Maruja Torres - Esperadme en el cielo

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Premio Nadal 2009
Un cuento para adultos sobre la felicidad de no rendirse jamás.
La narradora y protagonista se reúne en el Más Allá con sus amigos Terenci Moix y Manolo Vázquez Montalbán. Juntos pueden volver al pasado y revisitar los escenarios de su educación sentimental, así como desplazarse instantáneamente a cualquier punto que deseen.
Esperadme en el cielo es un libro gozoso con el que Maruja Torres consagra su talento de narradora haciendo un uso fascinante de la libertad de géneros.

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Amenazaban con otra selección de frases hechas procedentes del terruño. Les atajé.

– Dejémoslo… Es cierto. Sí… En efecto… En

efecto… Sopesando los pocos pros y los muchos contras, a fin de cuentas y sin lugar a dudas, conservando el máximo afecto hacia vosotros y, no obstante, sintiéndome cada minuto que pasa más dispuesta a someterme a la dura prueba de vuestra renovada ausencia…

Temblando de emoción, segué mi tanda de circunloquios, decidida.

– Sí, quiero volver. Apuraré el tiempo que me queda, si queda alguno. Os prometo que no os arrepentiréis de haberme ayudado. Me aventuraré. Osaré osar.

– ¡Y nosotros, desde aquí, te llamaremos Aventurera!

Nos abrazamos, conmovidos, y un instante después nos separamos.

– ¡Cáscaras! -exclamamos-. ¡Olvidábamos la solución!

Emergí del terceto con un elocuente solo de predifunta ansiosa:

– ¿Manolito Puig os ha dado la fórmula? Hace poco hablábamos de él -señalé al Ángel, con aire de conquistadora-, Lucy y yo. Nos hemos hecho colegas. ¿O venís de vacío?

Recuperaron el aspecto de muchachos avergonzados que ofrecían cuando se me sometieron en el Balcón. Agacharon los cabezones.

– ¿Habéis podido convocarle? -inquirí.

Asintieron.

– ¿Cómo está?

– Más guapo que nunca. Para su materializa-

ción eligió sus jóvenes años, aquellos en que era azafato de Air France.

– Yo le conocí de mayor -coincidí-, y todavía era muy atractivo. «Restitos del ayer, m'hijita», me dijo, con aquella sonrisa suya tan dulce.

– Ay, qué recuerdos, cuca. Puig, Néstor… -Terenci manoteó para despejar la nostalgia-. Más vale que te lo contemos pronto. No nos ha ido muy bien. Pero…

– Le hemos preguntado qué resultaría más sencillo para nuestra condición fantasmal -expuso Manolo-, si deshacernos del novio argentino de Paula, o que ésta le tome manía, de forma que él inmediatamente caiga en el olvido y tu joven amiga no se acerque al diccionario María Moliner en busca de la palabra que él le prodiga, mina, situada cerca de las páginas en donde escondiste tu testamento, en el que pedías que te desenchufaran…

– ¡Manolo! -le reñí-. No te alargues más, ya lo sabemos.

– Me limito a introducir un pequeño resumen de lo acontecido, para que los lectores no se extravíen.

– Mareas la perdiz, eso es -me indigné-. ¡Ah! ¡Volvéis de vacío! Pero ¿no es Manolito Puig el más ducho en argentinidades, el hombre que mejor retrató a su país utilizando los esquemas de la cultura pop?

– Iba con prisas -retomaron el dúo estereofó-nico.

– ¡Explicaos! -aullé-. ¡Mi tiempo en este lugar se acorta! Cesad de divagar. ¿Qué ha dicho Puig?

– Casi nada. Ligero y jocundo, nos ha saludado cálidamente. Le hemos expuesto nuestro problema en cuanto ha dejado de besuquearnos. Al instante ha gritado: «¡Adonis! ¡Adonis!». Y se ha ido corriendo. Sin más.

Desanimados, nos sentamos en el banco que poco antes habíamos ocupado el Diablo y yo.

– Adonis… -murmuré-. ¿Se refería al poeta sirio, repetidamente propuesto para Premio Nobel de Literatura?

– Eso pensé -dijo Manolo-, pero Terenci opina que se trata de Adonis, el dios fenicio. Símbolo de la muerte y de la resurrección.

Terenci me pasó un brazo por los hombros.

– Cuca, tu actual situación y la que seguirá, si tenemos suerte, pertenece de lleno al terreno de la mitología, aunque sea de estar por casa. ¿No resultaría fascinante que patrocinara tu revivir ese divino jo-vencito, que tanto sufrió a causa de su belleza, que padeció muerte brutal y enseñó a los humanos las técnicas de la jardinería y el cultivo? Las diosas se daban de hostias por sus favores, encabezadas por Afrodita. En el Mediterráneo oriental se producen diversas manifestaciones del mismo dios. Tammuz en Mesopotamia, Osiris en Egipto ¡Ah, Osiris! El más humano de los dioses, descuartizado por su hermano y repartidos sus despojos por el País de las Dos Tierras, por donde su esposa Isis le fue recogiendo a pedazos al tiempo que fundaba santuarios en su honor… Osiris… Hay quien propone que es el precedente de Cristo, en versión menos sobria.

– ¡Terenci! ¡Vuelve a mi Adonis! -ordené-. Si es ése el dios de mi regreso, concentrémonos en él. En Líbano tuvo un río que llevaba su nombre y que hoy se llama Nahr Ibrahim, un río que se tiñó de su sangre cuando el jabalí en el que se encarnó uno de sus enemigos le mató. Por doquier, las mujeres iban en peregrinación a honrarle una vez al año, poniendo macetas con plantas en los tejados. Las dejaban secar y entonces se echaban a llorar como posesas, lamentándose por su muerte y la de la Naturaleza que, sin embargo, igual que él, renovaba su ciclo, tan campante.

– ¡Vayamos al Líbano! -saltó Terenci, más que contento-. No he pasado por allí desde 1967, en vísperas de la guerra de los Tres Días.

– De los Seis Días -rectifiqué, secamente.

– Por mí, como si fue uno -contestó el otro-. Menudo desastre.

– Pero ¿tenemos tiempo? -me angustié.

Manolo consultó su Festina.

– Nos quedan casi veinticuatro horas de tiempo real, aunque podemos disponer de ellas como si de la Eternidad se tratase, en lo que se refiere a asuntos no relacionados con la actualidad terrena. ¡Ay! Se nos ha olvidado comentarte que el abueli-to de Paula, un republicano, bellísima persona, quiere ayudarnos. Nos hemos cruzado con él paseando por el parque del Oeste. Sabe de primera mano que su nieta vendrá al Retiro, a por libros, mañana, sábado, a mediodía. Ya ves que no somos tan inútiles.

– ¿El abuelo? -Me emocioné al pensar en aquel hombre noble a quien tanto había apreciado-. ¿Y está bien?

– Divinamente, encantado de que no exista Dios.

Se pusieron en pie.

– ¿Te apetece una excursión aérea por el Mediterráneo, a modo de despedida? ¿Barcelona, Alejandría, Beirut? -propuso Terenci-. ¿Alfombra, o volamos por nuestros propios medios?

– ¡Por nosotros mismos! -grité-. ¡Oh, cómo voy a añorar nuestras evoluciones!

Abandonamos provisionalmente nuestras galas contemporáneas y nos quedamos en bolas. No hay como la desnudez astral para sobrevolar el Mare Nostrum. Los perros volarían a doble pelo.

Antes de elevarnos, entonamos a trío nuestra canción:

«¡Si acaso quieres volaaaar, piensa en algo en-cantadoooorl ¡Como aquella Navidaaaad, que encontraste al despertaaaaar, juguetes de cristaaaall»

Podría jurar que los canes también cantaban. Desde luego, sonreían.

Nos adentrábamos en vastos territorios donde se afinan los adioses como lanzas, y en donde la pena no recibe consuelo.

Demasiado tarde caí en la cuenta de que había olvidado la pluma del Ángel Caído en el bolsillo de mi vestido madrileño.

Lo tomé como un mal augurio.

14

Barcelona amada

Volamos en silencio hacia el Levante. Nuestro inicial arranque brioso, la canción de Peter Pan… Dolía. Aquella ingenua música dolía, tanto como cuando la interpretó un conjunto de cuerda -¿sucedió realmente?- en el funeral de Terenci. Mis amigos respiraban con agitación. Supuse que impresiones parejas a las mías ocupaban sus amplias estancias siderales. Así pues, tampoco la muerte nos blinda contra la aflicción de perder a quienes amamos.

De triple acuerdo y todavía en silencio, cuando alcanzamos Barcelona nos instalamos en lo más alto de la sierra de Collserola. Sabíamos que era la última oportunidad de contemplar juntos nuestra ciudad, de rendirle tributo.

Una pátina gris azulada, la calima, emborronaba el mar lejano y nublaba para nosotros el camaleón de apretados edificios que yacía en sus orillas. Sólo el chorreo de escamas amarillentas, de cubiertas quebradas derramándose tentacularmente desde las faldas de la cordillera a nuestros pies, anticipaba la presencia de la ciudad amada, ciudad de la memoria y el deseo, de la nostalgia que bravamente

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