* * *
La señora viajó a Londres para tramitar su título nobiliario. Estaba encantada; tanto que terminó alegrándose de que la circunstancia del divorcio hubiera favorecido esta nueva posición. Lo de lady le caía bien. Había nacido para ello. No entendía cómo no se le había ocurrido antes. Y Europa, tantas veces visitada en maratones de compras y desfiles, se le abría ahora como un gran museo. Dolores descubrió que también había otras cosas para conocer y preparó itinerarios agotadores que la llevaban de conciertos a exposiciones y de tertulias a galerías de arte. Cualquiera hubiera aprovechado ese baño de cultura para darse un buen barniz, pero Dolores estaba preocupada en otras cosas. La cuestión estaba a años luz del intelecto. Se trataba de hacerse ver y pasar por entendida, lo que, por otra parte, era exigencia para el otorgamiento del título. Estaba feliz codeándose con la crema, arrastrando su mal inglés por cuanto palacete encontraba y esforzándose por hacerse un lugar en ese mundo al cual, no dudaba, pertenecía. Y sucedió lo que a nadie tomó de sorpresa: llamó una noche para avisar que había decidido quedarse un poco más y que no la esperáramos hasta la primavera. No dijo de qué año e hizo bien porque no volvió más que para efímeras visitas de Navidad.
Mamá se las arregló como pudo los primeros tiempos, pero la enfermedad le venía mordiendo sus últimas fuerzas y saltaba a la vista que cualquier mínima tarea la desbordaba. Había llegado más allá de sus posibilidades. Aun así no se daba por vencida y se levantaba a las seis, como siempre desde que tenía memoria, sacudiéndose los dolores con insultos que murmuraba mientras a mí me consumía la tristeza de saber que se me estaba yendo. Cuando fue evidente que lo de la señora iba a tomar mucho tiempo, mamá se tragó el orgullo y pidió ayuda. El señor volvió de la estancia una semana después. Creo que se sorprendió más de ver la miseria en la que se había convertido mi madre que de saber que su antigua esposa había abandonado el hogar. Fue la única vez que yo recuerde que le dirigió la palabra con una cierta ternura
– Está muy delgada, Felicia, ¿qué le anda pasando?
Mamá contestó con una sonrisa triste, silencio respetuoso que el señor seguramente interpretó como la estupidez de los pobres.
– ¿No está comiendo bien o son éstas que la enloquecen? -preguntó sin interesarse por la respuesta y miró a Viola tendida en el sofá, enchufada a sus auriculares como una autista-. Si la madre la ve echada ahí, se muere -dijo en una carcajada que a mamá disipó de toda duda: al señor le importaba un rábano que Dolores se hubiera ido. Volvió a sonreír por cumplido y esta vez el señor habrá tenido la certeza de que mamá era una retardada o algo así. Él hacía cinco minutos que estaba en la casa y ya parecía sentir la asfixia trepándole por la garganta.
– Entonces, Felicia, la cosa se le complicó, ¿no? Ya veo. No tiene que explicarme nada. Conozco de sobra a la loca de mi mujer -alzó la mirada como quien reza y se corrigió-. Mi ex mujer.
Mamá le señaló a Viola con un movimiento de los ojos, pero al señor no pareció importarle. Mamá no podía entender cómo hablaba así de la madre de sus hijas y delante de ellas. Creció repitiendo aquello del respeto a los padres y nos crió en esa convicción. Jamás le oí un insulto, un reproche hacia mi padre. Hubo veces en que me hubiera gustado que se sacara las ganas, que dejara salir la rabia que le inundaba la mirada de odio y también de amor. Hablaba muy poco de él; lo suficiente para que Felipe y yo tuviéramos la certeza de no haber nacido de un huevo. Quizás el silencio fuera una forma de castigarlo, sumirlo en un limbo, una nebulosa donde su imagen apenas se dibujaba.
– Usted dirá qué precisa. Dinero no falta, supongo.
Mamá le explicó que la superaba el asunto de la administración de la casa, las cuentas, los gastos de las gemelas, que necesitaba una mano porque no podía con todo, que la limpieza no le daba problemas, que la mucama nueva era lenta pero bien dispuesta, que el problema era que ella era una burra para los números, que la señora le daba instrucciones por teléfono pero que a veces no entendía, que era por burra, por burra y nada más. El señor pareció aliviado; esperaba una avalancha de reclamos se encontró con la resignación de mi madre que apenas pedía una mínima colaboración. Fue hasta el cristalero y se sirvió una copa de licor. Yo observaba desde la cocina y me pareció más buen mozo que antes. Mamá había quedado en silencio, con la mirada puesta en el barro de las huellas sobre la alfombra.
– Eso no es problema, mujer. Yo se lo soluciono en dos patadas -se tomó el licor de una vez, le rascó la cabeza a Viola, que contestó con una suerte de mugido, y volvió sobre sus pasos embarrados. Antes de cerrar la puerta, dijo:
– Mañana está todo arreglado. Déjemelo a mí.
El señor cumplió con su palabra y, efectivamente, al otro día ya estaba todo arreglado, o desarreglado, según como se mire. Etelvina Juárez de Pereira O. hizo su entrada triunfal y de inmediato pidió que el té estuviera servido a la cinco y cinco. "Ja! con esos ingleses, yo tomo el té cuando quiero", repetía a sus amigas de los domingos, una cita de canasta a la que ninguna dama que se preciara de alcurnia faltaba. Desembarcó con un pequeño bolso de cuero rosado, tan suave que me avergoncé de la aspereza de mis manos. "¿Te gusta?", me preguntó con una cierta ironía. "Es de cochinito recién nacido." Me pareció una monstruosidad y la distinguida señora se transformó al instante en una vieja bruja.
Como de costumbre, mamá no había sido advertida de este cambio en la casa, pero no se ofendió. Las fuerzas apenas le daban para lo suyo y ya se había acostumbrado a ser un objeto invisible a la consideración de los señores. Recibió a doña Etelvina con su habitual humildad y se puso a su disposición. Yo la observaba desde lo alto de la escalera, hasta donde había arrastrado el endiablado bolso tratando de tocarlo lo menos posible. Mamá parecía pequeña al lado de aquella mujer envuelta en pieles y con un peinado armado que le agregaba algunos centímetros. Pero no era cuestión de estatura. Lo que en aquel momento sentí fue la pequeñez existencial de mi madre, una dimensión a la que ella voluntariamente se reducía, como si no mereciera destinos mayores. Mamá se pulverizaba frente a los patrones, se hacía felpudo, trapo para que dispusieran de ella. Había perdido bastante de su orgullo en tantos años de sacrificio y yo no podía perdonárselo porque era mi madre, lo que yo más amaba; necesitaba su referencia y su referencia me hacía sentir inferior. Necesitaba un espejo que me devolviera una imagen fuerte. En cambio, tenía aquella resignación a ser siempre menos y me dolía. Me dolía porque yo había probado otras mieles y me había endulzado las ilusiones, tanto que hasta pensé que podía haber esperanza. Entonces, sentí que mi madre, con todo su amor, con su entrega y aquella abnegación que ponía en cada segundo, mi pobre madre, mi amada madre, conspiraba contra mí.
Doña Etelvina tomó posesión de su cargo con una energía impensable para sus setenta y tantos años. Maciel me contó que había enviudado tres veces, qué no tenía hijos porque detestaba a los niños, que el último marido, tío abuelo de ellas, le había dejado más dinero que el que podría gastar, que declaraba diez años menos y, en efecto, los aparentaba; era jugadora empedernida y fumaba habanos.
– Una vieja de mierda -dijo Viola perdida en la nube de humo que acababa de exhalar.
– Mientras no se meta, da igual -contestó Maciel, aunque no dialogaban, nunca dialogaban, más bien parecían hablar a un tercero invisible y comunicarse a través de él-. Seguro que papá le dio carta blanca para que hiciera lo que…
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