajes, y a poco de vivir allí, como la casa estaba junto a un molino de viento, y Quirino tenía siempre las ventanas abiertas por mor de la práctica continua de la respiración científica, pescó dos pulmonías seguidas, y se murió.

Orestes le agradeció al cerero, que dijo llamarse señor Aquilino, el convite para entrar en la tienda, que la noche era de las más frías, y habiendo cesado de llover y estando el cielo despejado, luciendo las estrellas, comenzaba a helar, y en la tienda, junto al mostrador, había un brasero, cuyo calor acariciaba la piel. La tienda era pequeña, y del techo colgaban los haces de velas, de diversos tamaños, rizosas o lisas, y de colores. La cera melera daba su aroma cálido. Desde una viga iluminaba la tienda una lámpara de tres brazos, con pequeñas y anchas velas rojas, de grueso pabilo. Orestes se sentó en la silla que le ofreció Aquilino, desabrochó la zamarra y desciñó la espada, y mirando las manos que tendió sobre el brasero, las llevó después al rostro. Aquilino, que se había sentado a su lado, y era un hombrecillo delgado y con bigote a lo káiser, algo cargado de hombros, le dijo al príncipe que acontecía salir uno de la ciudad natal; dejar familia y amigos, y tras viajar muchos años volver a la amada patria, y no encontrar a nadie conocido, ni serlo uno mismo de nadie.

– A veces ni aún de nombre. ¿ Hace mucho que faltas?

Orestes lo miró con aquella mirada suya tan fatigada.

– ¡Cincuenta años!

– ¡Saliste muy mozo! -comentó el cerero-. ¡Hubo muchos cambios! Por tus maneras, me pareces de la aristocracia.

– Estaba emparentado con la gente real.

– ¿Con Agamenón?

– ¡Con Agamenón!

– Siento que no haya venido Orestes a vengarlo. Egisto mucho mandar a comprar velas para que no pasase sustos por los pasillos su amada Clitemnestra, pero de pagar, nada. Mi padre le fiaba, pero cuando yo heredé la tienda, le negué crédito. Yo le vendía a Filón el Mozo o el Segundo, dramaturgo de tabla de la ciudad, velas para sus lecturas nocturnas, de pabilo trenzado resinado, que dan luz seguida y blanca, y se las iba a llevar a su casa, porque me gustaba que leyese escenas de las obras que escribía, y a él le gustaba leérmelas, y me avisaba de que, cuando en la representación se llegase a tal frase, que yo podía silbar o aplaudir, y así pasaba por entendido en los puntos críticos de los asuntos dramáticos. Y lo que más me gustaba, es lo que tenía preparado de la vuelta de Orestes, saliendo por el camino de las viñas, entre las columnas del templo antiguo, precedido de un perro que se llamaba Pilades. Cuando Filón estaba en la cama, ya en las últimas, yo le fui a llevar una vela con capirote, para que la luz no le molestase en los ojos, y la cera aromada con agua de melón que quitase el olor de orines que hay en los cuartos de los enfermos, y el poeta me rogó que abriese un cajón y que cogiese de él una bola que guardaba allí, y donde figuraba la entrada de Orestes con la muerte de Egisto y Clitemnestra.

– ¿Conservas la bola? -preguntó Orestes.

– ¡Ahora la verás!

Y apartando una cortina verde que daba paso a una pequeña trastera, Aquilino sacó una caja, dentro de la que estaba, envuelta en un paño negro, la bola dicha, y era una bola de nieve muy preparada, y dentro de ella un Orestes vestido de rojo, con una espada larga, atravesaba al rey Egisto, que aparecía coronado y con una capa blanca. A sus píes estaba ya caída Clitemnestra, vestida de azul. Aquilino movió la bola, y comenzó a nevar sobre el parricida y sus víctimas. Caía lentamente la nieve, llenaba la corona de Egisto y cubría el pelo rubio de Orestes, poniéndoselo tan

blanco como ahora lo tenía.

– ¡Es una escena preciosa!

Orestes no lograba mover la mirada de aquella escena, que debía haber sido la gran hora de su vida, esperada por todas las gentes, por los propios dioses inmortales. Permanecieron largo rato en silencio él y Aquilino, y el cerero de vez en cuando volvía a hacer nevar en la bola.

– ¿Qué habrá sido de Orestes? -preguntó el propio Orestes, con una voz fría y distante, por simple curiosidad.

– ¿Quién puede responder a esa pregunta sino Orestes? -respondió Aquilino envolviendo la bola y guardándola en la caja.

Orestes se puso en pie, ciñó la espada y abrochó la zamarra. Preguntó a Aquilino dónde había una buena posada, y el cerero le indicó que entrando a la izquierda por la primera calle estaba el Mesón Nuevo, que era de un genovés, y tenía vinos muy decentes, y las camas eran limpias. Orestes se despidió de Aquilino, muy agradecido, y prometió hacerle una visita al siguiente día, y contarle de su vida y nación. Montó a caballo y se dirigió hacia el Mesón Nuevo, pero al llegar a la primera travesía dio vuelta, alcanzó la alameda por detrás de la basílica y salió al campo. Se había levantado viento, las nubes cubrían el cielo y comenzaba a nevar. Caían copos finos como en la bola de nieve del cerero. Gruesas lágrimas rodaban por el rostro del príncipe. Nunca, nunca podría vivir en su ciudad natal. Para siempre era una sombra perdida por los caminos. Nevaba.

Indice Onomástico

ABAD MITRADO DE SANTA CATALINA, EL. – Teólogo muy famoso en la Iglesia griega, quien tuvo una discusión secreta con el ángel Sammael, que se hacía pasar por el padre de Caín, ayudado por una opinión de Rabbi Eliezer; Sammael pertenece al orden de los serafines, y es el más antiguo de los críticos de arte. El abad mitrado de Santa Catalina tenía una yegua a la que apreciaba mucho, pero se acatarraba con frecuencia, mandándola Su Señoría a cambiar de aires. Empreñó del caballo de madera que naufragó en una playa, y de ella descendía el caballo de don León, de colores insólitos.

ADANA, OBISPO DE. – Encargó en Tracia un muleto que tuviese alas en los cascos, para hacerlo salir en un milagro que confundiese a los monotelitas.

ALCÁNTARA. – Una de las mozas amantes del sastre Rodolfito, experto en variaciones amorosas. Citaba a la niña poniéndose en una solapa una aguja de la que colgaba un hilo encarnado. Para ir a ver a Alcántara se perfumaba con aroma de lima.

AMA MODESTA. – Ama de llaves de la Serenísima Señora doña Inés, Condesa del Vado de la Torre y País del Paso de Valverde. Mujer caritativa, dolida de los frustrados amores de su hermosa señora. Siempre tenía pan y vino a mano, para alivio de caminantes. No quiso casar con un cantor de iglesia armenia.

ANDIÓN. – Vecino del Faro, subió a la columna del estilita Evencio para ver los tesoros ocultos y el oro perdido del país. Vio dos cuernos de oro en el desván abierto de su casa, donde secaba el pulpo, y eran los de un sátiro que le recorría la mujer.

ANDRÉS. – Uno de los falsos Orestes que descubrió la policía política, y que llegaban a la ciudad supuestamente vengadores. El miedo real obligaba a darles muerte.

ARAGONA. – Yegua que parió el muleto alado para el obispo de Adana, ciudad célebre porque de ella era el clérigo Teófilos, que vendió el alma al diablo.

CAPITÁN, EL. – Ayudante del rey Segismundo, huido de la guerra de los Ducados. Sabía de memoria el «Conversador Feliz de Amor». Equivocó a doña Inés, la cual creía que llegaban en la noche pájaros cantores, en los picos cintas con nombres escritos. Estaba casado, y la mujer le había dicho que no saliese a la guerra sin los formularios, que podía ganar algo escribiendo cartas de ausentes. Le salían muy buenos asuntos de mujeres, a las que sobresaltaba con sus decires, que andaba siempre repitiendo párrafos del «Conversador» para que no se le olvidasen.

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