Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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MENDIGO – ¡Eso es una vaguedad! A mí me da igual cualquiera de las dos sobrinas. La verdad es que la morena me salió algo más robusta.

AMA MODESTA. – ¡Nadie te mata los amores, prenda! ¡Hoy has dormido poco, reina mía!

DOÑA INÉS. – ¡Me los matan! Todos tienen celos, y yo siempre sola, un alfiler perdido en un suelo de arena. ¿Podía tener tanto amor yo sola? Todos los que pasan, todos, se enamoran de mí, todos me buscan en la noche. «¡Huimos de la guerra!», dicen. No hay guerra, no la hay. Inventan eso para estar a mi lado, para llorar en mis manos. (Se acerca al MENDIGO y le ofrece las manos.) ¡Bésame las manos! ¡No tengas miedo! (Retirándolas.) ¡No, no me las beses! ¡Tú matas, mataste, tienes sangre en los ojos!

AMA MODESTA. – ¡Siempre lo tuve por un hombre honrado!

MENDIGO. – Dejé mi casa por una vuelta de ánimo. Soy de los de la parada de los Ducados. ¡Pregunta por los de Onofre! El toro lucero todavía es mío.

DOÑA lNÉS. – ¿Un toro lucero? ¡No, no, no! Tiene que ser un hombre. Si mataste fue porque me amabas. ¿Te gusto? ¿Quieres que me desnude? ¡Cuida de mí, que no puedo con tanto soñar! ¡Algún día tiene que ser verdad, tiene que llegar la gran hora, la loca hora preciosa! ¡Dame una limosna! ¡Dame pan!

MENDIGO (sorprendido, revuelve en la bolsa que lleva al costado).- Esta corteza es de los ricos de Trizás. ¡Igual es de las salivadas!

DOÑA lNÉS. – ¡No me importa! ¡Dame una limosna! Te juro que no se la pediré a nadie más, que estaré toda la vida comiendo este pan a tus pies. (Se arrodilla a los pies del MENDIGO, se abraza a sus piernas.) ¡La comeré día a día, con los ojos alegres! ¡No te me vayas! ¡Por algo mataste!

MENDIGO. – ¡Una señora tan ilustre y tan ida!

AMA MODESTA. – ¡Una almita muerta de sed!

DOÑA INÉS. – ¡Átame a tus soñares con piedras del río, no me lleve el viento!

MENDIGO. – ¡Yo no me ato por nada! ¡ Ni por mil escudos de oro!

DOÑA INÉS. – ¡Yo me ato para no morir!

AMA MODESTA. – ¡No durmió nada mi reina! ¡Nunca duerme nada!

DOÑA INÉS. – ¡Para no morir, bien mío!

MENDIGO. – ¡En las casas de los pobres, te dan o no te dan, pero no hay estas farras!

El tracio Eumón dio fin a la lectura de la pieza de Filón el Mozo, y compadeció a aquella princesa doña Inés, y quitándose el estuche de madera de la pierna infantil vio que ya estaba casi a su tamaño natural. Se dijo que era una pena el no haberse enterado antes de aquellos apetitos de amor de la soberana condesa, y como que él ya iba advertido por la literatura de Filón, que saldría muy bien del paso si decidiese hacer algún día una visita a doña Inés. Si la visita tuviese lugar, le mandaría por escrito el resultado al dramaturgo, para que añadiese un cuadro a su pieza. Pero el tracio se temió a sí mismo, que se consideraba sentimental, y pudiese ser doña Inés la sirena del río que lo retuviese en aquel vado para siempre.

Eumón llamó a grandes voces a sus ayudantes de pompa, y dispuso salir para su reino lejano. Y cuando montaba en su bayo, se volvió para contemplar la oscura torre de doña Inés, que nadie creería, piedras tan negras y espesas hiedras, que fuese el estuche de una corza rubia, coronada de rosas.

Seis Retratos

En el Indice Onomástico final han sido omitidos el rey Agamenón, doña Clitemnestra, las infantas Electra e Ifigenia y don Orestes, así como la Nodriza de Clitemnestra, cuyos retratos van aquí por separado, y en orden alfabético, según noticias tomadas a la vez de la Historia Antigua, de la tragedia, de las divulgaciones modernas, de los rumores de Argos, del obispo Fenelón, y de las memorias abreviadas de los alejandrinos, amén de Ateneo y Pausanias, y de otros.

AGAMENÓN. – Lo que se sabe del regreso del gran Agamenón es poca cosa. El noble rey, envejecido en las lejanas batallas, decía a sus soldados que había llegado para él la hora del retiro, y que añoraba su ciudad y las soleadas murallas, y que los más de los días que le quedaban de vida los gastaría en pasear por el campo, en compañía de su amada Clitemnestra, y en conversar con los embajadores extranjeros, excepto los martes, que los dedicaría a enseñarle a su hijo Orestes arte política. De las hijas no solía hablar, y confiaba en casarlas pronto con hidalgos adinerados. Cuando pisó tierra argólida al cabo de los tantos años de ausencia, reconoció en el aire un frescor perfumado que más de una vez, durmiendo en su tienda de piel, lo había despertado, como si por un roto entrase una corriente de aire a golpearle la frente. Ahora recordaba que esto sucedía cuando soñaba con los veranos de su país natal, del que no tenía más noticias que aquel soplo aromático. Ancladas las naves en la ribera, Agamenón decidió viajar lentamente hacia su ciudad.

– Vamos -le dijo a su caballo Eolo- a dividir el viaje en cinco jornadas, y avanzaremos solos, el séquito una legua más atrás. Saldremos mañana, a hora de alba.

A lo que el caballo asintió, confiando en que tras dormir una noche en tierra firme le habría pasado el mareo que no lo había abandonado durante todo el viaje, atado a un mástil en la cubierta de la nave de su amo. Lo que hizo que el piloto, recordando la «Odisea», lo comparase con Ulises, curioso de escuchar el canto triste y turbador de las sirenas. Eolo era el primer caballo de su familia que hubiese navegado, de lo que se sentía orgulloso, lamentando no poder enviar a sus parientes noticia de aquel ilustre viaje. Se tumbó Eolo a dormir en la serena noche otoñal, al arrimo de un roble. Ya había hojas secas en la hierba, que crujían bajo su panza, y levantando la cabeza podía ver a Agamenón sentado en el revés de su escudo de cuero, el casco sobre las rodillas, la blanca y larga cabellera al viento, contemplando la salida del creciente sobre las redondas colinas. El rey había cumplido los cincuenta, y graves arrugas surcaban su rostro. Eolo recordaba el día en que, potro a medio domar, fue presentado a Agamenón. El rey se dirigió a él, lo miró amistosamente, como si lo hubiese conocido de toda la vida, y sin más, lo montó a pelo. Eolo no se atrevió a encabritarse, protestando como solía de que le echasen encima a un jinete, y se dejó llevar por el campo, en un trote corto primero, y después en un galope alegre, en el que conoció la dureza de las rodillas reales. Al apearse, Agamenón le palmeó el cuello y el pecho, le miró la dentadura, le dio con el puño cerrado en los belfos, y desde entonces se hicieron amigos. Eolo no entendía el lenguaje del rey cuando éste hablaba con los otros aqueos, pero si estando solos el coronado se dirigía a él, el caballo comprendía las palabras regias, y quedándose el rey como ensoñando a su lado, antes de la batalla o de correr la liebre, apoyado con el codo en la silla, entonces Eolo llegaba a leer en la mente real los más secretos pensamientos. Agamenón, según Eolo, nunca tuvo la menor duda acerca de la fidelidad de Clitemnestra, y en gran parte porque en el matrimonio la había encontrado blanda, y muy distraída en la cama. Con lo cual, si otras cosas no lo probasen, puede creerse que el rey fue descuidado a la trampa mortal. En aquel último viaje, a Agamenón le gustó no ser reconocido en las posadas, y se hacía pasar por un noble señor bizantino, que viajaba por encontrar faisanes machos con los que mejorar sus bosques de Oriente. Era tan grande la emoción que sentía al recobrar la tierra natal -eso que esta emoción todavía no se usaba ni entre los griegos más sentimentales-, que agolpándosele en la memoria los sucesos de la infancia y de la mocedad, los mezclaba todos, y contaba un paso de cuando niño y lo injertaba en otro de hombre, y acababa riendo y diciéndole a Eolo que lo revivía todo a un tiempo, como si le anduvieran volando por la memoria retratos suyos, cada uno de diferente edad.

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