Maruja Torres - Esperadme en el cielo

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Premio Nadal 2009
Un cuento para adultos sobre la felicidad de no rendirse jamás.
La narradora y protagonista se reúne en el Más Allá con sus amigos Terenci Moix y Manolo Vázquez Montalbán. Juntos pueden volver al pasado y revisitar los escenarios de su educación sentimental, así como desplazarse instantáneamente a cualquier punto que deseen.
Esperadme en el cielo es un libro gozoso con el que Maruja Torres consagra su talento de narradora haciendo un uso fascinante de la libertad de géneros.

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– Y jactanciosa -me cortó, irónico-. ¿Por qué habría de adquirir lo que llamas tu alma? ¿Cuáles son tus méritos? Eres atea, no crees en mí ni en el Otro. Te diré una cosa que achantará tu vanidad. Hay más alegría en la Casa del Hijo Rechazado por un beato que pide orgías que por mil ateos en oferta.

Volví a ponerme en jarras:

– ¿Preferirías cerrar el trato con una pija del Opus? No te creo. Apenas te conozco, pero sé que te sobra clase.

Sacudió la cabeza y produjo un largo y aromático cigarrillo con filtro, que encendió con pestañeo ardoroso.

– ¿Fumas? -era una cuestión retórica destinada a darme tiempo mientras planificaba cómo conseguir que me comprara algo.

– No me gusta -confesó-. Lo hago para no romper mi imagen.

– Entonces, ¿no quieres mi alma o lo que sea que tenemos los humanos y que siempre nos toca

las narices? Conciencia de ser, deseo de trascender o como se llame…

Aspiró una profunda calada, perdido en sus pensamientos.

– Me fallan las relaciones públicas -musitó-. Somos esclavos de lo que los demás quieren ver en nosotros.

– Esa historia la conozco bien -dije-. Pero ¿qué hay de lo mío?

– Entre tú y yo, Lucy no compra almas. Las regala.

Me quedé planchada. Frené mi paseo meditativo.

– Luego, ¿mi oferta no te interesa?

Ahora fue él quien se levantó y se puso a caminar a grandes pasos. Admiré su atlético cuerpo. Madre de Dios, pensé, qué desperdicio.

Se detuvo frente a mí, cruzó los brazos, desplegó completamente las alas y la sombra que éstas crearon nos cubrió a ambos, provocando un interesante clima de intimidad.

– Tonta, tonta. También tú has creído esa propaganda enfermiza. Baudelaire, los poetas malditos, los Rolling Stones… Bulgákov me usó bien, lo de Bierce fue una chiquillada. El único que me comprendió fue Ernst Lubitsch. No creía en mí, pero me respetaba. Me representó tal como me gustaría ser, tal como habría sido, de haber contratado a un asesor de imagen que hubiera mostrado lo mejor de mí. Ernest sí experimentaba genuina simpatía por el Diablo, como evidencian algunas

de sus películas. Su aguda compasión para con sus personajes la extendía también a mí. Pues de eso se trata, eso somos. Personajes.

– ¿Y Milton? -inquirí, para poner mis conocimientos en la balanza.

– Ni Milton ni Dante. Con todos mis respetos, mucho arte pero demasiada moralina -sentenció, categórico-. Fin de este instructivo desvío. Continúa tu exposición.

– Si… -titubeé-. Si no poseemos alma, ni siquiera ese soplo interior que algunos ateos presentan como fruto del conocimiento, de la inteligencia, si no hay nada que vender ni comprar y, de existir, lo mío no te lo quedarías… ¿Por qué conversamos? ¿Para matar el rato? ¿Soy una mera distracción para ti, un capricho pasajero?

– Como dicen en Anglosajonia, cuanto más corto, mejor. Te lo expondré en estos términos. ¿Quieres vivir como si fueras el Nilo antiguo, inundando la tierra desenfrenadamente cada año, o, por el contrario, crees que el futuro es como la libreta de cliente de un supermercado, algo que irás rellenando con cupones que pegarás usando un poco, sólo un poco de saliva?

Comprendí que había chocado con un Lucifer excepcional, enterado hasta de las ofertas del súper de la esquina.

– Decide qué quieres ser.

Respiré hondo.

– El Nilo -dije, bajito.

– ¿El qué?

Quería probarme.

– ¡El jodido Nilo anterior a la construcción de las presas! -repetí, apoyando mi cabeza en su musculoso torso.

Me tomó entre sus brazos y sus alas, que no olían a plumaje de ave -al que soy alérgica-, sino a algodón de azúcar. De lejos me llegó la música de un carrusel… ¿O era un organillo como los de las ferias callejeras de mi infancia?

– ¿Quién me defenderá de las expectativas? -Temía que se desvaneciera sin darme una receta final.

– Tus amigos -señaló el Diablo.

No era una respuesta, sino un comunicado. Dos hombres y tres perros descendían hacia nosotros desde el Paseo de Coches.

– Debo irme. Basta por hoy de vida social.

– ¡Espera! -le agarré de un ala-. ¡No puedes marcharte sin más! ¡Enséñame un truco para que Paula pase del testamento! ¡Un conjuro, lo que sea!

– No te defiendas de las expectativas. -Me besó en la mejilla-. Ese es el truco más importante. Y no te preocupes. Vivirás. Yo me encargo.

Escuché un revuelo y palpé la oquedad entre mis brazos. Alcé la vista. En su obelisco, el Ángel Caído, imperturbable en su pose original, se entregaba al sufrimiento en bronce, ajeno a mis inquietudes.

– ¿Quién soy? ¡Uuuuuuuuh! -Terenci, a mis espaldas, me cubrió los párpados.

Le aparté, y entonces me di cuenta de que tenía algo en mi mano. Era una pequeña pluma plateada. Olía a algodón de azúcar.

– Mira qué te hemos traído -dijo Manolo.

Movió el brazo como si le diera a una manivela, y un organillo antiguo, de chillones colores, se materializó arrojando al aire las castizas notas de un chotis.

– Qué buen aspecto, puñetera -comentó el otro-. Ya me contarás qué has hecho, aparte de tomar el sol.

Los perros rae dedicaron unos cuantos lame-tones.

– ¿Pasa algo? -insistió Terenci-. Luces alelada.

Me eché a reír.

– Creo que por fin he conocido a un hombre de los de antes.

Y acaricié con disimulo la pluma, después de guardarla en mi bolsillo.

13

¿ Qué Adonis?

– ¿A qué viene tanta juerga? -señalé el organillo, rencorosa-. ¿Os habéis divertido, sin mí?

– Eres como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer -apuntó Manolo.

– Se nos ha cruzado una verbena -explicó Terenci- y éste no ha resistido la tentación de abalanzarse sobre un manojo de churros.

– ¡Qué ricos! -se relamió el aludido-. Exhibían una textura crujiente bajo la cual, escondida con la amabilidad de un deseo medio satisfecho, la masa anisada se deshacía en la lengua con languidez adolescente.

– Ya sabes cómo reacciona Manolo ante estos estímulos. Se ha puesto tan contento que me ha permitido que le sacara a bailar.

– ¿Un chotis? ¿Habéis bailado un chotis mientras me desgarraba meditando? ¿Lo veis? ¡No se os puede dejar sueltos!

– Un pasodoble -aclaró Manolo-, mi favorito, Suspiros de España, en la versión de El Cigala. Lento y sabrosón. Como los churros.

– ¿Por qué no me habéis avisado? ¡Por un bailongo habría plantado hasta al Diablo!

Escuché un ronroneo en lo alto y sonreí, complacida. No le era indiferente. Con o sin alma.

– Además, reina -aclaró Terenci-, hemos leído en tu lóbulo cerebral de las determinaciones tu afán de hollar el lacrimoso y humano Valle.

A continuación, le marcó a Lucifer un repaso de abajo arriba.

– Ese macizo con el que has intimado parece haberte ayudado a reflexionar. Como suelen decir las comadres tebanas, ocho ojos ven mejor que seis.

Comprendí que con los suyos, de alcance cósmico, mis amigos habían observado al menos la última parte de mi catarsis.

Manolo le dio un codazo a su compañero:

– Lo que son las cosas. Ha logrado mejores resultados en ella el Diablo por buen mozo que nosotros con nuestra amistosa insistencia. Tú y yo, rompiéndonos la testuz para convencerla de que emigre a la tierra con los papeles en orden, y ella no hacía más que poner inconvenientes. Y aquí el Caído la convence en un batir de alas.

Terenci ensayó una expresión de víctima:

– ¿Crees que esto nos resulta tan fácil como soplar botellas? De desagradecidos está el mundo pleno -tradujo directamente del catalán-. Me sabe grave.

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